Y al verla así, con la felicidad de un niño en los ojos, él juró que nadie se la arrebataría nunca. Tal vez ella fuera la jefa de una gran familia irlandesa, pero en esos últimos años, ellos se las habían arreglado sin ella y seguirían haciéndolo. ¡Ella era su esposa! ¡Su esposa!
– Geoffrey, tienes una mirada furiosa. ¿Te he molestado?
– No, cariño -le aseguró él, sonriendo-. Estaba pensando en lo mucho que te amo.
Ella se deslizó entre sus brazos y colocó su cabeza sobre el hombro de él.
– Yo también te amo, cariño. Oh, Geoffrey, soy una mujer tan terrible. No puedo dejar de pensar en que tuvimos la suerte de que Mary muriera.
– ¿Crees que yo te hubiera abandonado si no hubiera muerto? Nunca. Desde el momento en que te vi en Dartmoor, quise que fueras mía. Nunca te dejaré, Skye. Tú me perteneces. -Y puso su boca sobre la de ella, llenándola de besos furiosos, posesivos. Ella le devolvía pasión por pasión, beso por beso, caricia por caricia, hasta que se unieron de nuevo en ese momento que se había vuelto tan familiar pero que, sin embargo, nunca era igual. Los dos quedaron extenuados y jadeantes.
Después, él la riñó con amabilidad:
– No podemos seguir así, amor mío. Debemos tener cuidado con el bebé.
– Lo sé -le contestó ella con suavidad-. Pero que el cielo me ayude. Geoffrey, te amo tanto, y te amo cuando me haces el amor.
Él sonrió en la penumbra de la habitación. La apretó contra sí y suspiró:
– Ve a dormir, mi bella esposa. Pronto tendremos que volver a la corte para servir a la reina. Y entonces, tendrás que dominar tu apetito, porque la reina concede muy poco tiempo libre a sus servidores.
Ella se le acercó como un pájaro a su nido.
– Encontraré el momento, Southwood. No temas.
Capítulo 19
– Daos prisa milady -la riñó Daisy-. Ya sabéis que la reina se enfada si sus damas llegan tarde a las vísperas.
– Ninguna de las otras damas de la reina está a punto de dar a luz -gruñó Skye-. Veremos qué pasa cuando alguna de ellas quede embarazada. Te apuesto a que la enviará al campo inmediatamente. ¡Pero no a mí! ¡Claro que no! La reina tiene que tener a su «querida Skye» siempre cerca. Me pregunto si me concederá unos minutos para ir a dar a luz a mi hijo.
– Pero milady -la reprendió Daisy-, si vos no vais a dar a luz hasta dentro de dos meses. Recordadlo, por favor.
Skye rió.
– Gracias a Dios que no falta tanto. Si no tengo pronto a este bebé, creo que voy a estallar. -Se alisó el vestido sobre el vientre-. ¡Ya está! Al fin estoy presentable. Dame mi almohadilla, muchacha. -Skye la cogió y salió con rapidez de sus habitaciones. Corrió por el laberinto de pasillos hasta la capilla. Oía las voces dulces, aflautadas de los niños que cantaban:
– Y por eso, inclinados frente a Él, reverenciamos. Su gran sacramento…
Skye evitó la mueca de disgusto de Geoffrey y se deslizó junto a él.
– No podía despertarme -murmuró.
Él le tomó la mano y se la apretó.
– Tendrías que estar en Devon -murmuró, y ella asintió.
El servicio fue breve. La corte salió luego hacia el salón de baile. Primero habría diversión y luego una cena. Los ojos agudos y oscuros de Isabel miraron a su dama favorita de arriba abajo mientras caminaban de salón en salón, y la reina pensó: «Así que Southwood probó la fruta prohibida antes de la muerte de su esposa. Me pregunto qué habrían hecho si ella no hubiera muerto.» Después, recordó a la esposa de Robert Dudley, Amy. Y apenas la recordó, trató de olvidarla. Pero esta vez no pudo hacerlo, y no era la primera vez que le sucedía. Amy Dudley perseguía a Isabel Tudor, como un fantasma. La reina tenía una rígida moral y sabía que había deseado al esposo de otra. Ahora que esa mujer había muerto en circunstancias misteriosas, la reina se preguntaba cuál sería la verdadera explicación de esa muerte. Y no era la primera vez.
No creía, como algunos otros, que Robert Dudley hubiera hecho matar a su esposa contratando a un asesino profesional. Isabel conocía bien a Dudley. Su deseo de ser rey de Inglaterra era poderoso, obsesivo, pero lo único que tenía que hacer era esperar, y en muy poco tiempo, Amy fallecería de muerte natural. Estaba mortalmente enferma. No tenía sentido matarla y convertirse en sospechoso. No, Robert no había ordenado matar a Amy.
Pero había otras dos posibilidades. Una era que su querido Cecil o alguno de los que no querían ver a Dudley como rey hubiera arreglado la muerte de Amy sabiendo que las sospechas recaerían sobre Dudley. La otra era que la pobre Amy, para vengarse de la reina por robarle el amor de su esposo, o simplemente porque estaba desesperada ante las palabras amargas y definitivas del médico, se hubiera arrojado por la escalera sabiendo que esa muerte extraña destruiría las oportunidades que pudieran tener Isabel y Robert de contraer matrimonio.
¿Era posible que una mujer hubiera amado tan profundamente a un hombre como Amy Dudley a su marido y después llegara a odiarlo con la misma pasión? Isabel se lo preguntaba. ¡Ah! ¡Si Amy hubiera fallecido de muerte natural…! A veces, se sentía culpable. ¡No era justo! Furiosa, hizo un esfuerzo por apartar la idea de su mente y miró otra vez a la condesa de Lynmouth.
«Debería dejar que Skye se fuera a Devon -pensó- pero hay tan pocas mujeres que me diviertan. Lo decidiré dentro de una semana o dos.»
La reina notaba que la condesa de Lynmouth estaba radiante. Llevaba un vestido de seda morada con un escote muy pronunciado que dejaba adivinar sus bien formados senos. El corsé trataba de ser modesto, con una puntilla color crema sobre el cuello, que se repetía en las mangas. El cabello negro de Skye estaba recogido en un moño cubierto por una red dorada. Usaba un collar doble de perlas que envidiaban todas las mujeres de la corte, incluyendo a Isabel.
Pero no bailaba con los demás. Estaba junto a la silla de la reina, sobre un banquito, mirando con alegría el salón repleto de bailarines. A la reina le encantaba bailar y casi nunca estaba sentada durante un baile. Cuando no bailaba con Su Majestad, lord Dudley se quedaba de pie junto al trono. De pronto, su mano cayó sobre el hombro desnudo de Skye. Ella se quedó helada. Dudley rió con suavidad.
– Había oído a Southwood decir maravillas de la finura de vuestra piel. -Los dedos finos y elegantes se movieron hacia abajo siguiendo el bulto de los senos. La acarició como sin darse cuenta-. Veo que no mentía -añadió con voz lacónica e insolente. Lentamente, apartó la mano.
– Estáis jugando un juego muy peligroso, milord -dijo Skye en voz baja y furiosa.
Estudió al favorito de la reina sin preocuparse por esconder su desprecio. Era un hombre bien parecido, de eso no había duda, aunque no era el tipo de hombre que podía gustarle a Skye. Era alto y elegante, delgado, y vestía siempre con un cuidado especial. Su cara larga, aristocrática, y sus manos de dedos finos acrecentaban aún más esa…, esa elegancia. Skye tenía que admitirlo. Dudley no era hombre que pasara desapercibido, incluso entre los cortesanos, siempre tan elegantemente vestido. Pero tenía un defecto, como si la Naturaleza, que lo había diseñado tan bien, no hubiera podido tolerar la idea de concedérselo todo: su cabello y su barba rojizos eran ralos. Sus ojos oscuros bizqueaban ligeramente y nunca parecía mirar de frente. En contraste, por el contrario, sus palabras eran siempre directas.
– Me gusta este juego, querida, y creo que voy a ganar -dijo con firmeza. Sus ojos estaban llenos de burla-. En este momento os gustaría propinarme una buena bofetada, ¿verdad, lady Southwood? Pero no podéis pegarle al rey, claro.
– ¡Vos no sois el rey, lord Dudley! -Skye estaba atónita ante el coraje de ese hombre.
– Todavía no, pero lo seré, querida, os lo aseguro. Bess tiene que casarse y engendrar herederos para Inglaterra. El consejero preferirá un buen inglés de pasado y sangre bien sólidos a un extranjero entrometido. ¿Os gustaría ser amante del rey, querida?
– Sois insufrible -se enfureció Skye, esforzándose por ponerse en pie-. Y atrevido. Y descarado, milord. -Se puso en pie como pudo, recuperó el equilibrio y se alejó con toda la dignidad que logró reunir. Encontró una silla vacía en la sala de juegos de mesa y se sentó a jugar. Estaba furiosa y jugaba con absoluta concentración.
Nunca le había gustado Robert Dudley, lo encontraba terriblemente ambicioso y arrogante. Como la reina le había dado libre acceso a sus habitaciones, iba y venía cuando quería, sobre todo cuando las mujeres estaban medio desvestidas. Tenía ojos muy descarados, y cuando la joven Bess, cegada por el amor, no lo estaba mirando, tenía manos todavía peores. Skye se había quedado atónita al verlo acercarse de esa forma a una mujer en su estado. Rezaba por que Isabel no lo eligiera como marido. Sonrió. La joven reina era más aguda y más inteligente de lo que creían los que la rodeaban. Si el amor no la cegaba por completo… La pila de monedas de oro frente a ella se hizo cada vez más grande y pronto De Grenville estaba a su lado, inclinado sobre su hombro.
– ¿Puedo escoltarte a comer algo, Skye?
Menos enojada ahora, Skye le sonrió y puso sus ganancias en una carterita que colgaba de su cintura. Se excusó con los otros jugadores, para alivio de todos.
– Sí, Dickon, estoy famélica -bromeó Skye-. ¿Dónde está Southwood?
– Con la reina. Tengo novedades de Robbie.
– Ah, Dickon, dime. ¿Cómo está?
– Una pequeña flota mercante que acaba de llegar a Londres se cruzó con él en el cabo de Hornos, en el lado del océano índico. Conservaba toda la flota intacta y estaba muy bien. Tengo cartas para ti. Te las traeré mañana.
Habían llegado al comedor. Los cortesanos, vestidos de arriba abajo con colores brillantes, charlaban y se servían de la gran mesa de viandas.
– Sólo quiero ostras de Colchester -anunció Skye, llenando su plato.
– Los caprichos de las mujeres embarazadas son terribles -bromeó De Grenville.
– No pretenderás ser un experto en eso, Dickon -bromeó Skye a su vez-. Apenas tu esposa muestra algún signo de estar embarazada, la destierras a Devon.
– Por su propio bien, Skye. Y, claro está, por la salud del niño -respondió él con tono de profunda piedad familiar.
– ¡Tonterías! Es para poder recorrer los burdeles de Londres sin remordimientos -rió Skye, mientras abría una ostra y se la tragaba entera.
De Grenville se puso colorado.
– Eres demasiado directa para ser mujer -murmuró-. Y demasiado hermosa para ser una dama a punto de dar a luz.
– Y si no estuviera embarazada, ¿no estarías tratando de seducirme, Dickon?
– ¡Por Dios, Skye! -protestó De Grenville.
– Solamente te lo preguntaba, Dickon. Amo a Geoffrey. Y me gustaría que fueras mi amigo. Estoy segura de que a Geoffrey también le alegraría saber que somos amigos. Me molestaría tener que estar continuamente rechazando tus insinuaciones todo el rato. La belleza no siempre va acompañada de un carácter inmoral. ¿Lo sabías?
– Cualquier hombre que intente jugar con la esposa de Geoffrey Southwood es un suicida -murmuró De Grenville-. Por mi salud, Skye, creo que pienso en ti como en una hermana.
Skye le palmeó el brazo con amabilidad.
– Me alegra saberlo, Dickon. -Le guiñó un ojo.
– ¡Puta! -El grito furibundo acompañado de un crujido agudo llenó la habitación de silencio. Skye y De Grenville se volvieron, asustados.
Todos miraban hacia un rincón de la habitación en el que Lionel, lord Basingstoke, estaba de pie, cuan alto era, mirando cara a cara a una hermosa mujercita de cabello rubio que se había arrodillado a sus pies, tapándose la mejilla destrozada con ambas manos. El noble estaba realmente furioso y tenía la cara tan roja como el jubón de terciopelo colorado que usaba. Le sobresalían las venas del cuello y le brillaban los ojos azules con furia. Levantó la cabeza y volvió a golpear a la mujer, gritando el mismo insulto.
Varios caballeros se adelantaron y trataron de detenerlo.
– ¡Dios mío! -jadeó una voz-. Esa es lady Burke, la esposa del irlandés.
La mujer sollozaba en voz muy baja. «Por Dios, qué hermosa es», pensó Skye. Y luego, sin saber más bien qué estaba haciendo, se abrió paso entre la multitud hasta la mujer. Se inclinó y le pasó un brazo cariñoso por el hombro para levantarla.
– Vamos, querida. No te preocupes. Mañana ya habrá aparecido otro tema de conversación más interesante y este incidente se olvidará por completo -dijo con dulzura. Constanza la miró, agradecida.
– ¡Por las barbas de Cristo, lady Southwood! -exclamó lord Basingstoke-. ¡No la toquéis! Esta mujer está más corrompida que la peor de las prostitutas de Londres. Ninguna mujer decente debería pronunciar su nombre.
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