Skye comió poco, porque no le gustaban los banquetes tan abundantes. Algunas ostras, un ala de pollo, un pedazo de cochinillo y un poco de lechuga. Notó con satisfacción que Geoffrey era tan austero como ella y que comía solamente ostras, un poco de carne de ternera y de ganso, un alcaucil y un poco de pan con mantequilla.

El último plato desplegó una profusión de gelatinas desmoldadas, pasteles de fruta, bizcochos con frutas confitadas, fresitas con crema batida, cerezas de Francia, naranjas de España y pedazos de queso Cheshire. También había una gran tarta de bodas glaseada. Para alivio de Skye, la tarta no llevaba las tradicionales figuritas de mazapán del novio y la novia con los órganos genitales y los senos exagerados. En lugar de eso, estaba decorada con un pequeño ramo de rosas blancas y nomeolvides azules, atados con cintas plateadas. Skye supuso que eso era idea de la reina y se inclinó sobre lord Dudley para agradecérselo.

La reina sonrió con tranquilidad.

– Él realmente os ama, Skye. Nunca he visto un amor como ése en mi vida, ni tanta devoción. Ojalá yo tuviera algo así para aliviar el peso de mis muchas responsabilidades.

– ¡Pero seguramente lo tenéis, Majestad! -dijo Skye-. Estoy segura de que hay muchos caballeros que darían su vida por poner sus corazones a vuestros pies.

La reina sonrió de nuevo, esta vez con tristeza. ¡Qué inocente era la nueva condesa de Lynmouth! ¡Qué protegida debió de haber sido su vida antes de su llegada a Inglaterra!

– Hay muchísimos hombres dispuestos a poner sus corazones a mis pies, Skye, pero ninguno de ellos me ama realmente. Lo que quieren es mi corona, o parte de ella. No quieren a Isabel. Una reina que reina por sí misma no puede tener verdaderos amores. Está casada con su país. Y ése es el señor más difícil de servir.

– Oh, Majestad -exclamó Skye con los ojos llenos de lágrimas.

La joven reina limpió una lágrima de la mejilla de la recién casada.

– Pero, milady Southwood, qué corazón tan tierno tenéis. No lloréis por mí. Yo supe cuál era mi destino hace ya mucho tiempo y lo acepté y lo quise. -Después agregó, pensativa-: Creo, mi bondadosa condesa, que os llamaré para que seáis una de mis damas. Un corazón honesto y abierto es algo poco habitual en la corte.

Skye no tardó en descubrir la exactitud de las palabras de la reina. Después de los vasos de vino especiado y los dulces de azúcar quemada que cerraban oficialmente todo banquete, empezó el baile. La novia bailó primero con su esposo, y a continuación con lord Dudley. Después todos los caballeros quisieron bailar con ella. Muchos de ellos hasta le hicieron insinuaciones mientras miraban descaradamente el escote del vestido. Skye estaba impresionada y molesta. La moral del mundo islámico que ella recordaba era bastante estricta. Aquí en Greenwich, por el contrario, todo parecía estar permitido.

En uno de los bailes, Skye se descubrió en brazos de lord Burke. ¿Es que ese hombre no sonreía nunca?

– Mis felicitaciones, señora. Habéis hecho las cosas con mucha inteligencia, según veo.

El tono era de lo más insultante y ella descubrió que, como siempre, ese hombre la irritaba. Lo miró directamente a los ojos y le preguntó:

– ¿Por qué sois tan agresivo conmigo, milord? ¿Os he injuriado de una forma que ignoro? Por favor, decídmelo, milord, y así tal vez pueda corregir lo que tanto os ofende.

Sin decir una sola palabra, él la sacó de la pista de baile y la llevó a una mesa donde ya servían los refrescos. Sus ojos plateados la miraban fijamente sin desviarse ni por un instante. De pronto, le preguntó:

– ¿Habéis oído hablar de los O'Malley de la isla Innisfana en Irlanda, señora?

Ella reflexionó un momento y luego contestó:

– Lo lamento, lord Burke, no. ¿Es importante para vos?

– No -dijo él con rudeza-. No tiene ninguna importancia para mí, señora. -Pero parecía muy perturbado.

«¿Qué le pasa?», se preguntó ella.

En ese momento, apareció Cecily junto a ellos.

– Es hora de que te prepares para la cama, querida. Aquí vienen la señora Lettice y algunas de las damas de la reina para ayudarte.

– Lady Southwood -dijo lord Burke, haciendo una reverencia y tomándole la mano con gesto áspero. Después se dio media vuelta y se alejó.

Skye y sus acompañantes femeninas dejaron el salón sin hacerse notar.

– Su Majestad -le confió Lettice- os ha dado habitaciones en un lugar tranquilo del palacio. Tendréis toda la intimidad que deseéis. ¡Cómo os envidio esta noche! Se dice que Southwood es un amante magnífico.

– ¡Lettice! -la retó otra de las damas de la reina-, si la reina escuchara esa lengua tuya, te enviaría de vuelta al campo.

La hermosa prima pelirroja de la reina movió la cabeza.

– La reina daría su alma por ser la novia esta noche si el novio fuera lord Dudley.

– ¡Lettice! -gritaron varias voces escandalizadas-. Eso es traición.

Pero la señora Knollys rió.

– Ya llegamos, Skye -anunció ante una puerta.

Los guardias abrieron la puerta para las damas y ellas entraron charlando en un dormitorio espléndidamente amueblado donde Daisy esperaba a su señora junto con dos sirvientas de palacio.

La gran cama de roble tenía postes muy ornamentados que sostenían colgaduras de terciopelo rosado. A la izquierda, había ventanas que daban al río barrido por la lluvia. A la derecha, una chimenea que desprendía el calor suficiente para desvanecer la humedad de la habitación.

Daisy y sus dos ayudantes se pusieron a trabajar inmediatamente, desvistiendo a la novia. Con sólo la blusa y una enagua, Skye se bañó en agua de rosas en una tina de plata. Después, le soltaron el cabello y se lo cepillaron hasta que brilló con fuerza. Sus reflejos negro azulados eran la envidia de las mujeres de la habitación. Después, Daisy le alcanzó el camisón, las dos sirvientas acabaron de desvestirla y Daisy le deslizó la ropa de noche sobre el cuerpo. Las damas de la reina silbaron de asombro y envidia porque el camisón caía sobre el cuerpo de Skye como si lo hubieran pintado directamente sobre ella. Era de pura seda blanca y el corsé formaba una V muy profunda; tenía las mangas como alas de mariposa y la falda plegada en dobleces diminutos.

– ¡Dios mío! -Lettice Knollys dijo lo que pensaban todas-. Este camisón no abrigará vuestro cuerpo durante mucho rato, Skye.

– ¿Y os parece que lo dejará entero? -murmuró otra de las mujeres. Las demás rieron.

Skye se sonrojó y después rió, nerviosa.

– Se dice que es una copia exacta de uno que usó la amante del Papa.

– Rápido -dijo una de las mujeres-. Ahí están. Los oigo.

La ayudaron a subir a la cama, le acomodaron los grandes almohadones de pluma detrás de la espalda y le alisaron el raso de la colcha. Ella se sentía como una tonta, el centro de atención en lo que debería haber sido un momento íntimo. Recordaba la forma en que ella y Khalid el Bey se habían escapado de los guardias la noche de bodas, para cabalgar a la luz de la luna hasta el quiosco junto al mar. Pero ahora no estaba en Argel, estaba en Inglaterra. Y quien la esperaba con tanta ansiedad no era Khalid el Bey sino Geoffrey Southwood.

La puerta se abrió bruscamente y entró un grupo de hombres y mujeres risueños. Empujaron a Geoffrey Southwood hacia delante. Tenía el pecho desnudo.

– Os lo hemos desnudado en parte, señora -dijo lord Dudley con sonrisa de borracho. Tenía el brazo alrededor del cuerpo de la reina como si fuera su dueño. Isabel estaba sonrojada y muy hermosa.

– Yo mismo terminaré de hacerlo -dijo lord Southwood con firmeza-. Os doy las buenas noches, de parte de la condesa y de la mía también.

– Vámonos -dijo la reina, mirando con simpatía a los recién casados-. Todavía no me he cansado de bailar.

Los cortesanos y los sirvientes salieron de la habitación y el conde cerró la puerta y pasó el cerrojo casi con rabia. Sin palabras, se quitó el resto de la ropa y apagó las velas. La luz del fuego jugaba sobre su figura y su cabello dorado. Se volvió y le tendió la mano a Skye.

– Ven conmigo, cariño.

Ella bajó de la cama y caminó hacia él. Una sonrisa iluminó la cara del conde. Estaba comprobando el efecto completo del camisón sobre el bello cuerpo de su esposa y sonrió todavía más al terminar su examen. Los pequeños pliegues de la falda se ondularon mostrando las largas piernas de Skye, y cuando ella se puso de pie frente a él, le puso las manos en el cuello del camisón y se lo quitó, rasgándolo. Ella le puso los brazos alrededor del cuello, riendo, y él sintió que la pasión lo inflamaba. Le tomó la cara entre las manos y besó sus labios entreabiertos.

– Te amo, Skye -murmuró con voz ronca.

– Y yo te amo a ti, milord -le contestó ella con los ojos azules llenos de brillo.

Las manos de él se deslizaron lentamente desde los hombros perfectos de Skye hacia la espalda suave, tensa, larga hasta tocar las redondas nalgas.

– Te he extrañado tanto -suspiró, inclinando la cabeza para capturar un pezón erecto entre los cálidos labios. La burlona lengua trazó círculos alrededor del pezón hasta que sintió que Skye se estremecía. Luego la sentó sobre sus rodillas y su lengua descendió a lo largo del cuerpo ancho, trazando dibujos con una lentitud enloquecedora hasta que, finalmente, llegó al centro de la mujer. Ella gimió.

– ¡Por favor!

Él levantó la cabeza y la miró.

– ¿Por favor qué, Skye?

– ¡Por favor! -repitió ella, se alejó de él y se arrojó sobre la cama. Él rió en voz baja y se unió a ella.

– ¿Me deseas, mi ardiente esposa? -bromeó-. No, Skye, no vuelvas la vista para no verme. Quiero contemplar tu hermosa cara cuando te tome. Oh, amor mío, no hay nada malo en desear. ¡Dilo, amor mío! ¡Dilo! ¡Dilo!

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! -dijo ella casi sollozando, y él la llenó, cada vez, más excitado al mirar esos hermosos ojos que le decían cosas que ella no se atrevía a decir en voz alta. El conde fue enormemente dulce con ella y esa dulzura la excitó todavía más. Las pasiones de ambos se elevaron al mismo tiempo y estallaron una dentro de la otra.

Luego, yacieron juntos, exhaustos, y él la tomó entre sus brazos, acariciándole el suave cabello, el tembloroso cuerpo.

– Oh, amor mío -murmuró en voz baja-, ahora ya hemos sellado oficialmente el pacto que hemos firmado ante el arzobispo. Te amo, Skye. Y siempre te haré feliz. ¡Lo juro!

Ella se volvió entre sus brazos para mirarlo y dijo con tranquilidad:

– Llevo un hijo tuyo en mi seno.

– Gracias, amor mío -le contestó él. Extrañada por la ausencia de sorpresa, Skye comprendió que él seguramente había adivinado su secreto.

– Geoffrey, ¿lo sabías? ¿Por eso me pediste que me casara contigo? -Él veía el dolor subiendo a los ojos color zafiro-. ¡No soy una yegua! ¡No estoy dispuesta a tolerar que me utilices para concebir herederos!

– No lo supe hasta mucho después de pedírtelo -dijo él con rapidez.

– Robbie te lo dijo -le acusó ella-. ¡Al diablo con él! ¡Parece una vieja cotilla!

– Sí, él me lo dijo, Skye. Yo estaba a punto de estrangularte o de pegarte hasta dejarte llena de moratones. Eres la bruja más empecinada y caprichosa que haya conocido, Skye Southwood. El niño que llevas en tu seno es tuyo, sí, pero también es mío, y lo quiero. No tienes derecho a negármelo simplemente porque tu orgullo tiembla al pensar que pueda amarlo más de lo que te quiero a ti. Claro que pienso querer al niño, pero nunca amaré a nadie ni a nada como te amo a ti, Skye. No me importa lo que tuve que hacer para que te casaras conmigo. Lo haría de nuevo, te lo aseguro.

Ella estaba atónita por la intensidad que había en esa voz masculina. No encontraba palabras para responder. Lo oyó empezar a reír lentamente y la risa, que primero era ahogada, creció hasta convertirse en carcajada y retumbar en la habitación.

– ¡Ah! -dijo el conde-. Así que por fin te he dejado muda, orgullosa y charlatana mujercita irlandesa. Tal vez ahora admitas que soy tu dueño. Seguramente nadie te había dejado muda antes que yo.

La réplica furiosa que se estaba formando en Skye se desvaneció al ver esos ojos verdes como limas que la miraban con ternura y cariño.

– Tengo un temperamento terrible, es cierto -admitió ella en voz baja.

– Sí -aseguró él con gravedad-. Es cierto.

– No me gustan las injusticias. De ningún tipo.

– Ni a mí, amor mío. Pero no vivimos en un mundo perfecto, y eso supongo que lo sabes. Y no hay seres humanos perfectos en el mundo.

– No pienso dejar que me manipulen, Geoffrey. Siempre he sido dueña de mi vida.

– ¿Fuiste tan independiente con Khalid el Bey, amor mío? No puedo imaginar a la esposa de un caballero moro con tanta libertad.

«Qué extraña conversación para una noche de bodas -pensó ella-. Desnuda en brazos de mi segundo esposo hablando sobre el primero.»