Capítulo 17
El día de la boda de Skye amaneció lluvioso y primaveral. Ella se estiró con tranquilidad, apenas consciente de la actividad que había a su alrededor, y luego, de pronto, se sentó en la cama. Iba a casarse dentro de unas pocas horas y aún había mucho que hacer. Por lo pronto, ahí estaba su baño humeante esperándola frente al hogar.
– Buenos días, milady -saludó Daisy, y las dos sirvientas lo repitieron mientras hacían reverencias.
– Milady todavía no, Daisy -ordenó Skye, severa. Las dos sirvientas rieron, después se contuvieron con el rostro enrojecido, mientras Skye se levantaba de la cama, se quitaba el camisón y caminaba desnuda por la habitación. Daisy, que se había acostumbrado a las excentricidades de su ama en lo referente a la desnudez en el baño, sonrió con desprecio ante las expresiones avergonzadas de las otras dos chicas y ayudó a Skye a meterse en la tina.
Skye se hundió con gracia en el agua, que olía a dulce aceite perfumado y que le acarició la piel y le lamió los hombros. Daisy puso un biombo delante de la tina y dejó a su señora a solas con unos minutos de intimidad, mientras guiaba a las sirvientas en la ceremonia de preparar la ropa sobre la cama.
Skye pensaba: «Así que hoy es el día de mi boda. Qué distinto de ese día maravilloso en que me casé contigo, Khalid. Ah, mi querido señor. Cómo te amé. Pero ya no estás, Khalid, y este extraño lord inglés ha atrapado mi corazón. Tal vez sea rica, mi querido Khalid, pero la verdad es que la viuda de un "mercader" argelino no tiene mucho que ver socialmente con un conde de la corte inglesa. Sin embargo, él quiere convertirme en su consorte. Y no es sólo para meterme en su cama, porque ya he estado ahí. Dice que me ama, pero me abandonó durante semanas sin una sola palabra. No sé si atreverme a confiar en él. ¿Me romperá el corazón? Oh, Dios, ojalá pudiera estar completamente segura. Quiero que me amen, pero sobre todo quiero sentirme segura otra vez.»
– Señora -le retó Daisy-, todavía no habéis empezado a enjabonaros. -Daisy levantó el paño suave del agua y empezó a frotar a Skye, que siguió pensando en silencio mientras Daisy le lavaba el cabello. La charla de la muchacha hacía que perdiera el hilo de los pensamientos y finalmente explotó. Pero al ver la mirada herida de Daisy, se arrepintió y se excusó-: Me he levantado con un dolor de cabeza terrible, Daisy. No quiero seguir teniéndolo en Greenwich.
Daisy se preocupó inmediatamente.
– Ah, milady. Tengo una poción de hierbas que me hicieron una vez. Hawise -se volvió hacia una de las chicas-, pídele a la señora Cecily que te haga un té de hierbas para el dolor de cabeza de milady.
Skye salió de la tina envuelta en una gran toalla y dejó que Daisy le secara, sentada frente al fuego. Le secaron el cabello, se lo cepillaron una y otra vez hasta que quedó completamente seco, después se lo frotaron con un pedazo de seda para que brillara con sus luces de color azul negruzco. Mientras tanto, la otra muchacha le arreglaba las uñas.
– Lo que realmente necesito es comer algo -comentó Skye-. Traedme pan, carne y vino. Me muero de hambre. Ocúpate de eso, Daisy. Jane, déjalo, el conde estará conforme con mis pies tal como son o no lo estará, y eso es todo. -Se puso en pie y se le cayó la toalla. Daisy la envolvió en una bata de seda rosa muy amplia y después se alejó con rapidez para ocuparse de la comida. Jane levantó su equipo de pedicura y salió tras ella. Skye suspiró, aliviada. Era hermoso estar sola. Pero en ese momento, oyó una risa que la hizo girar en redondo.
– ¡Geoffrey!
– Buenos días, esposa. -Él estaba de pie ante el tapiz que escondía el pasaje secreto.
– Todavía no, milord -le contestó ella con severidad-. ¿Hace cuánto que estás ahí?
– Lo suficiente para admirar la magnificencia de tu cuerpo, Skye -dijo él con tono perezoso mientras los ojos verdes la examinaban de arriba abajo.
Ella enrojeció y removió el cabello renegrido. ¿Realmente la amaba o era sólo un deseo de poseerla? Decidió averiguarlo en ese mismo instante. Tal vez él se enfurecería cuando terminaran de hablar, pero eso era mejor que ser poseída por un hombre sin sentimientos. Caminó hasta la puerta, pasó el cerrojo y dijo con firmeza:
– Siéntate, milord. ¿Un poco de vino? -Él asintió y ella se lo sirvió en un vaso pequeño que había sobre la cómoda.
– Bueno, señora -dijo él después de aceptarlo y reclinarse en su asiento-. ¿Qué sucede?
Ella respiró hondo antes de empezar.
– Eres muy valiente al casarte conmigo, pero ¿estás seguro de que quieres por esposa a la viuda de uno de los hombres más notorios de la historia de Argel? Te recuerdo que no tengo memoria alguna de lo que fue mi vida antes de conocer a Khalid el Bey. Él me convirtió en lo que soy. Dios sabe qué sangre corre por mis venas. Tal vez mi madre era una loca; y mi padre, un asesino. Piénsalo con cuidado, conde, ¿te parece que soy el tipo de mujer a la que puedes querer por esposa?
– Pero Skye -dijo él con voz tranquila-, ¿estás tratando de hacer que me arrepienta? -Ella meneó la cabeza y él continuó-. ¿Fue Khalid el Bey quien te enseñó a leer y escribir?
– No -le contestó ella-. Ya sabía hacerlo.
– ¿Y qué más sabías, amor mío?
– Idiomas, matemáticas -enumeró ella con lentitud-. Eran conocimientos que estaban ahí, eso es todo. Pero no recuerdo cómo los adquirí.
– No pareces una campesina -observó él-, y estarías muy bien educada si fueses un hombre, así que, siendo mujer, lo que sabías era y es sorprendente. Desde el día que te conocí, supe que seríamos más que simples amigos. Quise saber más de ti e interrogué a un capitán que conozco, alguien que sabía casi todo sobre Robert Small y su relación con Khalid el Bey. El capitán zarpó de Argel unos días después que tú y Small. La historia de tu huida del turco estaba en boca de toda la ciudad, sobre todo porque, al parecer, el hecho de que te fueras dejó al pobre diablo impotente.
Skye tuvo que ahogar su risa al escuchar la confirmación de su venganza sobre Jamil. Pero no sabía si enfadarse con Geoffrey Southwood por haber invadido su intimidad o estar contenta por el interés que había demostrado. Sobre todo, se sentía bien al pensar que Geoffrey la quería aun conociendo su pasado.
– ¿Has firmado el contrato matrimonial? -preguntó con frialdad.
– Sí. Tu dote es más que generosa, cariño. Con tu permiso, la pondré a nombre de nuestro primer hijo varón. Yo no la necesito -respondió él. Ahora era el turno de Skye.
Una de sus negras cejas se enarcó.
– Has leído el contrato, ¿verdad? Mi dinero sigue siendo mío.
– Claro que lo he leído, amor mío. Yo les daré dotes a las hijas que tengamos. Sé que tú querrás tener dinero para Willow. Pero si no tuvieras ni un penique, Skye, yo me habría ocupado de eso.
– Pero se dice que no quisiste dar las dotes a tus propias hijas.
– Eran de Mary -replicó él con amargura-. Mujercitas morenas y feas como su madre, obviamente incapaces de engendrar otra cosa que hijas y más hijas. Las tres que han sobrevivido parecen algo mejores. Serán una buena compañía para Willow, y como veo por tus ojos que me vas a ocasionar problemas a menos que acceda, les daré dotes a ellas también. Te lo prometo.
– Voy a ser una buena madre para tus hijas, Geoffrey.
– Lo sé, Skye. -Se levantó y se acercó a ella. El deseo, el amor que había en esos ojos era difícil de rechazar, pero ella lo mantuvo alejado.
– Todavía no, Geoffrey. Por favor.
– Entonces no me has perdonado. -Era una afirmación.
– Puedo entender que no me escribieras desde Devon. Debe de haber sido terrible para ti. Pero cuando volviste, no me dijiste ni una sola palabra y tuve que saber por De Grenville lo que había pasado. Y él dijo que la reina estaba arreglando un matrimonio para ti. Con una heredera. ¿Qué tenía que pensar?
– Deberías haber confiado en mí, Skye.
– ¿Cómo podía confiar después de saber lo de esa asquerosa apuesta con Dickon?
– Pero Skye, nunca pensé cobrarla. Supongo que te das cuenta de que eso pasó antes de que nos conociéramos de verdad.
– Tu reputación te precede, milord Geoffrey Southwood, conde Ángel, gran semental, destructor de corazones.
– Basta ya, maldita sea. Mujer, argumentas con demasiada lógica. Te amo, Skye. Siempre te amaré. Dentro de pocas horas nos casaremos. Olvidemos el pasado y empecemos de nuevo. Hacemos una buena pareja, señora.
El conde le tendió la mano. Lentamente, después de mirarlo de arriba abajo, ella la tomó.
– Una pregunta -pidió él-, y nunca volveré a preguntarlo, ¿lo amabas?
– Sí -respondió con gravedad-. Lo amaba. Desperté de un horror que no recuerdo y encontré la salvación en él. Él me dio un nombre, una identidad, una razón para vivir. Él fue mi esposo, mi amante, mi mejor amigo. Nunca lo olvidaré. -Skye se detuvo y luego continuó-. Sé que suena extraño, pero, aunque Khalid el Bey siempre tendrá parte de mi corazón, a ti también te amo, Geoffrey. Si no te amara, ¿cómo podría sentirme tan furiosa, tan herida?
Los ojos verdes la miraron un momento con esperanza y deseo.
– Entonces, ¿me perdonas, Skye?
La sonrisa de ella también temblaba un poco.
– Tal vez, milord -dijo en tono travieso.
– Señora, mi paciencia se agota -gruñó él, pero la comisura de los labios y los ojos verdes brillaban de alivio y entusiasmo.
– Mejor será que cultives esa virtud, mi señor, porque no seré una esposa sumisa. Seré tu igual en este matrimonio. Igual en todo.
Ahora Skye se sentía más confiada y él aprovechó la ventaja apenas lo supo. La atrajo hacia sí y la abrazó. Después se inclinó para buscar sus labios. Un temblor recorrió el cuerpo de Skye, que suspiró.
– Señora -dijo él, besándole los labios, los párpados, la punta de la nariz-, es un día fresco y ventoso y si no fuéramos a casarnos dentro de pocas horas, te llevaría a la cama ahora mismo.
– ¿Necesitáis horas para hacerlo, milord? -La cara de Skye era la estudiada imagen de la inocencia.
– ¡Zorrita! -murmuró él con voz ronca, y hundió la cara en la maraña perfumada de ese cabello negro y brillante. Ella sintió que los besos de él se hundían en la piel satinada de su cuello. Con un gemido, echó la cabeza hacia atrás y los labios de él le devoraron el pecho. El pulso de Skye se aceleró.
– Cuidado, señora. Esta noche me vengaré de vuestra endiablada lengua. Pero hoy, cuando entréis en la capilla de la reina, quiero que parezcáis casta, no recién salida del lecho. -El conde la soltó lentamente y ella se tambaleó. Él rió suavemente y se volvió para salir por la puerta secreta, oculta tras el tapiz.
Skye se quedó de pie, temblando. Dios mío, cómo la excitaba el conde. Y él lo sabía. Se dio cuenta de que estaban golpeando su puerta.
– ¡Señora! ¡Señora Skye! ¿Estáis bien? -Ella voló hasta la puerta y la abrió. Daisy estaba de pie al otro lado, acompañada por Hawise y Jane. Las tres tenían una expresión preocupada.
– Quería estar sola -dijo Skye en el tono más natural que logró amañar.
La miraron extrañadas y entraron en la habitación con el desayuno, que colocaron sobre una pequeña mesa. Detrás venían dos sirvientes que se llevaron la tina. Jane plegó el biombo y lo apartó mientras Daisy y Hawise preparaban la mesa del desayuno y la acercaban al fuego.
– La cocinera dice que tenéis que coméroslo todo. Le preocupa lo mal que coméis últimamente y lo poco que vais a comer hoy -dijo Daisy-. Además faltan horas para el banquete nupcial.
Skye se sentó y levantó la tapa de la fuente más grande. Descubrió un par de impecables huevos escalfados en una salsa ligera de jerez y eneldo. En una fuente más pequeña había varias lonchas de jamón de York y varias hogazas de pan tostado envueltas en una servilleta dentro de una canasta. Había dos tarros con mantequilla y miel, y una jarra de vino tinto. Skye estaba muerta de hambre.
– Dile a la cocinera que la felicito por el menú, Hawise. Me lo voy a comer todo. Daisy, mis joyas, por favor. Tengo que elegirlas mientras como. Jane, busca el vestido que he hecho preparar para Cecily y dáselo. Después busca a Willow y su niñera.
Las dos chicas se alejaron mientras Daisy traía la gran caja tallada de las joyas. Skye se mordió los labios, mientras pensaba. Las perlas eran demasiado aburridas y comunes; los diamantes, demasiado brillantes. Lo que necesitaba su vestido era algo de color. Sus dedos pasearon inquietos sobre los collares hasta que encontró lo que buscaba. Sonrió, satisfecha con un collar de turquesas. Cada pulida turquesa oval estaba rodeada de diamantes feroces y perlas casi translúcidas. Buscó los pendientes que hacían juego y dos adornos en forma de mariposas para el cabello.
– Éstos -indicó, entregándoselo a Daisy-. Ahora, los anillos. Una turquesa para la suerte, una perla para la constancia, un zafiro para que haga juego con mis ojos.
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