Polly estaba quieta y rígida junto al muchacho. De pronto, la cara de la señora estuvo frente a ella, mirándola a los ojos asustados.
– Chúpaselo -le ordenó Constanza-. Entre las dos, lo volveremos loco. Entonces sí que será un toro.
Polly se apresuró a obedecer. Ya no estaba asustada. Y mientras cumplía con su parte, la pequeña lengua de Constanza entraba y salía de la oreja de Harry. El hombre dormido se movió. Polly trabajaba con fervor y Constanza le besuqueaba el oído. Harry gruñó, mientras se le llenaban los pulmones de deseo, y abrió los ojos, sorprendido por el espectáculo que lo rodeaba. Su enorme miembro creció inmediatamente y Polly ya no pudo seguir con su trabajo. El muchacho la atrajo hacia sí brutalmente y la montó con ferocidad. Constanza miraba, mientras sus inquietos dedos jugueteaban con su propio cuerpo, hasta que de pronto, sintió los ojos de Harry sobre ella y lo miró con la misma expresión lasciva en el rostro.
Él todavía no se había dejado ir, aunque Polly yacía jadeando su deseo bajo su cuerpo. El muchacho dejó a Polly y empujó a Constanza bajo su cuerpo y movió su sexo contra el de ella, bromeando. Constanza gimió y se arqueó hacia arriba. Pero él se negaba todavía. En lugar de eso, con un refinamiento que dejó atónita a la señora, se frotaba contra su cuerpo hasta que ella le rogó que la tomara. Con un guiño a Polly, Harry se introdujo en Constanza y se movió de arriba abajo hasta que, finalmente, le arrancó una serie de gritos.
Después, cuando los tres yacían uno junto al otro, Polly se atrevió a decir con timidez.
– Mi amiga Claire nunca lo creería, y eso que es una alcahueta muy popular que posee su propio burdel. Si vos no fuerais la señora, os pondría en contacto con ella. Podría hacer maravillas con una muchacha como vos.
Harry se rió de esa idea absurda, pero más tarde, al volver a su propio lecho, Constanza pensó de nuevo en esas palabras. Tal vez ésa era la respuesta a todos sus problemas. Cuando la dominara el deseo, pediría escaparse al burdel y saciar sus ansias. Podía usar una máscara y eso agregaría misterio a su actuación en el prostíbulo. De pronto, el horror de lo que estaba pensando la dominó y se levantó de la cama para arrodillarse en su reclinatorio.
– Santa Madre -rezó con fervor-, no me dejes caer en esta tentación horrible. Limpia mi mente de estos pensamientos. ¡Te lo ruego!
Después, sus ojos cayeron sobre el libro forrado en cuero que yacía sobre su mesa de noche, junto a la cama. Se lo había regalado su amante, lord Basingstoke, que se lo había comprado a un capitán portugués que lo había conseguido en la India. Contenía abundantes páginas ilustradas a color que mostraban animales, hombres y mujeres enredados en una variedad casi infinita de actos sexuales, desde el más prístino hasta el más pervertido. Fascinada como siempre que lo cogía, Constanza pasó las páginas con creciente excitación. Su respiración se hizo entrecortada y, a pesar de que lo acababa de hacer, sintió que su necesidad crecía de nuevo.
Llamó a Ana y le ordenó que le preparara un baño. Le pidió también que tuviera lista su ropa de montar. Para cuando llegó a los establos, el fuego de su deseo había crecido otra vez. Se quedó quieta mientras Harry ensillaba los caballos. Pero la impaciencia con que golpeaba con la fusta sobre las botas, fue para Harry un claro signo de que la pasión de la señora volvía a excitarse. Suspiró. Los fuegos de esa mujer eran insaciables, a pesar de lo mucho que él intentaba apagarlos. Nunca antes se había encontrado con una mujer como ésa, nunca había conocido a nadie a quien no pudiera satisfacer. La señora era muy extraña.
Cabalgaron tranquilamente desde la casa hasta el camino del río y luego hasta un bosquecillo apartado en el que ataron los caballos. Él la tomó sobre el musgo, en el suelo, y se excitó mucho con las palabras soeces que ella le murmuraba al oído. Como siempre, lo asombró la capacidad de esa dama con cara de madonna para la lujuria más desbordada. Más tarde, cuando regresaban a caballo, ella le dijo con voz clara, con un ligero acento:
– Quiero conocer a la amiga de Polly, a Claire.
– ¡Mujer, estáis loca! -exclamó él-. Me sorprende que vuestro esposo no haya descubierto que le ponéis los cuernos conmigo y con lord Basingstoke. ¿Acaso queréis que os descubran?
– Yo me ocuparé de Niall. Quiero conocer a esa puta. Si no quieres arreglarlo tú con Polly, lo haré yo misma.
– Si tener cien espadas en vuestra vaina puede ayudaros, hablaré con Polly. Estáis enferma. Lo sé. En mi aldea, en Hereford, había una como vos. Nunca tenía bastante.
– ¿Y qué le pasó, Harry?
– Murió de viruela -dijo él-, ¿qué esperabais?
Unos días después, mientras Niall Burke cazaba con unos amigos en Hampshire durante una semana, Constanza y Harry cabalgaron hasta Londres. Ella esperaba que la llevara a un barrio oscuro y enlodado, así que se sorprendió y se alegró cuando él se detuvo frente a una casita bien cuidada sobre el Puente de Londres.
La casa estaba pintada de blanco y adornada con madera, y los tres pisos que la formaban eran progresivamente más estrechos, así que parecía algo así como una tarta. Un lado de la casa daba a la calle, porque el puente mismo era una calle en realidad, y el otro lado daba hacia el tránsito del río. Esa disposición era una fuente de delicias constantes para los barqueros que siempre se deslizaban por debajo bromeando con las mujeres que se sentaban en las tardes bochornosas del verano agitando sus abanicos desde los alféizares de las ventanas.
– Os esperaré -dijo Harry, ayudándola a desmontar.
Ella se levantó la capucha de la capa y golpeó la puerta, que se abrió inmediatamente. Constanza entró con rapidez y siguió a la niña que le había abierto a través de un pequeño vestíbulo hasta una habitación soleada cuya gran ventana daba al río.
Allí la esperaba una rubia muy atractiva de ojos azules y cuando la niña que la había guiado salió de la habitación, la mujer habló con voz ronca.
– Buenas tardes, milady. Soy Claire. Polly me dijo que deseabais verme. Ahora que me tenéis delante, ¿en qué puedo serviros?
Constanza sintió de pronto que la timidez la dominaba y se volvió, murmurando:
– Creo que he cometido un error al venir aquí.
Claire rió.
– No, querida. Polly me ha contado todo lo que sabe de vos. Tenéis una picazón que necesita que la rasquen continuamente y queréis venir aquí de vez en cuando. Por favor, no os sintáis avergonzada. Me encantaría teneros conmigo. Estaréis siempre enmascarada y nadie sabrá nada sobre vuestra verdadera identidad. ¿Os parece bien, querida?
– Ni siquiera sabéis si desnuda soy hermosa -dijo Constanza-, ¿cómo podéis estar segura de que seré un éxito?
– Querida mía -fue la devastadora respuesta-; si les dais a los caballeros una buena montada, no les importa que seáis fea como un ganso, os lo aseguro. Nadie verá vuestro rostro, recordadlo. Tengo media docena de niñas hermosas para los que quieren belleza.
– ¿Y el dinero? -preguntó Constanza.
– Dividiremos lo que ganéis a medias -fue la respuesta.
– ¡No! No quiero nada. Dios, ¿cómo he podido venir aquí?
Claire rió y puso un brazo amistoso sobre los hombros de Constanza.
– No os asustéis, pequeña. Ser una puta cuesta un poco al principio, hay que acostumbrarse, pero lo haréis espléndidamente. -La sentó en una silla y le ofreció una copita de licor para reconfortarla. Después se sentó frente a ella-. ¿Creéis que yo nací prostituta? Mi madre era noble y tenía tierras, pero me escapé con mi primo y cuando él me llenó el vientre, me dejó. Yo no podía volver a casa, así que ¿de qué otra forma hubiera sobrevivido?
– ¿Tuvisteis un bebé?
– No -rió Claire-. No era tan inocente. Sabía cómo librarme de esas molestias.
Constanza sintió que se le revolvió el estómago y tragó saliva. Claire siguió adelante sin reparar en el efecto de sus palabras en su invitada.
– La máscara misma será muy atractiva para los clientes, pero me gustaría que tuvierais una especialidad que os hiciera especial. Una máscara no me parece suficiente.
Constanza miró a su anfitriona. Ya no tenía miedo. La sorprendía darse cuenta de que Claire era una mujer de negocios. La bebida estaba empezando a funcionar y Constanza tuvo una idea. Una idea excitante y malvada.
– Tengo un libro -dijo.
– ¿Un libro?
– Un libro de Oriente, lleno de hermosas ilustraciones con hombres y mujeres y animales practicando todo tipo de actos sexuales. ¿Qué os parece si le ofrezco a los clientes la oportunidad de elegir una página y ponerla en práctica?
Los ojos azul claro de ella se abrieron de asombro.
– ¡Por las barbas de Cristo! Tenéis una mente muy rápida para esto, querida mía. ¡Perfecto, perfecto! Pues, ¿cuándo pensáis venir?
– Esta noche -propuso Constanza-. Mi señor se ha ausentado por unos días y la verdad es que ardo de deseos de empezar.
– No te molestes en volver a casa, querida. Envía a tu sirviente a buscar tu libro mientras descansas aquí -ronroneó Claire con más familiaridad. Hizo sonar una campana de plata y le ordenó a la muchacha que acudió-: Lleva a la señora a la habitación rosada.
Constanza siguió a la muchacha sin decir nada. Cuando la puerta se cerró tras ellos, Claire giró en redondo y sonrió llena de alegría.
– ¡Oh, Dom! -dijo con suavidad en voz alta-. Oh, amado hermano, al menos puedo vengarme de Niall Burke por tu muerte. Esa muchachita de piel lechosa es su mujer. ¡Su mujer! Y yo la convertiré en la puta más infame de Londres. Eso y la muerte de la perra de Skye lo destruirá para siempre. -Claire O'Flaherty rió llena de rabia y alegría.
Así que Constanza empezó a trabajar esa misma noche. Pronto, los caballeros de la corte hacían circular historias sobre la Dama del Libro que de vez en cuando recibía a caballeros en casa de Claire, la alcahueta favorita de la nobleza. La Dama del Libro aceptaba llevar a cabo las más deliciosas e innombrables perversiones. Su lujuria no se apagaba nunca. Era obvio que había nacido noble, pero nadie sabía quién era en realidad y las especulaciones sobre su identidad se convirtieron en el deporte favorito de los que frecuentaban la casa de Claire y la corte de Isabel Tudor.
Constanza Burke era feliz con su vida secreta. Tenía a su esposo, a lord Basingstoke y a Harry, el sirviente, y a una multitud de amantes de la nobleza. ¿Quién podría sospechar que lady Burke, inocente y aniñada, era la perversa Dama del Libro?
La suerte la acompañó, porque Niall Burke estaba perdido en su infierno personal de tristes recuerdos y ni siquiera reparaba en ella. Si la condesa de Lynmouth no se hubiera parecido tanto a Skye, nada habría cambiado, pero ahora que la veía con frecuencia, sus heridas sangraban constantemente. El destino estaba gastándole una broma cruel y él reía con amargura y bebía demasiado.
Una tarde, la dama de compañía de su esposa, Ana, entró en la biblioteca y le saludó con una reverencia.
– Mi señor, necesito hablar con vos. -Ana sabía que la suya era una misión delicada. No podía permitir que su amada niña siguiera con su depravada agonía, pero tampoco podía denunciarla ante su esposo. Ana creía que si conseguía que lord Burke saliera de su hundimiento, tal vez milord volvería a ser el amante esposo de otros tiempos. Y tal vez entonces Constanza abandonaría sus aventuras antes de que fuera demasiado tarde.
– Bueno, Ana, dime.
– Mi señor, mi niña no está contenta. Y es porque vos tampoco lo estáis. -La mirada turbia de su señor la hizo dudar, pero reunió todo su coraje y siguió adelante-: La habéis descuidado, milord, y vos sabéis que digo la verdad. ¿Por qué han cambiado las cosas? No creo que hayáis dejado de amarla.
Él suspiró. La vieja era una entrometida, pero hablaba con honestidad, y él lo sabía.
– A veces nosotros los irlandeses tenemos ataques de mal humor, Ana, y Constanza tiene que acostumbrarse. Es una muchachita muy buena, lo sé.
– ¿Por qué no volvéis a Irlanda, mi señor?
– No volveré hasta que no pueda llevarle a mi padre un heredero.
– No hay muchas posibilidades de que lo engendréis si visitáis a vuestra esposa con tan poca frecuencia -le ladró Ana con amargura.
– Por favor, mujer -gritó Niall Burke-. Por el momento estoy de mal humor y tengo que aguantarme hasta que se me pase. Tu señora ha tenido dos años para engendrar un heredero y ni siquiera he visto señales de embarazo, aunque fuera para dar a luz una niña. Ella no se ha quejado de que la descuide, y me parece que últimamente está muy entretenida. ¡Por Dios, si está en casa menos tiempos que yo!
– ¿Y no os preguntáis adónde va?
Los ojos plateados de Niall Burke se entrecerraron de pronto.
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