– ¡Qué vergüenza, milord! -La voz de Skye se alzó furiosa-: Estáis abusando de una mujer y lo hacéis en presencia de la reina. ¿Cómo os atrevéis?

– ¡Que ella se atreva a estar en presencia de la reina es un insulto sin nombre! -gritó Basingstoke-. ¡La peor de las putas del mundo en presencia de la más virtuosa y pura de las mujeres!

– Armáis mucho jaleo, milord -dijo Skye con desdén-. Y todavía no sé qué os ofende tanto.

– Creo que a mí también me interesa, caballero. -Niall Burke se abría paso entre la multitud que rodeaba a su esposa. Se quitó uno de los guantes y golpeó con él la mejilla de lord Basingstoke con todas sus fuerzas-. ¡Os desafío, lord Basingstoke! ¿Cuándo y dónde deseáis responderme?

– No, irlandés. Ella no vale un duelo. No quiero vuestra muerte sobre mi conciencia, no pienso morir por alguien como ella. ¡Dios santo, hombre! ¿Cómo podéis estar tan ciego? Constanza ha sido mi amante durante meses. Sí, os pone cuernos, pero hay algo mucho peor, y es que también me los pone a mí. Y no con un hombre, con cualquiera que tenga el oro suficiente para comprarla. -Basingstoke arrancó a Constanza del abrazo protector de Skye, alzó la mano y gritó con voz potente-: ¡Caballeros! ¡Ella es la Dama del Libro! La más famosa atracción de madame Claire. La puta más ocupada de Londres.

Un jadeo se elevó desde todas las bocas. Las mujeres estaban atónitas pero excitadas y los caballeros se amontonaban para ver mejor.

Los ojos violeta de Constanza se abrieron horrorizados mirando a los hombres que la observaban con rostros llenos de lujuria. Tembló sin poder evitarlo y, de pronto, se desmayó.

– ¡Milord Basingstoke! -Se abrió instantáneamente a través de la multitud un camino y la reina lo atravesó con toda su pompa-. Milord Basingstoke -repitió-, esas acusaciones son gravísimas. ¿Dónde están las pruebas?

– Las tengo, Majestad, pero preferiría no tener que presentarlas en público.

– ¡Señor! Hasta ahora habéis tenido a bien presentar todo este asunto en público, así que lo terminaremos en público. Hablad u os exigiré que pidáis disculpas a lord Burke sin perder un instante.

– Majestad, cumplo vuestras órdenes. -Basingstoke suspiró y empezó a explicar-: Hace varios meses, convertí a lady Burke en mi amante. Después de un tiempo, le di como prueba de afecto y admiración un raro libro con ilustraciones de…, de formas de hacer el amor. -Una risita recorrió la multitud, pero desapareció enseguida cuando la reina frunció el ceño ostensiblemente-. Pronto empecé a oír historias sobre una nueva atracción en casa de madame Claire, una mujer a la que llamaban la Dama del Libro, y hace varias semanas también me contaron algo sobre un desafío que había tenido lugar en esa casa. Una batalla entre Claire y la Dama del Libro, una especie de competición. Perdonadme, Majestad, por mi forma franca de decir las cosas. Era una competición por saber cuál de las dos podía satisfacer a más hombres en veinticuatro horas, sin interrupción. Se apostó mucho, y ese día no se cobró entrada en la casa de Claire. Yo fui con unos amigos, a ver de qué se trataba y a divertirme un poco. ¡Oh, Majestad! Los hombres entraban y salían de las habitaciones de ambas mujeres con tanta rapidez que la cabeza me daba vueltas. Se anotaba un punto cada vez que salía uno. Se permitían observaciones en la puerta, previo pago de una moneda de oro. Decidí mirar lo que pasaba e imaginad mi horror cuando descubrí que la famosa Dama del Libro era mi amante, mi propia amante.

– ¿Y cómo lo descubriste, lord Basingstoke? -preguntó la reina. Ya no le quedaba otro remedio que resignarse a escuchar toda la historia.

– Constanza tiene una marca de nacimiento. Y además, mi libro estaba abierto sobre un estante cerca de la cama, y cuando lo conseguí, me dijeron que era un ejemplar único.

Isabel Tudor se mordió los labios, pensativa. Era el peor escándalo en su corte desde que se había convertido en reina.

– Quiero que los hombres que hayan visitado a la Dama del Libro den un paso adelante -dijo-. ¡Vamos, caballeros! Apuesto a que no erais tan tímidos en casa de Claire. -Los ojos de Isabel se abrieron como platos al ver el número de hombres que dieron un paso al frente-. Por Dios, caballeros, y yo que pensaba que estabais ocupados persiguiendo a mis damas de honor -hizo notar con amargura al gran grupo de cortesanos que la rodeaba. Eligió a diez e hizo un gesto a los restantes para que se apartaran-: ¿Habéis visto la marca de nacimiento de esa dama? -Los diez asintieron solemnemente-. Muy bien, caballeros. Iréis hasta donde está lord Burke y se la describiréis al oído.

Niall Burke estaba de pie, rígido como una piedra, la cara congelada en una mueca inexpresiva. Los diez avergonzados hombres se adelantaron, le murmuraron algo al oído y luego se retiraron para mezclarse con la multitud apenas pudieron.

– Vos también, Basingstoke -ordenó la reina. Cuando el acusador de Constanza finalmente hubo vuelto a su sitio, Isabel preguntó-: Lord Burke, ¿dicen la verdad esos hombres?

– Sí, Majestad, para mi vergüenza, lo que dicen es cierto.

Constanza había recuperado el sentido. Acurrucada en brazos de Skye, gemía como si algo le doliera terriblemente. Niall la miró con amargura, pero también con piedad.

– ¿Deseáis retirar vuestro desafío, lord Burke? -preguntó la reina en tono más suave.

– No, Majestad. Lord Basingstoke, a pesar de su despliegue de moral, es culpable de haber sido el primero en deshonrar a mi esposa y a mí y a mi nombre. No quiero retirar el desafío.

– Muy bien, caballero, entonces terminaremos con este asunto aquí y ahora. Lord Dudley, ¿podéis ocuparos de esto? El salón de baile me parece apropiado. Buscad padrinos.

– Yo seré padrino de lord Burke -dijo Geoffrey Southwood, y dio un paso adelante.

Skye emitió un ruido de disgusto y miedo y la reina se inclinó y le palmeó el hombro.

– No hay peligro, mi querida Skye. Os lo juro. Señores, esto no tiene que ser una lucha a muerte. ¿Me habéis entendido bien? Tanto sea por el honor, pero no quiero nada irreparable.

Lord Dudley eligió a un padrino no muy entusiasmado para lord Basingstoke entre los hombres que habían admitido haber visitado a la Dama del Libro.

– Pájaros del mismo plumaje -dijo, y varios lo miraron con reprobación por ese humor cínico. Los demás sabían que él también había visitado a la dama en cuestión, pero que no se atrevía a admitirlo delante de la reina.

Sacaron del gran salón las sillas y las mesas, y los músicos se retiraron del balcón. Skye ayudó a Constanza Burke a ponerse de pie y la llevó cerca de la reina. Isabel no quería mirarla, pero le dijo en voz baja, sin moverse:

– Desde esta noche, lady Burke, mi corte estará cerrada para vos. -Constanza inclinó la cabeza.

Los duelistas se situaron frente a frente, uno a cada lado del salón. Se habían quitado los jubones adornados y tenían el cuello de las camisas abierto. Con aire de importancia, lord Dudley se movía de un grupo a otro. Los sirvientes les acercaron estoques de fino acero de Toledo y los padrinos eligieron arma para sus protegidos.

– ¡Qué lástima que no podáis matar a ese pomposo bastardo! -murmuró Geoffrey Southwood.

– Se hará la voluntad de Dios -sentenció lord Burke en voz baja, mientras acomodaba con escasa pericia la punta protectora que había exigido la reina.

– Amén -dijo el conde piadosamente, mientras fingía revisar la punta.

– ¡Luces! -ordenó la reina, y trajeron más candelabros.

– Los caballeros y sus padrinos, un paso adelante, por favor -ordenó Dudley-. Bien, señores, éste es un combate para satisfacer el honor. El honor habrá sido vengado cuando uno de los dos contendientes quede desarmado e indefenso. ¿Comprendido? -Los participantes asintieron-. Que los padrinos se retiren a esquinas neutrales, por favor. Caballeros, ¡en guardia!

Así empezó un exquisito ballet de técnica de batalla. Los contendientes eran de pareja habilidad con los estoques. Basingstoke no era tan alto como Niall, pero era más corpulento. Los dos daban vueltas uno alrededor del otro lentamente, se enredaban en una pequeña escaramuza y se separaban con rapidez. Cada uno medía a su adversario, probando su fuerza, tanteando las debilidades del enemigo.

Los cortesanos se inclinaron hacia delante, fascinados, alentando a los espadachines en silencio. La joven reina estaba de pie, tranquila, y solamente el temblor de los largos y delicados dedos revelaba su nerviosismo. Estaba francamente asqueada por el comportamiento de la hermosa lady Burke, pero al mismo tiempo la excitaba el espectáculo de dos hombres llevados a combatir por ese comportamiento. «Si los hombres lucharan así por mí», pensaba.

Constanza Burke contemplaba el combate con una sensación de total desesperanza. ¿Qué le haría Niall? Probablemente la mataría. Dios sabía que se lo merecía. ¿Por qué padecía esa horrible enfermedad? ¿Qué la llevaba a cometer esos actos perversos? Lloraba en silencio.

Skye, condesa de Lynmouth, seguía el desarrollo del combate, con creciente nerviosismo. Gracias a Dios que la reina había pensado en esas puntas protectoras. Si Geoffrey tenía que pelear, no lo herirían. ¿Por qué se habría ofrecido como padrino de lord Burke? Ella no había notado amistad entre ambos. Claro que lord Burke era su vecino. Y ella sentía una gran piedad por el irlandés y por su esposa. Khalid le había contado que existían mujeres como Constanza Burke, mujeres que nunca quedaban saciadas con el sexo que recibían. Skye sabía que lady Burke no era malvada, sabía que, en realidad, estaba enferma. De pronto, se sintió muy cansada. Cuando todo terminara, le pediría a la reina permiso para retirarse.

Niall Burke hizo un círculo alrededor de su enemigo y lanzó una estocada con todas sus fuerzas. Luego saltó hacia delante y llevó a cabo un segundo ataque rápido. Controló la punta protectora. Estaba suelta y pronto se desprendería. Atacó con más furia, mientras la verdadera rabia ardía en su interior con frialdad, muy adentro.

Lionel Basingstoke, que se defendía con coraje, sabía que había cometido un grave error al permitir que su orgullo y su temperamento dominaran su sentido común. Había visto la punta suelta en el acero de su enemigo y comprendía las intenciones de lord Burke. Iba a morir. Por una puta sin valor alguno. ¿Por qué no la había golpeado como merecía y la había dejado para que siguiera adelante con su lujuria y sus deseos desaforados? Estaba bañado en un sudor frío de miedo y de rabia.

Los dos contendientes lucharon hasta que, finalmente, Basingstoke, más viejo y más pesado, empezó a cansarse. En un momento de rabia, se dejó dominar de nuevo por los sentimientos, arrancó la punta protectora de su espada y le ladró a Niall.

– De acuerdo, maldito irlandés cornudo, terminemos con esto ahora mismo.

Los ojos plateados de Niall se entrecerraron y después sonrió. Una sonrisa salvaje, de bestia feroz. El tonto del inglés había hecho el primer movimiento. Ahora podía matarlo sin sentirse culpable. Sacó la punta de su estoque y dijo:

– Espero que tengáis un heredero legítimo, cerdo inglés, porque si no lo tenéis, aquí se termina vuestro linaje. -Y se lanzó hacia delante, deslizándose con facilidad entre la guardia de lord Basingstoke y hundiendo la hoja de acero en su pecho.

Una mirada de profunda sorpresa cruzó la cara del inglés, que se desplomó inmediatamente. Mientras caía, su espada se levantó y abrió una pequeña herida sangrante en el pecho del irlandés. La camisa de seda de lord Burke se llenó de sangre, como un capullo de rosa recién abierto.

Un grifo fantasmal rompió el silencio. La corte en pleno se volvió para ver lo que suponía era la histeria de Constanza Burke. Pero la que estaba de pie, rígida, con los ojos perdidos en un terror que no tenía nombre no era ella, sino la condesa de Lynmouth. Volvió a gritar y después dijo:

– ¡Lo he matado! -Lloró desesperada-. ¡Dios mío! ¡Lo he matado, lo he matado! -Un espasmo de dolor cruzó su cara y, de pronto, su mirada volvió a la escena que se desarrollaba ante ella. Se aferró el vientre y se desmayó. Su cuerpo, fláccido, se derrumbó en un montón informe.

En la confusión y el ruido que siguieron, tanto Geoffrey Southwood como Niall Burke se adelantaron para levantarla, pero el conde llegó primero y miró a Burke con ojos agresivos y venenosos. Tomó a Skye entre sus brazos y se abrió paso entre los cortesanos para llevarla hasta el río, donde estaba anclada la barca.

– La condesa ha roto aguas -les explicó a los barqueros-. Nos vamos a casa. ¡Remad con todas vuestras fuerzas! Oro para todos si llegamos rápido y sin problemas.


El aire fresco revivió a Skye cuando se alejaron de la orilla del río. Abrió los ojos:

– ¿Geoffrey?

– Aquí estoy, querida. ¿Cómo te sientes?