Robert sabía lo que pasaba. Era evidente que se trataba de la aparente deserción de Southwood. Desde aquel viaje juntos en enero, ella no había recibido noticias de él. Ni una palabra, nada, excepto ese críptico mensaje sobre ciertos problemas en Devon. Robert Small se repitió que ese hombre era un bastardo y que eso era todo. Maldijo al conde en voz baja al ver cómo Skye se ponía pálida y triste, y lamentó no poder hacer nada para alegrarla.
Pero finalmente, no pudo seguir esperando. La noche anterior a la partida, Skye le preparó una pequeña cena. Invitó a De Grenville, a Cecily, a Jean y Marie. De Grenville pensaba ir con Robbie hasta el Canal de la Mancha. La comida estaba deliciosa, pero Skye solamente la miró. Su alegría era forzada. Por lo menos, pensaba con amargura, Southwood le había sido útil con su presentación a la reina y su ayuda para conseguir el aval. En cuanto al amor…, sí, era o pasión o dolor, no había una tercera opción.
De Grenville no tardó en emborracharse y empezó a cortejar a Skye en broma.
– Para ser una mujer educada y modesta me costáis mucho, señora Skye. Ahora que el conde de Lynmouth está de vuelta en la corte, supongo que se llevará mi barca.
¡El conde había vuelto! ¡Y no le había enviado ni un mensaje!
– ¿Qué decís de vuestra barca, Dickon? -preguntó Skye sin prestar demasiada atención.
Robert Small se había despabilado de pronto.
– ¡Eso no es algo que Skye deba oír, Dickon! -protestó, dándole una patada a su amigo por debajo de la mesa.
Pero De Grenville no le prestó atención. El buen vino de su anfitriona le corría por las venas.
– ¿Por qué no habría de saberlo, Robbie? Cuando yo le dé mi barca, se sabrá en toda la corte. No sé por qué hice la apuesta, pero supongo que quería ese potro.
Skye presintió un desastre.
– ¿Qué apuesta es ésa, Dickon?
– ¡Basta, De Grenville! -gritó Robert Small desesperado, mirando a su hermana y a Marie.
– No, Robbie -ladró Skye-. Creo que tengo derecho a oír lo que quiere decirme. Por favor, señor ¿qué fue lo que apostasteis vos y el conde?
– Aposté mi barca contra su semental a que no podría convertiros en su amante en el plazo de seis meses. Parecía algo seguro. Ciertamente lo cortasteis en seco en esa posada de Dartmour. No creí que él fuera vuestro tipo de hombre. Pero mi padre siempre dice que las mujeres cambian de parecer muy rápido y que no hay que confiar en ellas.
Cecily y Marie hicieron un ruidito de sorpresa. Jean, con su espíritu galo, se encogió de hombros filosóficamente. Pero Robbie, que la conocía mejor que ninguno de ellos, retuvo la respiración a la espera del estallido que siguió.
– ¡Bastardo! -rugió ella-. ¡Maldito bastardo! ¡Lo mataré! ¡Voy a matarlo! No, matarlo, no. Voy a hacerle lo mismo que le hizo Marie a Jamil. -Rompió a llorar, se recogió las faldas y huyó de la habitación.
Marie y Cecily se levantaron para seguirla, pero Robbie les indicó con un gesto que no se movieran y subió él. La vio corriendo por la terraza hacia el jardín. Con toda la rapidez que le permitían sus cortas piernas. Robert Small corrió tras ella gritando:
– ¡Skye! ¡Skye! Espérame, muchacha.
Ella se detuvo, pero seguía dándole la espalda. Cuando él la alcanzó, vio que le temblaban los hombros, caminó a su alrededor y la tomó entre sus brazos. Ella sollozó violentamente.
– Ah, muchacha, lo lamento tanto. Pero no malgastes tus lágrimas en ese hombre. No vale la pena, Skye. El conde no vale ni un segundo de tu dolor.
– Pero yo lo amo, lo amo, Robbie -sollozó ella-. Amo a ese bastardo.
Él suspiró. Sabía que tendría que herirla más todavía, pero no podía evitarlo. Era mejor que lo supiera por él y no por boca de algún idiota como De Grenville. La llevó caminando hasta un banco del jardín y se sentaron juntos.
– Quiero que lo sepas por mí, Skye. El único hijo de Southwood, su esposa y cuatro de sus hijas han muerto de viruela. Por eso se fue a Devon en mitad de enero. De Grenville me ha dicho que en la corte se rumorea que la reina ya le ha designado una esposa rica. Y ahora que no tiene un hijo legítimo, es absolutamente imperativo que vuelva a casarse. Cuanto antes, mejor, diría yo, y con una nueva esposa no tendrá mucho tiempo para ti, muchacha.
Ella levantó la vista hacia él y el capitán pensó lo que había pensado más de mil veces; que era la mujer más hermosa que hubiera visto en su vida. Esa noche cuando la dejara, visitaría a una joven prostituta que frecuentaba, pero sabía que, en las largas noches marinas pensaría en Skye, no en la pequeña Sally. El rostro que más se aparecería en sus sueños sería el de Skye, y los rasgos de la joven prostituta se desvanecerían en su memoria a la media hora de haberse acostado con ella.
– ¿Entiendes lo que te digo, Skye? -Miró con ansia esos ojos color zafiro, llenos de lágrimas-. ¿Te das cuenta de que seguramente lo de Southwood se ha terminado?
Ella suspiró.
– Y yo llevo a su hijo en mi seno, Robbie. Dentro de seis meses, más o menos, le regalaré al conde de Lynmouth un bebé, y espero por Dios que sea varón. Y rezo por que su nueva esposa le haga exactamente lo que le hizo su rica esposa: rodearlo de niñas…
– Cásate conmigo, Skye.
– Tú no me juzgas imparcialmente, Robbie -dijo ella sonriendo con cansancio-. Llévame adentro y saludaré a De Grenville antes de que se vaya. ¿Cuándo te vas tú?
– Saldremos con la marea de mediodía. Mañana vendré a despedirme.
Caminaron por el jardín hasta la casa. De Grenville estaba dormido en su silla.
– Il est un cochon -murmuró Marie.
– No -dijo Skye.
– Te ha herido, mignonne.
Skye se encogió de hombros.
– Mejor saberlo por él que de boca de un extraño, Marie. Lástima, nuestro buen vino no le ha sentado bien, según veo.
De pronto, se abrió la puerta del comedor y el barquero de Skye entró tropezando en la habitación acompañado por Walters, el mayordomo, que jadeaba:
– Señora, viene la reina…
– ¿Qué?
El barquero gritó:
– ¡La reina, señora! Está al caer. Ha enviado un mensajero por el río.
– ¡Dios mío, no estoy adecuadamente vestida para recibirla! ¡Rápido, Marie! -Y corrió escaleras arriba a sus habitaciones, llamando a Daisy y gritando-: ¡Búscame el vestido de seda color vino con la falda inferior oro y crema! ¡Y los rubíes! ¡Las cintas doradas! Marie, vuelve abajo y dile a Walters que limpie el salón. Quiero jamón, queso, fruta, dulces y vino. Que los pongan en el salón de banquetes. Despierta a De Grenville y que Robbie lo despeje un poco.
Marie se volvió y salió volando de la habitación, mientras las sirvientas corrían de un lado a otro ayudando a Skye. Ella se cambió a toda velocidad.
– ¡Hawise, vigila por la ventana! ¡Avísame apenas veas a la reina!
Unos minutos después, mientras Skye se alisaba las arrugas del vestido de seda, la muchacha avisó:
– ¡La barca de la reina viene por la curva del río!
Skye salió volando de la habitación y bajó por las escaleras, tomó a Robbie y a De Grenville de la mano y los tres corrieron a través del jardín hasta el muelle. Llegaron segundos antes de que la barca de la reina topara con las defensas. Los dos hombres se adelantaron para ayudar a desembarcar a Isabel, mientras Skye hacía una magnífica reverencia.
Las doradas faldas de sus vestidos brillaron con gracia mientras la cabeza se inclinaba en un gesto de absoluta sumisión.
La joven reina miró a su anfitriona con aprobación.
– Arriba, señora Goya del Fuentes. ¡Por mi honor, hacéis la reverencia más hermosa que haya visto en mi vida!
Skye se puso en pie y sonrió a la reina. Isabel la miró y dijo:
– Espero que nos perdonéis esta visita poco ortodoxa, pero se nos dijo que sir Robert se va mañana. No podíamos dejarlo partir en un viaje tan largo sin expresarle nuestros mejores deseos.
Robbie enrojeció de placer.
– Majestad, vuestra gran bondad para conmigo me abruma.
– Majestad -dijo Skye-, ¿deseáis tomar un refresco y descansar?
– Gracias, señora. Sir Robert, De Grenville, podéis escoltarme hasta la casa. Southwood, acompañad a la señora Goya del Fuentes y a la señora Knollys.
La reina se hizo a un lado, dejando a Skye de una pieza. Allí estaba Geoffrey, que bajaba de la barca de la reina llevando de la mano a una hermosa niña de cabello rojizo.
– Skye, ¿te puedo presentar a la prima de la reina, Lettice? Ella es la señora Goya del Fuentes.
Lettice Knollys sonrió con simpatía y su piel pálida brilló llena de juventud.
– Somos jóvenes las dos -dijo-. ¿Puedo llamaros Skye y vos a mí, Lettice?
– Claro que sí -dijo Skye. Dios, ¿era ésa la nueva esposa rica que la reina le había designado a Geoffrey?
– Me alegro de verte, Skye -dijo el conde de Lynmouth con suavidad, mientras escoltaba ambas mujeres a través del jardín hasta la casa. Detrás de ellos, las otras doce barcas que habían escoltado a la de la reina desembarcaban a sus pasajeros.
– ¡Qué casa tan encantadora! -hizo notar Lettice-. Siempre quise tener una casita en Strand. Vos no venís mucho a la corte, ¿verdad?
– No hace falta, y además, no pertenezco a la nobleza. Si la reina me invita, obedeceré, por supuesto.
Habían llegado ya a la casa y mientras entraban, Southwood dijo en voz baja:
– Lettice, tengo que hablar con Skye. Por favor, mantén a la reina ocupada por mí. -Y antes de que Skye tuviera tiempo de protestar, la llevó a la biblioteca y cerró la puerta tras ellos.
– ¡No puedo dejar así a mis invitados! ¡La reina se dará cuenta! -protestó ella, furiosa.
– Señora, hace tres meses que no nos vemos. ¿No tenéis mejor bienvenida para mí?
– Milord, ¡me parece que presumís bastante! Sin embargo, os ofrezco mi más sentido pésame, por vuestra pérdida.
– ¿Lo sabes? ¿Cómo…?
– Me lo ha dicho De Grenville esta mañana. -Skye se volvió y caminó para alejarse de él-. Tengo entendido que también debo felicitaros por vuestra próxima boda. ¿Es con la señora Knollys? ¿Vais a pasar vuestra luna de miel en la nueva barca?
– No tengo una barca nueva.
– Pero, milord -dijo ella con tono burlón-, ¿no habéis ganado una barca en una apuesta con De Grenville? Tengo entendido que era la barca contra vuestro potro. De Grenville estaba bastante dolido por no haber podido hacerse con el animal.
– ¡Al diablo con De Grenville! ¡Estúpido! -gritó el conde-. ¡Amor mío, escúchame! La apuesta la hice cuando me rechazaste el día que nos conocimos. No tengo intención de reclamarla. No tuvo nada que ver con el hecho de que después me enamorara. Pensaba decírselo a Dickon y me olvidé cuando me llamaron a Devon. Esa maldita perra que fue mi esposa mató a mi hijo, a Henry: lo hizo volver a casa sabiendo que había viruela en el vecindario. ¡Henry volvió, pero solamente para morir! Creo que el Señor la juzgó y por eso murieron ella y cuatro de sus hijas. Después, por suerte, perdonó a las tres menores. Me quedé hasta que comprobé que estaban a salvo. No carezco de corazón, Skye. No tienen más que cuatro y cinco años.
– ¡Podríais haberme escrito!
– Francamente, no se me ocurrió. No soy hombre de palabras, Skye. La viruela arrasó mis propiedades como un incendio y estuve tremendamente ocupado. Mi alguacil murió, junto con otros muchos, y tuve que hacer su trabajo hasta que conseguí alguien que lo reemplazara.
– Ha pasado bastante tiempo desde vuestro regreso a la corte, milord. Podríais haberme enviado un mensaje. Un ramo de flores. ¡Algo! Pero estabais muy ocupado buscando una rica heredera para reemplazar a vuestra fallecida esposa. ¡Nunca te perdonaré, Geoffrey! ¡Nunca! ¡Me has usado como a una vulgar puta! ¡Me has mentido! -Se volvió, furiosa, para que él no viera las lágrimas que brotaban de sus ojos-. Me dijeron que eras el peor bastardo de Londres y yo no quise creerlo.
– Tienes razón -admitió él-. Me pasé los días en la corte arreglando nuestro matrimonio. -Los hombros de ella temblaron y él oyó un sollozo ahogado-. La dama que quiero convertir en la nueva condesa de Lynmouth es una de las mujeres más hermosas de Londres. Es rica, así que no tengo por qué creer que está buscando mi dinero. Tiene modales exquisitos y es una excelente anfitriona, es capaz de manejar a nobles y a plebeyos. Es la mejor esposa que pueda tener.
La voz del conde estaba tan llena de amor y admiración que cada palabra que decía era como un cuchillo clavado en el pecho de Skye.
– Solamente había un problema para concretar la unión -dijo el conde-, así que tenía que convencer a la reina de que, a pesar de ese impedimento, no pensaba aceptar a ninguna otra mujer como esposa.
– No…, no estoy interesada, conde. -Skye se volvió y trató de pasar junto a él hacia la puerta, pero él la tomó por la cintura en un gesto rápido. La cara de ella quedó apretada contra el terciopelo del jubón de él-. Tengo que volver con mis invitados -le rogó ella.
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