– ¿La Dama del Libro? -preguntó el conde.

– Ah, Geoff, has estado tan ocupado con tu nueva esposa que te has perdido un fenómeno delicioso. Acaba de aparecer en casa de Claire. Llegó hace unos meses. Dicen que es una dama noble aburrida, pero siempre lleva máscara, así que nadie puede estar seguro. Sus modales son impecables y habla como alguien que nació noble, así que tal vez tengan razón los que lo afirman.

– Tal vez es sólo una buena actriz -sugirió el conde.

– Creo que tiene buena educación. La estructura de su cuerpo y su piel parecen de una dama noble -replicó De Grenville.

– ¿Por qué la llaman la Dama del Libro? -preguntó Niall Burke.

– Ah -jadeó De Grenville-, ahí está lo fascinante. Una puta es una puta, eso lo sabemos, caballeros, pero la Dama del Libro es una artista. Tiene un libro perverso del Lejano Oriente, lleno de las ilustraciones más increíbles, gente haciendo el amor, animales haciendo el amor. Si se quiere, se puede elegir una y ella la pone en práctica con el cliente. Dicen que es una experta consumada y, ciertamente ama su trabajo. Se dice que hubo un concurso entre ella y Claire para comprobar cuál de las dos podía tener relaciones con más hombres durante veinticuatro horas. ¡Vamos, Robbie! ¡Lo vamos a pasar de maravilla esta noche! ¡Southwood! ¡Burke! ¿Venís?

– No, Dickon, no. No necesito buscar entretenimiento en otra parte ahora que estoy casado con Skye.

Un dolor ardiente recorrió el cuerpo de Niall.

– ¿Qué le habéis dicho a Skye para poder venir aquí?

– Que tenía una sorpresa para ella -contestó el conde-. Y es cierto. -Sacó del jubón un gran zafiro en forma de lágrima que colgaba de una cadena de oro-. ¿Os parece que le gustará?

– ¡Un azul de Ceilán! ¡Dios, qué belleza! -logró decir De Grenville.

– Sí, claro que le gustará -aseguró Rober Small-. Hace juego con sus ojos.

– Eso es lo que creo -dijo el conde sonriendo, y Niall se encogió de dolor otra vez.

Geoffrey Southwood se puso en pie y buscó su capa.

– Gracias, Robbie, y a vos, milord Burke. Robbie, venid a despediros de Skye antes de partir.

– Claro -prometió el capitán. Después él y los otros dos caballeros caminaron hasta el puente con el conde.

Al pie del puente los esperaba un marinero que sostenía el caballo castaño de Southwood por la brida. Después de montar, el conde hizo un gesto a Robbie y se alejó en dirección a su casa junto al río. Lord De Grenville se volvió hacia sus dos compañeros.

– Bueno, caballeros, ¿venís a casa de Claire conmigo?

Robert Small asintió.

– No me vendría mal un recuerdo como ése para calentarme en las largas noches del viaje. Sí, Dickon, voy contigo. ¿Y vos, lord Burke? Claire tiene las mejores chicas sanas de Londres.

Niall lo pensó durante un momento.

– Sí, voy con vosotros. No creo que tenga ganas de ver a vuestra Dama del Libro, pero me las arreglaré con una chica guapa que lo haga con ganas.

De Grenville hizo un gesto a su cochero y los tres subieron y partieron en la noche.

– Claire os encontrará a alguien -profetizó De Grenville.


Cuando vio a los tres hombres que pasaban por su puerta, Claire O'Flaherty se sintió aterrorizada hasta que se dio cuenta de que, aunque había sido huésped en el castillo de los MacWilliam, nunca había visto a Niall Burke cara a cara como hermana de Dom. Como hermana de un vasallo empobrecido de poca monta, no se la había considerado lo suficientemente importante para conocer al heredero del MacWilliam. Así que él no la reconocería. Pero había que poner sobre aviso a Constanza.

Claire corrió escaleras arriba hasta la hermosa habitación que ocupaba su atracción principal. Constanza, que acababa de llegar, estaba sola y se pintaba los pezones con carmín rojo cuando vio entrar a Claire.

– Tu esposo está aquí -dijo Claire-, pero no creo que venga a verte a ti. No está ni furioso ni enojado ni se comporta de manera extraña. Ha venido con dos amigos.

– ¿Quiénes?

– Lord De Grenville, y sir Robert Small.

Constanza comprobó algo en un librito que había junto a su cama.

– De Grenville y otro huésped han hecho una reserva para toda la noche -dijo-. Rose recibió el mensaje y lo aceptó. De Grenville dijo algo de que su amigo partía a un largo viaje por mar.

– Entonces es sir Robert -dijo Claire, casi mareada por el alivio-. Pero si Rose no entendió bien, la enviaré a avisarte y tú te escapas. Yo inventaré algo. A menos, claro está, que quieras que tu esposo lo sepa. -Claire miró a Constanza con astucia, como una víbora.

– ¿Y arruinar la diversión? -rió Constanza, nerviosa-. Claro que no.

Claire salió de la habitación y bajó por las escaleras con lentitud. Llevaba el cabello rubio recogido en un moño y sus ojos azules brillaban de malicia. Su piel era muy pálida, excepto en las mejillas, que se había coloreado con una crema especial. Llevaba los pezones pintados de rojo y usaba un vestido azul transparente que dejaba entrever todo su cuerpo. Llevaba varios collares de perlas.

– Lord De Grenville -ronroneó con voz felina y ronca-, bienvenido. Bienvenidos vuestros amigos también. A vos os conozco, sir Robert, pero el otro caballero es un extraño para mí.

– Niall, lord Burke, Claire. Le gustaría encontrar una muchacha agradable y un poco de deporte de la cama.

– Lo atenderé yo misma -dijo Claire con una amplia sonrisa. La idea de irse a la cama con el hombre que había amado a Skye O'Malley le parecía irresistible.

– ¡Por Dios! -murmuró De Grenvielle con envidia-. Hace meses que trato de hacer que se separen esos muslos sonrosados y no hay manera. Vos, Burke, no hacéis otra cosa que cruzar la puerta y ya la tenéis a vuestros pies.

Niall miró a Claire sin entusiasmo. Sí, estaría bien. En su decaimiento desde lo de Skye, no había acudido al lecho de su esposa desde hacía varias semanas y necesitaba una mujer para desahogarse. Ésta estaría bien. Con esos senos grandes, esponjosos como almohadas, y esa boca ávida, roja y húmeda, era totalmente distinta de su pequeña Constanza. Le sonrió con audacia, una sonrisa que no llegó a sus ojos plateados. Claire lo notó.

Sintió la soterrada violencia que se agitaba en Niall cuando él le deslizó un brazo sobre el hombro. Tembló de placer al sentirla. Tal vez esta noche, por primera vez desde aquella última maravillosa noche con Dom, gozaría de nuevo.

Sonrió como una niña traviesa.

– Vamos, amorcito -dijo con voz ronca.

Se lo llevó de la mano hasta su habitación en la planta alta. Apenas cerró la puerta, él la tomó entre sus brazos y la besó con una brutalidad que la dejó sin respiración. Oyó que se rompía su vestido y sintió el aire frío sobre su piel. Él la cogió en brazos, la arrojó sobre la cama, se sacó la ropa y se abalanzó sobre ella. Se metió entre sus piernas sin ceremonias y ella jadeó por el dolor que él le infligía en ese acto de sexualidad desesperado. Estaba mejor dotado que Dom.

Ella levantó las caderas para ayudarlo a introducirse más en ella y sintió que el clímax se acercaba. Sí, era la primera vez desde Dom, la primera vez que sentía de nuevo algo semejante al placer. Y para su sorpresa, él no quiso dejar ir su gozo hasta que ella llegara al suyo. Nadie había hecho eso por Claire.

El alivio fue sólo físico para Niall. La mujer que gemía bajo su cuerpo era una criatura vulgar, pero le servía para desfogarse, y tenía que admitir que se movía muy bien. Había pensado tomarla una vez y marcharse, pero ahora decidió pasar la noche con ella, la muchacha parecía esperar. ¿Por qué no?

– Eres buena.

– Tú también, Niall Burke -le dijo ella, y él rió. Esperaba que De Grenville y Robert Small también lo estuvieran pasando bien.

Y así era. La habitación de la mayor atracción de Claire la ocupaba exclusivamente Constanza. En una época en la que el vidrio era raro y terriblemente caro, la habitación de la Dama del Libro tenía un gran espejo en el techo y dos más, con grandes marcos dorados, a ambos lados de la cama. La cama era enorme, con colgaduras de terciopelo color rubí, grandes y mullidas almohadas y una colcha de piel de zorro rojo. Ante la gran chimenea, en el suelo, había un jergón de tipo oriental, cubierto de almohadones. Cerca de la cama, una estantería de nogal sobre la que descansaba el famoso libro. Sobre la chimenea, cadenas de plata con muñequeras de oro, y cerca de ella un gran florero blanco con fustas de castaño. Había pesadas cortinas de terciopelo rojo sobre las ventanas y el suelo estaba cubierto por una alfombra turca roja y azul.

Los tres ocupantes de la habitación estaban desnudos, hojeando el libro de amor. La mujer estaba sentada entre los dos hombres en la gran cama, y éstos le acariciaban cada uno un seno con gesto distraído.

– ¡Imposible! -murmuró Robert Small, estudiando el dibujo.

– En absoluto, capitán -le respondió la mujer, jadeando-. Lleva tiempo, claro, y un poco de paciencia. ¿Queréis intentarlo?

Robert Small miró a esa criaturita de piel dorada y lo que vio le impresionó mucho. La mujer era la lujuria en persona. Constanza se apretó contra él y buscó su sexo para acariciárselo.

– Un arma muy grande para un hombre pequeño -murmuró-. ¿Manejáis bien esta espada, capitán?

– Sí -gruñó él mientras le besaba los labios abiertos-: Vamos, De Grenville, démosle a esta perrita ardiente una lección de virilidad.

Los ojos De Grenville brillaron mientras acaparaba a Constanza por detrás.

– ¡Maldita sea, Robbie, ésta sí que va a ser una buena noche! ¡Geoff se arrepentirá de no haber venido!


En ese momento, el conde de Lynmouth, que había llegado a su casa, entraba en su dormitorio y descubría a su esposa dormida sobre la cama. Su sirviente entró en silencio y cerró la puerta tras él. Geoffrey Southwood miró con ternura a Skye. Llevaba una bata de seda blanca. El escote bajo en forma de campana le ofrecía una visión generosa de los hermosos senos. El conde se quitó las ropas, sonriendo. Se bañó en el agua tibia que le había preparado el sirviente y después rechazó la blanca camisa de noche que le ofrecieron. Puso el zafiro sobre la mesa de noche y dijo con firmeza:

– Buenas noches, Will.

El sirviente reía entre dientes al dejar la habitación. El matrimonio no había hecho disminuir el apetito de lord Southwood.

Durante unos momentos, Geoffrey miró a Skye dormida. Estaba tan hermosa que él sentía que perdía el aliento. Lo que había sabido esa noche era inusitado en muchos sentidos; pero, en realidad, no lo había sorprendido. Siempre le había parecido obvio que Skye era una dama, además de una mujer educada. Ahora que sabía que era madre de dos hijos varones además de la adorable Willow, se sentía muy esperanzado. La visión de ese cuerpo delgado, de vientre apenas insinuado, lo excitaba casi hasta el sufrimiento, y el deseo lo golpeaba con todas sus fuerzas. Escondió la cara en el valle profundo entre los senos y murmuró el nombre de Skye.

Los brazos de ella lo rodearon inmediatamente.

– Geoffrey, amor mío. Me he quedado dormida esperándote.

– He estado mirándote dormir, y Dios me ayude, pero me excitas incluso cuando duermes, amor mío. -La boca de Geoffrey se cerró sobre la de ella y su lengua exploró el paladar y bajó luego a bromear con los sensibles senos. Ella le tomó una de las manos y se la colocó sobre el cálido corazón de su feminidad. Se frotó contra esa mano y él sintió la humedad en ella.

– Ya ves, querido, que soy una criatura desvergonzada. Yo también te deseo. -Tomó su miembro entre las manos y lo guió hacia ella y suspiró de placer cuando él se hundió en su sexo.

– Bruja -murmuró él-, las esposas no deben disfrutar tanto de las atenciones de sus maridos.

– Entonces, me pondré a rezar -bromeó ella, retorciéndose para provocarlo.

– Debes de rezar a Venus la diosa del amor -gruñó él. Y luego se concentró en lo que estaba haciendo.

Al poco rato, ella gemía de placer. Entonces, satisfecho porque la había hecho gozar, él se dejó ir en el alivio del clímax. Niall Burke podía fingir ser el amigo de la familia todo lo que quisiera, pero él reconocía a un hombre enamorado cuando lo veía. Sin embargo, Skye era solamente suya y nunca la dejaría marchar.

Ella se inclinó sobre él, ya recuperada, y le preguntó:

– ¿Dónde está mi sorpresa?

Él murmuró algo sobre las mujeres demasiado codiciosas, se estiró hacia la mesa y le mostró el regalo.

Skye se quedó sin aliento, mirándolo.

– Oh, Geoffrey, es magnífico. -Se sentó con las piernas cruzadas frente a él y se colocó la joya en el pecho. El zafiro colgaba, provocativo, entre sus pequeños y descarados senos, como ella sabía que haría si se lo ponía-. Y has ido especialmente a buscármelo en plena noche. ¡Gracias, amor mío!