– Khalid -dijo ella con solemnidad- respetaba mucho mi inteligencia. Él y su secretario me enseñaron a manejar los negocios y las inversiones. Khalid decía en broma que si le sucedía algo, yo sorprendería a todos, porque sabría manejar sus intereses con habilidad.

Geoffrey Southwood pensó en lo que acababa de decirle su esposa. Desde su encuentro con Skye, había investigado con sumo cuidado la reputación de Khalid el Bey. No había sido fácil, porque la distancia entre Argel e Inglaterra era demasiado grande, pero había sentido curiosidad por ese hombre notorio que había comprado a una mujer extraviada y después había perdido el corazón por ella. Lo que logró averiguar lo había sorprendido enormemente. A pesar de la naturaleza de sus negocios, era evidente que en Argel se le consideraba un caballero y se hablaba de su honestidad, de su naturaleza caritativa y de su encanto.

Era una situación difícil para Geoffrey Southwood. Nunca le había importado que la mujer que amaba en un momento dado tuviera otros hombres, pero con Skye era diferente. Y ella era su esposa. ¿Estaría comparándolo con Khalid? Eso lo asustaba; la apretó contra su cuerpo con todas sus fuerzas.

– ¡Geoffrey!

Él la besó apasionadamente dejando una huella sobre el cuello de cisne y los senos.

– ¿Me comparas con Khalid el Bey, Skye? -le preguntó casi con ferocidad.

Ella comprendió inmediatamente. Él nunca había estado seguro del amor de una mujer. El corazón de Skye se volcó sobre el del conde.

– Oh, Geoffrey -dijo con suavidad, envolviéndolo con sus brazos-. No hay comparación posible. Khalid era Khalid y tú eres tú. A él lo amé por lo que era y a ti por lo que tú eres. -Levantó la cabeza y le besó la boca con dulzura-. Te amo, mi señor Southwood, pero a veces te portas como un idiota.

Y él se sentía verdaderamente idiota.

– ¿Es así como queréis pasar la noche de bodas, milord? -le preguntó, bromeando-. Ahora que ya hemos hablado de mi primer esposo, tal vez quieras discutir sobre las muchas damas que han hecho famoso tu lecho, ¿o no?

– Señora -gruñó él, tratando de retener lo que le quedaba de dignidad, y entonces oyó que ella reía disimuladamente-. Ah, bruja, -dijo, y rió-, ¿te parece que alguien nos creería si le contáramos de qué hablamos en la noche de bodas? -Después le cubrió la cara de besos y ella suspiró, contenta. Él volvió a reír.

– No voy a poder esconder mi estado durante mucho tiempo, Geoffrey -dijo Skye, pensativa-, y la reina me ha pedido que me una a sus damas.

– ¿Para cuándo esperas el bebé, amor mío?

– Para otoño, después de la cosecha.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó él, preocupado.

– A veces, por la noche, me siento débil, como si fuera a desmayarme -admitió ella-. Con el olor de la carne asada, por ejemplo; aunque por suerte, esta noche no me he sentido así.

– Quiero ir a Devon apenas pueda -dijo él-. Esconderemos tu estado durante un mes. Después tendrás que marcharte.

– Sería mejor que nos fuéramos dentro de dos o tres meses -propuso ella-: Admitir que estoy en estado avanzado de gestación sólo dos meses después de la boda supondría provocar el enojo de la reina. Es una mujer con una moral de hierro, Geoffrey. Además, será más seguro el viaje si espero dos meses. Podemos evitar ir a la corte durante este tiempo porque Su Majestad no nos negará el derecho a una luna de miel. Y después, cuando volvamos al servicio de la reina, fingiré que me siento mal, que me descompongo. Todos hablarán maravillas de tu virilidad antes de que lo anunciemos. Y entonces, si quieres escoltarme a Devon, la reina te lo permitirá y no ofenderemos a nadie.

– Empiezo a darme cuenta de la razón por la que Khalid el Bey confiaba en tus ideas -admitió el conde de Lynmouth-. Es sorprendente que pueda haber una mente tan lúcida en un cuerpo tan hermoso.

– Supongo que lo que quieres es halagarme, mi señor -dijo ella con sequedad.

– Sí, eso es exactamente lo que quiero. -Y el conde la arrojó sobre la cama y los almohadones de plumas de ganso y le hizo cosquillas hasta que la risa de Skye se escuchó hasta en el lejano salón de baile.

Capítulo 18

Niall Burke estaba hundido en un sillón en la biblioteca de su casa de Londres, mirando cómo nacía la grisácea aurora sobre el oscuro y lluvioso paisaje fluvial. En la chimenea ardía un fuego vivaz y alegre, pero el irlandés lo miraba ceñudo y de mal humor, sin prestar atención a las llamas. En el puño aferraba una copa desde la que se elevaba el perfume del vino tinto especiado. Envolviendo la casa, rugía, ya agonizante, la tormenta que había estallado el día de la boda de lord Southwood.

Una ráfaga golpeó ruidosamente las ventanas y Burke gruñó. La boda de la señora Goya del Fuentes y el conde Lynmouth había sido el infierno para él. Él y Constanza observaron junto al resto de los invitados cómo la más hermosa de las novias que lord Burke hubiera visto en su vida se casaba con un hombre muy apuesto. Había sido una tortura. Porque, en la mente, veía de nuevo la capilla iluminada de la casa de los O'Malley y a una joven novia de ojos agotados y rostro asustado cuya cara estaba más pálida que su vestido blanco. Recordaba cómo había abierto de un golpe las puertas de la capilla un minuto tarde, cómo ella se había desmayado al verlo, cómo él había reclamado el derecho de pernada ante todos los presentes. Y recordaba la forma dulce en que ella se le había rendido.

– ¡Skye! -murmuró con melancolía, y estaba diciendo su nombre por primera vez en muchos meses-. ¡Ah, Skye, cómo te amo! -Estaba confundido y la nueva condesa de Lynmouth era la responsable de esa confusión. Era la viva imagen de su Skye. El ardía de deseos por ella, pero sentía vergüenza. Arriba dormía su joven esposa, fiel, dulce y buena, sola en su cama, mientras él se retorcía de angustia aquí abajo, deseando a otra mujer, a una mujer muerta y a la esposa de otro hombre.

«Al diablo con la condesa de Lynmouth -pensó con amargura, buscando la jarra de vino-. Debería estar pensando en un heredero, no en una muerta.» Llevaba dos años casado con Constanza y no había habido señales de ningún niño. Si no hubiera sabido que tenía bastardos desperdigados por todo el condado en Irlanda, se habría preocupado por su fertilidad. Pero, obviamente, la culpa era de Constanza. Él hubiera querido volver a Irlanda con una esposa y un hijo. El MacWilliam estaba envejeciendo y la idea de asegurar la herencia le hubiera entusiasmado.

Se habían quedado en Mallorca durante muchos meses después de la boda y luego habían realizado un largo viaje de bodas a través del Mediterráneo español hacia Provenza, en Francia, y luego a París. Habían pasado el invierno en París, una época feliz, llena de risas, en la que él había enseñado a su esposa las artes del amor y ella había probado que era una discípula disciplinada y entusiasta. A veces, Niall se preguntaba si su entusiasmo no era excesivo. Si no hubiera estado seguro de su virginidad, habría tenido dudas sobre el carácter de Constanza, porque su entusiasmo era realmente sorprendente. Y cuando lo pensaba, maldecía su estupidez. ¿Cuántos hombres tenían que hacer el amor a mujeres quejosas, llenas de resistencia, que se quedaban quietas como estatuas, odiando lo que les hacían? Constanza disfrutaba del amor y eso tendría que haberlo dejado más que satisfecho.

Ahora subiría a buscarla. Se deslizaría en el dormitorio y ella estaría cálida y fragante en su sueño. Él la besaría para despertarla y después la tomaría despacio, saboreando la pasión. Ella gemiría de placer y le arañaría la espalda. Hizo un gesto para levantarse, pero se mareó y se dejó caer de nuevo en el sillón. La habitación parecía demasiado caliente. Tomó otro traguito de vino y, de pronto, se sintió muy cansado. Se le cerraron los ojos, la copa cayó de su mano, volcándose sobre la alfombra, y un pequeño ronquido salió de su boca abierta. Niall Burke dormía el sueño de los borrachos.

Unos minutos después, se abrió la puerta de la biblioteca y Constanza Burke y Ana entraron sigilosamente. Una expresión de disgusto cruzó la cara de la joven lady Burke y sus ojos casi púrpura se entrecerraron de rabia.

– Está borracho de nuevo -ladró. Sabía que su esposo había estado bebiendo toda la noche-. Por Dios, Ana, ¿qué clase de hombre es?

– Está triste, niña. Tal vez sea porque no tiene un hijo.

– Pero ¿acaso puede darme uno en estas condiciones? -gruñó Constanza. Después, su voz se calmó-. Ana, búscame la capa.

– ¡Niña! ¡No, por favor, otra vez no!

– Ana, me arden las entrañas. Tengo que hacerlo, tengo que hacerlo o me moriré ahora mismo.

– Yo os calmaré eso, niña.

– No es suficiente, Ana. ¡Necesito un hombre! ¡Lo necesito! Si no quieres buscarme la capa, saldré tal como estoy y mi vestido blanco será como una linterna para los ojos de los que estén despiertos en el vecindario.

Con un sollozo, Ana fue a buscar la gran capa negra que envolvía por completo el cuerpo de su ama. Constanza cruzó la habitación y se quedó mirando a su esposo. ¿Por qué se habría emborrachado de esa forma? Esta costumbre la había adquirido hacía muy poco. Cuando llegaron a Londres, todo iba bien entre ellos, pero en los últimos meses las cosas habían cambiado, de pronto, sin razón aparente. Ahora Niall solía emborracharse hasta caer desvanecido. Tal vez sin esa reacción, ella no habría cambiado, pensó, pero sabía que no era cierto.


El asunto había empezado de forma confusa. Una noche, en un exceso de pasión, él la había tomado cuatro veces. Pero cuando finalmente se quedó dormido, agotado y contento, ella seguía despierta y llena de deseos. No era que él no la hubiera satisfecho, claro que Niall la satisfacía, cada una de esas veces había sido mejor que la anterior. Pero de pronto, no fue suficiente. Y no volvió a serlo nunca más, y ella estaba cada vez más alterada, víctima de ese deseo constante.

Luego, un día, mientras el jefe de caballerizas la ayudaba a montar su yegua, una mano se le deslizó por la pierna de la señora un poco más arriba de lo debido. Ella no dijo nada y la mano continuó subiendo más hasta acariciarle ese lugar suave y húmedo que hay entre los muslos y la llevó a un clímax delicioso y rápido. Después, la mano se retiró y Constanza salió de los establos sin decir palabra, con el caballerizo de rostro petrificado cabalgando junto a ella.

Cuando volvieron una hora después, él la cogió para ayudarla a desmontar y la llevó al oscuro establo. Constanza se había vuelto medio loca con la fricción de la montura y el movimiento del caballo contra su cuerpo ya inflamado de deseo. No se resistió cuando su sirviente le levantó las faldas hasta la cintura y la miró durante un momento.

– Así que es verdad -dijo, pensativo.

– ¿Qué?

– Las damas se afeitan el vello del sexo -le contestó él. Después, se abalanzó sobre ella. Se llamaba Harry. No era especialmente hábil, pero sí vigoroso, y bombeó sobre ella hasta satisfacerla dos veces.

Después, ella se sintió culpable, pero como sus ansias eran mucho más grandes que su sentimiento de culpa, los encuentros con Harry se convirtieron en parte regular de su vida. En la corte, también trataron de seducirla varios machos jóvenes, pero ella sabía por instinto que era preferible tener cuidado.

Un tiempo después perdió parte de esta prudencia y aceptó a lord Basingstoke, un caballero bastante entrado en años que parecía contento con la idea de haber seducido a una joven inocente. Pero dos amantes tampoco eran bastante para Constanza. Su deseo era una enfermedad que no podía dominar y que pronto dejó de asombrarla. Sin embargo, tenía mucho cuidado y tomaba todas las precauciones posibles para que nadie supiera lo que le sucedía. No era una mujer malvada y amaba a su esposo. Pero no podía ni quería detenerse.


Esa noche, mientras miraba a su esposo dormido, no oyó volver a Ana. Levantó la vista solamente cuando la capa de terciopelo cayó sobre sus hombros.

– ¿Y milord? -preguntó Ana.

– Déjalo -ordenó ella en voz muy baja-. Duerme profundamente y, de todos modos, no tardaré mucho.

– Niña, por favor, os ruego…

– Ana, no puedo evitarlo. -Y Constanza Burke salió de la biblioteca y de la casa a través de una puerta lateral usada muy poco. En la pálida luz de la mañana que empezaba caminó hasta los establos y la habitación donde dormía Harry. Abrió la puerta con aire de propietaria y miró dentro. Vio a Harry, desnudo, durmiendo con una también desnuda Polly, una de las ayudantes de la cocina. Durante unos momentos los miró, simplemente. Luego Polly abrió los ojos y la vio, horrorizada. Constanza sonrió y puso un dedo sobre sus labios. Se quitó la capa, se sacó el camisón blanco y se acostó, desnuda, al otro lado de Harry.