– ¿Qué estáis insinuando, mujer? -preguntó con tono amenazante.

Una ola de miedo recorrió el cuerpo de Ana y casi la ahogó.

– Nada, mi señor, nada -jadeó, y, de pronto, huyó de la habitación. ¡Dios! Casi había dejado escapar la verdad.

Se reclinó contra la pared y lloró en silencio, lágrimas calientes, saladas, que le ardían en los ojos y se los hinchaban. Ana ya no era joven. Pasar por toda esa angustia de nuevo era evidentemente una condena.

Recordó otro tiempo, dieciocho años atrás, cuando los piratas berberiscos habían secuestrado a la hermosa madre de Constanza y se la habían llevado con ella en el barco. Cuando volvieron a España, después del rescate, Ana había jurado con la mano sobre la Biblia que la virtud de su ama no había sido mancillada. Teniendo en cuenta las circunstancias, esperaba que Dios le perdonara la flagrante mentira. Lady María estaba preñada cuando las raptaron, y si hubiera dicho la verdad en su juramento, habría puesto en tela de juicio la legitimidad de la sangre del hijo que esperaba. Finalmente, la mentira no sirvió de mucho, claro, porque el conde la cuestionó de todos modos. Pero Ana había mentido para proteger a la niña que conocía desde su nacimiento. Como todos los demás secuestrados desaparecieron en los mercados de esclavos de Oriente, no había nadie que pudiera cuestionar sus palabras.

Pero Ana recordaría siempre la aventura con enorme claridad.


Los piratas habían atacado al anochecer, protegidos por la oscuridad, para caer sobre la villa de verano del conde, que se alzaba en una parte remota de la isla. Habían alineado a todos los prisioneros y se habían llevado a los niños, las jovencitas, los jóvenes, las mujeres en edad de ser madres y los hombres saludables y fuertes. A los demás los asesinaron. En el barco, solamente la joven condesa y su dama de compañía recibieron un trato amable y se las alojó bajo llave en una habitación pequeña amueblada con un jergón turco, una mesa baja y algunos almohadones esparcidos por el suelo. Pasaron varias horas de viaje hasta que alguien se molestara en pensar en ellas. Entonces, se abrió la puerta bruscamente y entró el capitán del barco. Los tres hombres que venían con él se adelantaron y le arrancaron la ropa a la joven condesa. Ana trató de esconder a su señora de las miradas libidinosas de los cuatro hombres, pero el capitán le dio un golpe que la sentó en el suelo y la dejó atontada. Atónita, sólo pudo mirar horrorizada cómo el moro, bastante apuesto, miraba de arriba abajo a su señora. Caminó despacio hacia ella, le tocó una nalga y la apretó, puso una mano debajo de un seno, como si quisiera calcular su peso, y mesuró la textura del cabello rubio. Hizo un comentario a sus compañeros en su incomprensible lengua y todos rieron. El capitán se inclinó y arrastró a Ana por el cabello.

– ¿Vuestra ama es virgen? -le preguntó en perfecto español.

– No -jadeó Ana-. Es la esposa de un señor poderoso y muy rico, el gobernador de estas islas. Pagará una fortuna si se la devolvéis sana y salva.

Los hombres rieron, divertidos. El capitán moro dijo:

– Un bajá gordo me pagará mucho más por tenerla en su harén que un esposo de cuello duro por recuperarla. Y como no es virgen, podemos disfrutarla primero nosotros.

Las dos mujeres abrieron los ojos con espanto y Ana aulló:

– ¡No! Os lo ruego, capitán, tomadme a mí, pero a ella respetadla.

– Pero mujer -rió el moro-, ¿pensabais que no íbamos a tomarte a ti también? Ey, Alí, ésta tiene ganas de un poco de amor. ¡Cumple con tu deber!

Lo que siguió fue una pesadilla que Ana nunca olvidaría. La violaron varias veces seguidas, pero eso no tuvo demasiada importancia, porque Ana era campesina y esas cosas eran habituales entre campesinos, a pesar del horror imborrable que dejaban en la mente. Pero su posición en el suelo le dio una visión muy completa de lady María, a la que habían arrojado sobre el jergón. Al principio, la condesa había luchado y aullado mientras el capitán se metía en ella. Pero sus gritos se convirtieron muy pronto en gritos de placer y no de vergüenza cuando el capitán, excitado por su belleza rubia, prolongó el acto cada vez más. Finalmente, el moro no pudo contenerse y se dejó ir en ella, pero luego lo siguieron sus hombres, uno tras otro, del primero al último.

Ana oía con horror cómo María exhortaba a cada uno a prolongar el acto y le rogaba que no se fuera cuando terminaba. El capitán y los tres oficiales dejaron a Ana en paz, porque preferían pasar la noche con la condesa, que era mucho más excitante y bella, y estaba más dispuesta a acompañarlos. Ana no podía creer lo que veía. ¿Qué le había pasado a su niña, convertida de pronto en esa…, esa mujer terrible?

Cuando, después de mucho rato, los cuatro hombres salieron tambaleándose del camarote, Ana se arrastró hasta donde yacía su ama. El cuerpo de la condesa estaba húmedo de sudor y de semen, y sus orejas, azules de cansancio.

Sonrió con dulzura cuando vio a Ana.

– Ah, por el cuerpo de Cristo, mi querida Ana. Nunca me habían amado tan bien desde que dejé Castilla.

– ¡Niña, estáis loca! ¡Llegasteis virgen a vuestra noche de bodas! Yo misma vi la sangre en vuestras sábanas.

María rió con su risa cristalina.

– Sangre de pollo -explicó-. El conde no hubiera sabido reconocer a una virgen aunque la hubiera tenido. En la noche de bodas ardía de deseo por mí y yo fingí timidez y temor. Le llevó dos horas quitarme el camisón. -Rió de nuevo-. Y cuando finalmente dejé que me tomara, aullé y luché y me resistí, y mientras lo hacía, rompí la pequeña bolsa de sangre de pollo que había guardado para la ocasión y fingí que me desmayaba. Pero creo que me excedí. El conde, por desgracia, no es un amante demasiado vigoroso, y desde esa noche me trata con tal delicadeza que yo siento que hago el amor con una pluma. Hace meses que me vuelvo loca de deseo, pero no me atrevo a tener un amante. No hay secretos en Mallorca.

– Querida mía -le rogó Ana-, ¿qué me estáis diciendo? ¿Que no erais pura cuando os casasteis con el conde? ¡No puede ser cierto! Yo misma os cuidé. ¿Cuándo tuvisteis el tiempo necesario para engañarme? ¿Cuándo? Estudiabais, erais devota, cuidabais el jardín, cabalgabais. ¡Todo con absoluta decencia!

– Ana, Ana, qué ingenua eres -le respondió María-. Mis tutores nos dejaron esa hermosa casa. Pagaban las cuentas, pero no venían más que una vez por año. Fui presa fácil de los que se precian de desflorar jóvenes vírgenes.

– ¿Pero quién, niña? ¿Quién?

– Nuestro buen cura, por ejemplo, Ana. Tenía seis años la primera vez que me puse sobre sus rodillas y me pasó la mano bajo el vestido para tocarme el sexo. Once, cuando por fin me arrebató la virginidad en el confesionario. Tú duermes muy profundamente, mi dueña. Después de eso, elegí a mis amantes entre los jardineros, los sirvientes, mi tutor y los gitanos que acampaban en nuestras tierras varias veces al año. Fue la reina de los gitanos la que me dio la idea de la bolsa de sangre de pollo. Necesito hacer el amor, Ana. Lo necesito hasta la desesperación. Casi pierdo la cabeza en estos últimos meses, pero, Dios, ¡qué excelentes amantes son los moros!

La pobre Ana estaba impresionada. Había criado a esa niña desde que era un bebé y creía conocerla bien. Una niña tan pura y dulce, ¿cómo podía estar tan llena de pecado? Santa Madre de Dios, ¿cómo no se había dado cuenta? Y entonces, su amor por María venció a su asco.

– Niña -dijo con calma-, estamos en grave peligro. Estos moros quieren vendernos a un harén. No os gustará estar encerrada, ni compartir a un hombre con cientos de mujeres. Y si tratáis de engañar al dueño de un harén, os torturarán primero y después os matarán.

– No tengas miedo, Ana -llegó la respuesta confiada-. Los moros no me venderán. Harán pagar rescates a mi esposo.

– No sé cómo podéis estar tan segura, niña.

– Llevo un bebé en mi seno, Ana. Le daré un hijo al conde el año que viene. No pueden vender a una mujer embarazada. ¿Te imaginas una hurí con la barriga hinchada? Se lo he dicho al capitán Hamid y le he prometido que, mientras estemos en el barco, los serviré a él y a su tripulación cuantas veces quiera.

– ¡María!

La joven condesa rió.

– No me riñas, mi querida dama. Ellos se cansarán antes que yo. Además, muy pronto estaré demasiado gorda con el bebé. Y cuando nazca, volveré a tener a mi esposo. -Suspiró sin esperanzas.

Así fue como la hermosa condesa aceptó el papel de puta del barco y los hombres acudían a ella a cualquier hora del día o de la noche. Ana observaba, impotente, y rezaba porque pagaran pronto el rescate. Cuando el dinero estuvo en manos de los piratas, las devolvieron a Palma. Ana miró con asombro cómo su ama, pálida y ojerosa como una joven matrona española de sangre noble, se desmayaba en brazos de su esposo. Pronto, bajo los ojos severos del arzobispo de Mallorca y del conde, Ana juró sobre las reliquias que se guardaban en la catedral de Palma que su señora no había sido tocada por los moros durante su cautiverio. La aparente credulidad del conde y del arzobispo se debió en gran parte al respeto que les inspiraba la maternidad.

Pero el conde sospechó. Seguía sospechando incluso cuando seis meses después nació Constanza, un bebé sano y gordo. Ana nunca supo por qué, María no le había dado al conde ni una sola razón para dudar de ella. Le gustaba creer que María había muerto con el corazón roto por la desconfianza del conde. En realidad, había sido por las complicaciones del parto. La mayor de ellas fue una enfermedad venérea. El doctor, acostumbrado a pacientes ricas y finas, no supo descubrirla y el conde creía que la condesa había muerto de vergüenza por haber caído en manos infieles.

Ahora Ana se daba cuenta de que María había sido una criatura malvada que había dejado sus perversas inclinaciones como herencia en el cuerpo y la mente de la inocente Constanza. Y Constanza también estaba manchada. Ana no podía hacer nada al respecto. Tarde o temprano, lord Burke descubriría la doble vida de su esposa, y cuando esto sucediera… Ana tembló y sintió que el terrible presentimiento de un desastre le recorría la espalda.


Las quejas de Ana había despertado a Niall de su actitud taciturna y ensimismada. Se dio cuenta de que no descansaría hasta averiguar la verdad sobre la nueva condesa de Lynmouth. Y solamente había un hombre que pudiera contársela.

La tormenta había postergado la partida de la flota de Robert Small. A pesar de las muchas precauciones, varios barcos estaban dañados y llevaría varias semanas repararlos. El capitán de Devon todavía estaba en Londres y lord Burke fue en su busca. Lo encontró en la Posada Real. Los dos hombres se saludaron y después Niall se sentó frente al capitán y le lanzó directamente:

– Necesito vuestra ayuda para desvelar un misterio, sir.

Robert Small tomó un trago de cerveza y miró con tranquilidad al irlandés. Después replicó:

– Si está en mi mano ayudaros, milord…

– Hace varios años -empezó a explicar Niall-, me enamoré de una joven. Ella ya estaba comprometida y mi padre no la creía de suficiente rango para mí. Se casó con otro hombre y le dio dos hijos varones antes de quedar viuda. Entretanto, mi matrimonio, que había sido una farsa, fue anulado por la Iglesia. Mi padre aceptó que nos casáramos. Ella había probado que era buena madre y que solía dar a luz varones, y, además, era rica. Nos comprometieron formalmente, pero antes de la boda, ella tuvo que hacer un viaje por mar, algo que era muy importante para su familia. Decidí acompañarla.

Robert Small tuvo un extraño presentimiento.

– Casi habíamos llegado a destino cuando nos atacaron los piratas. En los últimos momentos de la batalla, uno de esos diablos se llevó a mi dama.

Robert Small sintió que le corría el sudor por la nuca. Se le revolvió el estómago, que contenía la abundante cena y grandes cantidades de cerveza. Por Dios, ¿adónde quería ir a parar ese hombre?

– ¿Qué deseáis de mí, milord? -le preguntó abruptamente.

– La verdad, capitán. Trajisteis a Inglaterra a una mujer a la que presentasteis como señora Goya del Fuentes, viuda de vuestro socio. Según afirmáis, creció en un convento de Argel. Tal vez yo hubiera aceptado esa historia si se tratara de cualquier otra mujer, pero esta dama es idéntica a mi prometida. ¡Idéntica! Pero cuando le hablé, parecía no tener conocimiento alguno sobre Irlanda o sobre la familia O'Malley. -Niall hizo una pausa-. Cuando asistimos a lord y lady Southwood en su noche de bodas, a lady Southwood se le deslizó el camisón y pude ver un pequeño lunar sobre su seno derecho. La posibilidad de que dos mujeres sean tan semejantes y respondan al mismo nombre es algo que acepto de muy mala gana, capitán, pero que dos mujeres que supuestamente no son parientes tengan el mismo lunar en el mismo lugar del cuerpo me parece imposible. Creo que la condesa de Lynmouth es Skye O'Malley y creo que vos sabéis la verdad. ¿Por qué no quiere reconocernos, ni a mí ni a su pasado?