Daisy rió. Separó las piezas que le entregaba su señora y luego se llevó la caja.
– Tengo un mensaje para vos de parte del capitán Small, milady. Dice que, aunque el río está en calma, sería mejor ir a Greenwich en carruaje. Llueve bastante.
– Muy bien, Daisy. Ah, aquí está mi amorcito -exclamó Skye contenta cuando se abrió la puerta del dormitorio y entraron Willow y su niñera.
– ¡Mamá! ¡Mamá! -gritó la niña, y corrió a los brazos abiertos de Skye-. ¡Olor bonito! ¡A Willow gusta mucho! -dijo, y hundió la carita en el cuello de su madre.
Skye la levantó en brazos y la apoyó sobre la falda.
– Hoy tengo un regalo para ti, amor -le dijo-. Vamos a tener un papá en casa. ¿Te gustaría, Willow?
– ¡No! -dijo la pequeña con firmeza-. ¡No quiero un papá! ¡Quiero al tío Robbie!
Skye rió entre dientes.
– Así que él es el que se ha ganado tu corazón, ¿eh, cariño? Tienes buen gusto. Pero pronto querrás también a tu nuevo papá y él te querrá mucho a ti.
Willow hizo un puchero, impaciente, como para expresar su desacuerdo con la situación.
Las pestañas gruesas y negras que rodeaban sus ojos dorados, ojos como los de su padre, bajaron hasta tocar las mejillas rosadas y después volvieron a subir en un gesto de coqueteo tan adulto que Skye perdió la respiración con la sorpresa.
– ¿Mi nuevo papá me dará regalos? -preguntó la niña con timidez.
– Sí, claro, interesada -replicó su madre, divertida.
– ¿Qué me va a traer? -La pregunta era imperiosa.
– No lo sé, cariño. Tal vez un vestido nuevo, o un collar, o una cesta de caramelos.
– Tal vez me gusta ese papá nuevo -dijo Willow, pensativa-. ¿A ti te gusta, mamá?
Skye rió.
– Sí, cariño, me gusta mucho. Ahora dale un beso a mamá y ve a jugar con Maudie. Si eres buena, te traeré algo del palacio de Greenwich.
Willow besó a su madre y se fue trotando, contenta, detrás de su niñera. Skye terminó de comer y, en ese momento, el reloj de la repisa del hogar dio las once y media.
– ¡Dios! Tenéis que partir a mediodía si queréis estar en Greenwich a tiempo -exclamó Daisy-. Jane, tú y Hawise, traed la ropa de la señora. -Le alcanzó a Skye un par de medias color crema tejidas tan finas que parecían telas de araña. Skye se las puso con cuidado. Con la cara llena de alegría, Daisy le alcanzó las ligas con rosetas de puntilla con una perlita natural en el centro. La ropa interior de Skye era de seda pura. Con un pequeño corsé, su cintura parecía todavía más fina. El miriñaque estaba modificado, porque a Skye le molestaba parecerse a un barco con las velas extendidas. Antes de ponérselo, le pidió a Daisy que la peinara.
Daisy le cepilló el cabello, lo partió en el centro y se lo subió sobre las orejas. Formó luego un elegante y gracioso moño sobre la nuca de Skye. Aseguró los adornos en forma de mariposa, uno delante y otro a un lado. Para terminar, colocó dos perfectas y frescas rosas sobre el moño.
Skye se sentó y se miró al espejo. Contempló a una mujer sin defectos. «¿Ésa soy yo?», pensó. Y por primera vez en muchos meses se preguntó quién era en realidad. Quién había sido antes de que la encontrara Khalid el Bey. De pronto, sintió que deseaba con desesperación conocer su identidad.
– Señora -le dijo Daisy-. Tenemos que apurarnos.
Skye asintió y se puso en pie. Se colocó el miriñaque y luego el vestido. Jane y Hawise se lo fijaron sobre las otras prendas sin dejar de charlar. Skye se alisó la falsa y se miró al espejo. Una sonrisa le iluminó los rasgos. Estaba satisfecha. Parecía realmente la condesa de Lynmouth, de arriba abajo. Geoffrey tendría todas las razones del mundo para estar orgulloso de ella.
– Oh, milady -jadeó Daisy, reverente-. ¡Estáis hermosa!
– Gracias, Daisy. Y ahora, mi capa para que la lluvia no me arruine el vestido.
Le colocaron una capa de terciopelo azul oscuro sobre los hombros y bajó por la escalera hasta la planta baja. Robbie y Cecily la esperaban allí y ella les hizo una reverencia.
– ¡Qué magníficos os veo hoy! -exclamó, y era cierto. Nunca los había visto mejor.
El vestido de Cecily era de seda negra con una falda inferior de tela de plata y puntillas blancas en el cuello y las muñecas. Se había puesto un gorro de seda negra almidonada que terminaba en puntillas blancas sobre el cabello blanco. Y sobre el amplio pecho lucía una cadena de plata con un colgante en forma de corazón cortada sobre una turquesa. Sus ojos azul claro brillaban de placer.
– Mi querida Skye, ¿cómo puedo agradecerte el vestido? ¡Y una capa de armiño! Me desesperaba la idea de ir a Greenwich y no tener qué ponerme. Sobre todo con tan poco tiempo.
A Skye le complació ver la alegría de su amiga.
– Lo había preparado para tu cumpleaños -confesó-. Ahora tendré que buscar otro regalo.
– ¡Mi querida niña! Esto es más que suficiente y no tiene ninguna importancia que me lo hayas entregado un poco antes de tiempo. Es la más indicada de las ocasiones para usar un vestido como éste.
– Pero te conseguiré otra cosa para tu cumpleaños, te lo aseguro -juró Skye.
– ¿Y no hay nada para mí, muchacha, ni una palabra? -se quejó el pequeño capitán.
– Vamos Robbie, si tú sabes que eres el más guapo de todos -bromeó Skye.
– Mmmm -gruñó Robbie, pero sonreía ligeramente con la comisura de los labios y se enderezó sin darse cuenta. Skye no lo había visto tan elegante desde la noche que lo conoció. Como su hermana, usaba ropa negra, pero no de seda, sino de terciopelo; el jubón bordado con hilo de oro, aguamarinas, perlas y rubíes. Llevaba una espada con el mango de oro filigranado y un gran rubí incrustado.
– Vamos, muchacha -dijo al oír el carruaje que se detenía frente a la casa.
Cuando abrieron la puerta principal, el viento hizo volar las enloquecidas capas alrededor de los tres y la lluvia entró en la casa, mojando el suelo de mármol. Sin decir ni una palabra, el más alto de los sirvientes tomó a Skye en sus brazos y la llevó a través de la tempestad hasta la seguridad del carruaje. Una Cecily enrojecida y una sonrojada Daisy hicieron el trayecto de idéntica manera. Robert Small llegó por sus propios medios.
El viaje a Greenwich fue relativamente fácil, porque las calles y los caminos estaban vacíos debido a la fuerza de la tormenta. La lluvia golpeaba contra el coche pintado de brillantes colores y convertía las ventanillas en sábanas blancas. Era imposible ver nada. Skye sintió lástima por su cochero, allá arriba, en el pescante, envuelto en varias capas para intentar protegerse del viento. Y todavía estaban peor los sirvientes que viajaban colgados en la parte posterior del carruaje mientras la lluvia los empapaba.
Dentro del coche, Skye se aferraba a la mano de Robert Small. No había tenido miedo cuando Khalid el Bey la desposó, pero ahora sí lo tenía. Y todavía la asustaba más pensar que pronto tendría que decirle a Geoffrey lo del bebé. Podía imaginar la alegría del conde, pero, ¿y si no era un varón? ¿Intentaría desterrarla, como había hecho con la pobre Mary Bowen? Sintió que se le ponía rígida la espalda. Ella nunca permitiría que nadie la tratara de ese modo. Y si el conde lo intentaba, apelaría a la reina.
El carruaje se detuvo en Greenwich y las damas entraron en el palacio en brazos de los sirvientes de la reina. El palacio de Greenwich, amado por Enrique VIII, estaba construido sobre el río y era un edificio aparentemente interminable de tres plantas. Un oficial del palacio los escoltó hasta una pequeña habitación junto a la capilla, donde podían descansar y refrescarse y arreglar las marcas del clima sobre la ropa. Daisy despojó a Cecily y a Skye de sus capas. La capucha de la capa había protegido la cabeza de Skye, así que no había mucho que hacer.
Cecily sacó un cuadradito de puntilla de un bolsillo oculto y se lo alcanzó a Skye.
– Para que tengas suerte, querida, y te deseo felicidad, toda la felicidad del mundo -dijo con los ojos llenos de lágrimas, besando a la joven. Después, se esfumó hacia la capilla seguida por Daisy.
Y de pronto, todo empezó a moverse con rapidez. Robbie la llevó a través de la puerta hasta la capilla y luego por el pasillo hasta el altar. La habitación estaba repleta. Skye no conocía a la mayoría de los invitados, pero descubrió a De Grenville, a Lettice Knollys, a la reina y a lord Dudley, que, según se decía, era amante de Su Majestad. Hasta lord y lady Burke estaban allí.
Geoffrey estaba de pie, esperando, frente al altar, resplandeciente en su traje de terciopelo verde cazador. Matthew Parker, el arzobispo de Canterbury, esperaba detrás del conde.
Lentamente, Skye y Robert Small avanzaron por el pasillo. Skye sentía las piernas casi paralizadas. Allá delante, Geoffrey Southwood miraba aprobadoramente su vestido. Los ojos del conde sonreían para darle ánimos. Se detuvieron y Robbie puso la mano de Skye en la de Geoffrey con firmeza. La calidez de la gran mano del conde se transmitió a la palma de Skye. Él le apretó la mano y ella respiró profundamente. Todo iría bien.
El arzobispo recitó las palabras ceremoniales con voz monótona y cuando se arrodillaron, con las cabezas juntas, Geoffrey le murmuró a Skye:
– Coraje, amor mío. -Ella sintió que la recorría una ola de amor por él y la inquietud que había sentido al ver la capilla repleta, iluminada por las velas, pareció desvanecerse con ese sentimiento.
Matthew Parker los declaró marido y mujer y luego, pidiéndoles que se volvieran, los presentó a la congregación. Los dos sonrieron llenos de alegría al mar de rostros que los miraban sonrientes, todos menos uno. ¿Por qué estaría tan furioso lord Burke? Era un hombre extraño, y de todos modos, ¿por qué estaba allí? Skye se volvió e hizo una gran reverencia a la reina Isabel, que iba magníficamente ataviada con un vestido de seda blanca adornado con hilos de oro, diamantes y aguamarinas celestes. Su Majestad habló con gracia:
– Levantaos, milady Southwood, condesa de Lynmouth. Estamos satisfechos de teneros en la corte y os damos la bienvenida de todo corazón.
– ¿Cómo puedo dar las gracias a Su Majestad? Todo esto es demasiado para mí.
– Tal vez podáis mostrar vuestra gratitud, mi querida Skye, siendo una esposa fiel para vuestro lord y pidiéndole consejo sólo a él -replicó la joven reina.
– Lo haré, Majestad -aseguró Skye, y besó fervientemente la mano extendida de Isabel.
– Eso será un golpe terrible para todos los otros galanes de la corte -murmuró lord Dudley en voz baja a Lettice Knollys.
Ella se tragó la risa con mucho esfuerzo.
– Y ahora -exclamó la reina-, vayamos al banquete. ¡Que el conde y la condesa de Lynmouth encabecen la marcha hacia el gran salón!
Skye miró a Geoffrey, alarmada. Él la tomó del brazo y le dijo para tranquilizarla:
– Conozco el camino, amor mío. -Acompañados de los músicos que tocaban la flauta, los tambores y los laúdes, los dos llevaron a la reina y su corte al gran salón del palacio de Greenwich.
Fuera, la lluvia golpeaba con fuerza las altas ventanas adornadas, pero dentro, enormes troncos de roble ardían alegremente en las grandes chimeneas. La mesa principal estaba ocupada por la pareja de recién casados, la reina, lord Dudley y el capitán sir Robert Small y su hermana, que habían actuado como padrinos de la huérfana. Los demás cortesanos conocían el lugar que les correspondía, según la costumbre, y se sentaron a la gran mesa en forma de T o en pequeñas mesas colocadas cerca de las paredes.
Los sirvientes colocaron un enorme recipiente de sal sobre la mesa principal. Lo sostenían dos grifos de plata y dos leones de oro y estaba formado por una enorme concha marina de coral llena de sal. Las copas eran de cristal veneciano soplado. Eran de un tenue color rosado y llevaban el escudo de la reina tallado en un fragmento oval de granate. Los comensales de la mesa principal tenían platos de oro. Los demás debían conformarse con plata, y los que estaban más allá del recipiente de sal, con porcelana.
Cuando todos hubieron ocupado sus puestos, empezó el banquete servido por muchos y muy activos sirvientes. El primer plato consistía en boles de ostras crudas, mejillones y otros mariscos hervidos en manteca y aderezados con hierbas; pequeños camarones en vino blanco; salmón cortado en lonchas delgadas sobre un lecho de berro recién cortado; truchas enteras, y grandes hogazas de pan negro y blanco. Luego llegaron los costillares de ternera, ciervos enteros de roja carne, piernas de cordero. Un gran jabalí entero, incluidos los desafiantes colmillos, descansaba sobre una enorme fuente de plata que entró sostenida por cuatro sirvientes. También había cochinillos con manzanas en la boca; pollos en jengibre; grandes jamones rodados; cisnes rellenos de fruta; gansos, pavos y pavitas asados servidos con todo su colorido plumaje; patos rellenos; humeantes pasteles de alondra, paloma, conejo y gorrión. Había cuencos con lechuga, alcauciles, escalonia y rábanos. Los sirvientes mantenían las copas siempre llenas de un borgoña espeso y oscuro.
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