Él ignoró su ruego.
– La dama en cuestión no es inglesa. Dice que es una huérfana irlandesa que se casó con un mercader español y después quedó viuda. Así se la presenté a la reina. Pero yo sé que la historia no es cierta. Ella fue capturada por un barco pirata desconocido y logró conquistar de alguna forma al Señor de las Prostitutas de Argel. Él la tomó bajo su protección y, cuando lo asesinaron, ella huyó de Argel con su fortuna. Pero yo la amo y la quiero por esposa. Convencí a la reina de la sabiduría de mi elección. Me ha dado permiso para que nos casemos.
Skye se separó bruscamente del conde y cuando volvió a mirarlo, tenía los ojos llenos de fuego azul.
– No sé cómo obtuvisteis la información. Aunque los hechos son ciertos, no los comprendéis, no sabéis nada de nada. Sí, Khalid el Bey me compró como esclava; Khalid el Bey, ése era su nombre, milord. Yo no recordaba quién era ni de dónde venía, pero a él no le importó. Pudo haberme convertido en prostituta de uno de sus burdeles o hacerme su concubina. Pero no quiso. Estuve bajo su protección, sí. Pero como su esposa, su esposa, mi señor conde. ¿Sois tan corto de miras que pensáis que un matrimonio no es válido si no se celebra según el rito cristiano? El jefe de intérpretes de Alá de Argel me casó con mi señor Khalid y fui su legítima esposa.
Skye caminaba de un lado a otro de la habitación, con la falda de terciopelo color vino crujiendo quejumbrosamente. El cabello se le había soltado y cuando se volvió bruscamente para enfrentarse al conde, giró violentamente en torno a su cuello.
– Mi hija, señor, lleva el apellido cristiano de su padre, porque él era español de nacimiento, expulsado de esa tierra por la crueldad de la Inquisición. Espero que al menos entendáis eso. Encontraréis en el registro bautismal de la iglesia de St. Mary en Bideford el nombre de Mary Willow Goya del Fuentes. En cuanto a mí, no podría casarme con vos, milord. No osaría mezclar mi sangre desconocida y mi manoseado cuerpo con vuestra digna persona. Agradezco el honor que me hacéis, pero no, no, gracias. -Y lo empujó para huir de allí.
Geoffrey Southwood se quedó paralizado en el sitio en que se encontraba, y justo en ese momento, Robert Small entró en la biblioteca y cerró la puerta tras él.
– ¿Qué demonios le habéis hecho? -gruñó el hombrecito.
– Le he pedido que se casara conmigo.
– ¿Por qué?
– ¡Porque la amo! -aulló el conde-. Le he dicho que conocía la verdad sobre su pasado y que no me importaba en absoluto. Hasta he conseguido el permiso de la reina.
– Muchacho, sois un tonto. ¿Os ha dicho que no recuerda nada de su vida anterior a Argel?
– Sí.
– Escuchadme, milord. Soy lo suficientemente viejo como para ser vuestro padre y os hablaré como si lo fuera. Su esposo fue mi mejor amigo. Era el segundo hijo de una familia noble y antigua. El destino decretó que tuviera una vida muy distinta de la que esperaba. Fueran cuales fuesen sus negocios, era un caballero en todo sentido. Vos amáis a Skye. Él también la amaba, con toda su alma. Ella era su alegría, su orgullo, y lo único que deseaba era pasar su vida con ella y con los hijos que ella le diera. Acababa de saber que iba a ser padre cuando lo asesinaron, y esa misma noche, su alegría casi me había hecho llorar. -Robbie jadeó un poco y se volvió para sentarse. Southwood se sentó frente a él-. Yo inventé el pasado de Skye para protegerla, a ella y a la niña. Escuchadme, Geoffrey, muchacho, trataré de convencer a Skye, porque esa pobre mujer empecinada os ama y ha suspirado y llorado por vos horas enteras durante los últimos meses. ¿Supongo que no os ha dicho que está esperando un hijo?
– ¡Dios! -exclamó el conde, casi sin voz.
– ¿No os lo ha contado? -preguntó Robbie con sequedad-. Bueno, eso significa que está furiosa con vos. Entonces tenemos que actuar con firmeza. Conozco la forma de arreglar esto, pero tenéis que apoyarme en todo lo que diga. ¿Estáis de acuerdo? -Southwood asintió lentamente-. Vamos, muchacho, voy a mostraros cómo atrapar a una mujer.
Volvieron al salón, donde Skye y la reina charlaban rodeadas de un sonriente grupo de cortesanos. Se acercaron con cuidado al grupo, hasta colocarse cerca de la joven reina. Isabel estaba hermosa con el cabello rojizo peinado en largos bucles sueltos y los ojos color humo brillantes de excitación. Llevaba un vestido de seda verde manzana adornado con oro, perlas y topacios.
– ¿Ha llegado finalmente el huésped de honor? -preguntó la reina, riendo-. Por favor, sir, ¿dónde os habéis metido, vos y lord Southwood?
– Arreglábamos los detalles de la unión que tanto desea Su Majestad. Como los padres de la señora Goya del Fuentes no están, este asunto es parte de mi obligación como su protector. Ahora, Majestad, con vuestro permiso, ¿os parece bien que retrase un día mi partida para poder entregar a la novia? ¿Podrá Vuestra Majestad persuadir al arzobispo de que lea los anuncios y celebre el matrimonio mañana mismo?
Atónita, Skye empezó a decir algo, pero la reina aplaudió encantada.
– Sir Robert, es una idea maravillosa, maravillosa. Sí, de acuerdo. La boda tendrá lugar mañana en Greenwich. Vos entregaréis a la novia y yo seré la anfitriona de la fiesta.
– Majestad, nos sentimos honrados -dijo el conde, pasando un firme brazo alrededor de los hombros de Skye-. ¿No es cierto, cariño?
– Sí, mi señor -dijo Skye en voz alta y dulce. Después, mientras todos charlaban excitados alrededor de los novios, agregó en voz baja y furiosa-: Preferiría morirme de viruela a casarme con vos.
– Vamos -exclamó la reina-. Si la señora Goya del Fuentes quiere estar lista para casarse mañana a la una, tenemos que dejarla en paz ahora. ¡Volvamos a Greenwich! -Se volvió hacia Skye-. Querida mía, sois una anfitriona encantadora. Hemos disfrutado muchísimo. Seréis una gran adquisición para la familia Southwood, lo sé. Lynmouth me llevará a casa. Id a la cama y descansad. Supongo que no dormiréis mucho mañana por la noche si la reputación de vuestro prometido dice la verdad sobre él. -Isabel rió entre dientes, divertida, y salió caminando hacia su barca.
Skye se volvió hacia Robbie, furiosa.
– No pienso casarme con él, ¿me oyes? ¡No voy a casarme con él!
– Claro que sí, Skye muchacha -dijo Robert Small con una calma enfurecedora-. Sé sensata, querida. Él sabe la verdad sobre tu pasado y lo acepta. Te ama a pesar de todo y quiere casarse contigo. ¡Piénsalo, Skye! Serás la condesa de Lynmouth. Y piensa en el hijo que llevas en el vientre. Si rechazas a Lynmouth, nadie se creerá que el bebé es de él; ¿qué mujer en su sano juicio rechazaría casarse con el hombre que es el padre de su hijo? Entonces empezarán a chismorrear sobre quién es el padre en realidad. Y como no te han visto con nadie en especial, pensarán que es de un sirviente o de un caballerizo. Ese niño tiene sangre plebeya, dirán. Y entonces, ¿qué pasará con Willow? -Con cada palabra que oía, Skye se sentía más y más atrapada-. Ahora que vas a casarte, puedo zarpar tranquilo, sabiendo que estás a salvo, que alguien cuida de ti, Skye -terminó el capitán.
– ¡Maldito seas, Robbie! Si Khalid supiera lo que has hecho.
– Lo aprobaría totalmente, Skye, y lo sabes -ladró el hombrecito-. Ahora ven. La reina tiene razón, necesitas descansar. Dile a Daisy qué vestido piensas ponerte mañana para que las lavanderas te lo preparen.
– ¡No pienso elegir nada! -dijo ella, empecinada.
– Entonces, elegiré yo, querida. Ven, muchacha. -La tomó de la mano y la llevó a sus habitaciones en la planta alta-. Daisy, muchacha, ven aquí -llamó por el pasillo.
– ¿Sir?
– Tu ama va a casarse mañana con el conde de Lynmouth. ¿Qué te parece adecuado para la fiesta?
Los ojos castaños de Daisy se pusieron redondos de deseo y alegría.
– ¡Ah, sir! ¡Señora! ¡Qué maravilla!
Skye se volvió con gesto adusto y entró en su dormitorio haciendo ruido con los pies. Una vez en él, se arrojó sobre la cama. Daisy miró a Robert Small como preguntándole qué estaba pasando.
– No te preocupes, muchacha -la tranquilizó el capitán-. Tu señora está de mal humor, eso es todo. Miremos en el ropero.
Daisy lo llevó al ropero de Skye. La boca de Robert Small se abrió como un pozo enorme.
– ¡Por las barbas de Cristo! -exclamó-. No había visto tantos vestidos juntos en toda mi vida.
Daisy rió en voz baja.
– Y éstos son solamente los que podrían servir para una ocasión como ésta. Los más sencillos están en la otra habitación.
Robert Small meneó la cabeza y después empezó a estudiar los vestidos. No podía ser un vestido blanco, porque Skye era viuda. Y un color demasiado brillante parecía inapropiado. En ese momento, vio un traje de raso pesado de color castaño claro, como el de la cera de las velas.
– Déjame ver ése.
Daisy descolgó el vestido y lo mantuvo en alto para que el capitán pudiera mirarlo. El corsé, simple, era de escote bajo y estaba bordado con perlas cultivadas. Tenía mangas amplias hasta el codo, a partir del cual se partían y el espacio vacío se rellenaba con puntilla color crema. Más allá del codo, las mangas alternaban bandas de raso con bandas de puntilla. Las muñecas estaban adornadas con una puntilla ancha. Había perlas y dibujos de flores cuyo centro era un pequeño diamante bordado sobre la falda inferior. El vestido tenía un escote pequeño, almidonado, en forma de corazón, que terminaba en diamantes que se alzaban hasta detrás del cuello. La falda tenía una hermosa forma acampanada.
– ¡Sí, Daisy, muchacha! ¡Éste resulta muy adecuado! Ocúpate de que lo planchen y lo tengan listo para las diez de la mañana. Tu señora se casa en la capilla de la reina en Greenwich y la reina va a celebrar el banquete nupcial en su castillo. Pasarán la noche allí.
– ¡Virgen santa! ¿Se me permitirá ir también? Mi señora me necesitará, estoy segura.
– Sí, muchacha, tú también vendrás.
La chica casi se desmaya de emoción.
– ¡Ay, señor! ¿No os parece que tal vez la señora Skye quiera ir con otra? Yo no soy más que una muchachita de Devon.
– Tu señora te querrá a ti, Daisy, no temas. Ocúpate del vestido y prepara un baño perfumado para el amanecer. Lávale el cabello también.
– Sí, señor. -Daisy se llevó el hermoso vestido y dejó a solas al capitán. Él fue al dormitorio de Skye.
– ¿Ya se te ha pasado el enfado, muchacha? -le preguntó.
– ¡Nunca me enfado! -le ladró ella, sentándose en la cama-. Pero me molesta que me arreglen la vida. Me da la impresión de que en todo esto lo único que no cuenta es lo que yo pienso.
– Es cierto, muchacha, esta vez no cuenta. Estás enfadada con Southwood y quieres vengarte convirtiendo a su hijo en bastardo. Sí, creo que llevas un varón en tu seno. Pero el conde ya ha sufrido demasiado con su matrimonio sin amor y la muerte de su heredero. Te ha pedido en matrimonio sin saber que su semilla había germinado en tu vientre. No me parece que eso sea un insulto, pequeña.
– ¿Y mi riqueza? ¿Caerá así como así en las arcas de los Lynmouth como la de las dos primeras esposas del conde? ¡No! No quiero ser dependiente, estar indefensa como la pobre Mary.
Robert Small sonrió.
– Así que eso es lo que te molesta, muchacha.
– En parte -admitió ella.
– No te preocupes, Skye, pequeña. No pienso dejarte indefensa. El conde me ha pedido que prepare el contrato matrimonial esta noche. Lo firmará por la mañana. Le darás una buena dote, pero la mayor parte de tu riqueza quedará en tus manos. Esta casa será tuya y yo te he convertido en mi heredera, con la condición de que, si me pasa algo, tú cuides de Cecily. De esta forma, tendrás suficiente para Willow.
– Gracias, Robbie. Eres mi mejor amigo. -Skye se limpió los ojos y Robbie trató de disimular su emoción.
– Ahora escúchame, Skye. Vamos a darle a Southwood veinticinco mil coronas de oro como dote, además de a ti misma, con tu ropa, tu plata y tus joyas. Todo el resto, el dinero de Khalid, las acciones de nuestra compañía, la casa y Wren Court, es exclusivamente tuyo. No puede usarlo ni llevárselo, así que sigues siendo libre e independiente.
– ¿Crees que querrá firmar semejante contrato, Robbie?
– Lo firmará, muchacha. La reina le cortará la cabeza si se niega, porque la joven Bess es muy dueña de sí misma, como tú. -Palmeó a Skye en el hombro-. Es tarde, Skye, pasada la medianoche. Tienes que descansar. Te veré por la mañana.
– ¿Qué vestido has elegido, Robbie?
– El de raso de color crema con bordado de perlas y diamantes -le contestó él, sonriendo.
– Es el que yo hubiera elegido si me interesara este matrimonio.
Él rió entre dientes.
– Que duermas bien, señora Goya del Fuentes. Mañana por la noche, serás lady Southwood, condesa de Lynmouth. No está mal para una mujer tan fea. -Esquivó la almohada que ella le arrojó y salió de la habitación, riendo con alegría.
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