Geoffrey rió entre dientes, admirado.

– Por Dios, una cortesana astuta, querida mía. La reina y lord Dudley. No creo que nadie les haya dado un ahijado a los dos juntos. ¡Es un toque genial! Estoy absolutamente de acuerdo.

Geoffrey, reconfortado ahora con el contacto cálido del cuerpo de ella, se sentía mejor. Skye lo notó y sonrió.

– Daisy, pon a Robin de nuevo en la cuna. Y vigílalo durante el resto de la noche.

– Sí, señora. -Daisy se llevó al niño. Nadie notó que tenía las mejillas enrojecidas, porque Skye levantó las colchas y preparó un mundo privado para ella y Geoffrey.

Los ojos del conde brillaban de amor y admiración.

– Estaba tan solo sin ti -dijo él.

– Y yo sin ti. Si no hubieras venido a la cama conmigo, te habría mandado llamar.

– ¿En serio? -El conde estaba contento como un chico con un juguete nuevo, los ojos llenos de brillo.

– Sí, claro. Ahora durmamos, amor mío. Has sido muy valiente al ayudarme a dar a luz a Robin. Gracias. -Skye se acurrucó junto al conde, como en un nido y él suspiró contento y le pasó un brazo protector sobre los hombros. Al cabo de unos minutos, dormía profundamente y su respiración regular producía un murmullo reconfortante en la habitación.

Ahora le tocaba a Skye quedarse despierta. Era extraño que ese hombre elegante, orgulloso de sí mismo, su esposo, pudiera tener semejante ataque de inseguridad. Qué difícil debió de ser en las últimas semanas para él descubrir la verdad sobre la identidad de su mujer, no poder contársela y temer que ella la descubriera por su cuenta. También debió temer por Niall Burke.

Por primera vez desde que había recuperado la memoria hacía apenas unas horas, pero horas muy largas, Skye pensó en Niall. Había toques de plata en el cabello de sus sienes, canas que no estaban allí cuatro años atrás. Y a la mañana siguiente, Geoffrey querría saberlo todo sobre Niall. ¿Qué le diría? ¿Era mejor mentirle? Sabía que Niall todavía la amaba. Ahora comprendía esas miradas interrogativas que él le lanzaba, esa pregunta permanente e intensa en sus ojos. Si decidía mentir, sabía que podría pedirle a Niall que hiciera lo mismo. No le gustaría, pero la ayudaría si ella se lo pedía.

Se movió inquieta en la cama y el brazo protector de Geoffrey se despegó de su hombro. El conde suspiró y se dio la vuelta hacia el otro lado, lejos de ella. No podría mentirle a Geoffrey. ¡No! Tal vez pudiera suavizar la verdad, pero una mentira directa provocaría un desastre. No quería herir a Geoffrey. Lo amaba. ¿Pero acaso no amaba también a Niall? ¿No había perdido la memoria porqué él era el ser que más importancia tenía en su vida? Su mente había preferido borrarlo todo antes que aceptar la muerte de lord Burke.

Hacía cuatro años. Cuatro largos años. Y en ese tiempo, habían pasado tantas cosas… Khalid el Bey, su adorado segundo esposo. ¿Lo amaba menos ahora que su recuerdo de Niall había vuelto a ella? No. Khalid siempre tendría un lugar en su corazón. Y la hija que él le había dado, Willow, con sus ojos de negras pestañas, como los de Khalid y el color leonado de sus pupilas, era la prueba viviente de aquel amor.

Y Geoffrey. Ella lo amaba tanto como él a ella. El amor que había entre ambos había crecido hasta transformarse en algo extraordinario. ¿Podía dejarlo ahora?

Y Niall. ¿Qué podía pensar de Niall? Hacía ya mucho tiempo, en otro lugar, en un tiempo que casi parecía otra vida, habían compartido una noche de éxtasis y pasión cegadora. Habían tratado de construir una vida juntos sobre esa noche, pero el destino seguía separándolos. Él estaba casado ahora con una mujer que lo necesitaba desesperadamente, de eso no había duda. Y ella también estaba casada.

Sí, todavía lo amaba. Y sin embargo, amaba a Geoffrey, estaba segura. ¡Era una locura! ¿Cómo podía amar a dos hombres al mismo tiempo?

– Demonios -maldijo en voz baja.

– Dime -ordenó la voz calmada de Geoffrey.

Skye olvidó el impulso de mentir y contestó con simplicidad:

– Estaba comprometida con él después de la muerte de mi primer esposo. Pensaba que dormías.

– Imposible con las vueltas que das. ¿Lo amabas?

– Sí.

– ¿Lo amas ahora que has recuperado la memoria?

– Te amo a ti -dijo ella.

Él sonrió en la penumbra.

– ¿Pero a él, lo amas? -insistió.

– ¡No! -aseguró ella con rapidez.

Él frunció el ceño ante esa negativa demasiado rápida. ¿Esa mentira era para protegerlo o para ocultarle algo?

– ¿Te conoció alguna vez?

– ¡Geoffrey! ¡Por favor!

– ¿Sí o no?

«Ah, Señor, que no sospeche nada», pensó Skye, desesperada.

– No -dijo con lo que esperaba que fuera un tono convincente de profunda molestia ante la pregunta-. Nunca. -Sintió que Geoffrey se relajaba y pensó una rápida plegaria de agradecimiento. Ahora que había pasado la tensión, se sintió agotada de pronto-. Estoy cansada.

Él volvió a envolverla con su abrazo protector.

– Duérmete, mi adorada esposa -le dijo-. Duérmete.


En la casa contigua, en cambio, sus moradores estaban muy lejos de poder conciliar el sueño. En el escándalo que siguió al duelo, la reina había ordenado que trajeran a los Burke a su presencia.

– Milord -dijo, dirigiéndose a Niall con los ojos oscuros llenos de rabia y muy abiertos-, ya he anunciado a vuestra esposa que no es bienvenida a mi corte. Y en cuanto a vos, deliberadamente habéis desobedecido mis órdenes y habéis matado a lord Basingstoke. Podría hacer que os cortaran la cabeza por eso. ¿Os dais cuenta de vuestra situación? -En su vestido de baile de seda verde agua con puntillas en el cuello y en las mangas, Isabel debía de haber parecido joven, indefensa, cálida. Pero Niall nunca la había visto tan furiosa y el frívolo vestido estaba oscurecido por su cabello entre oro y fuego, y por sus ojos que mordían. En sus momentos de ira, Isabel ardía tanto como su padre, el famoso rey Enrique VIII-. Aceptamos que os provocaron demasiado, lord Burke, pero os desterramos de la corte a vos también, de la corte y de Inglaterra por un año. Vuestra esposa no volverá a poner un pie en mi reino en toda su vida. Espero que lo hayáis comprendido. Os damos un mes para preparar la partida.

– ¿Y la mujer llamada Claire? -preguntó Niall con voz dura como una roca-. Pido a Vuestra Majestad permiso para ocuparme de ella personalmente.

– No queremos saber nada de eso, milord -dijo la reina con lentitud, dándoles un tono muy especial a sus palabras-, para no vernos forzados a reconsiderar de nuevo la clemencia que os hemos concedido.

– Comprendo, Majestad.

– Adiós entonces, milord Burke -dijo Isabel, y le tendió la mano. Él se la besó. Isabel ignoró completamente a Constanza, como había hecho durante toda la entrevista.

Niall Burke soltó la hermosa y enjoyada mano.

– Estáis llena de gracia como siempre, Majestad. -Luego, tomó del brazo a su esposa y la sacó de allí por una puerta lateral y a través de un laberinto de corredores, hasta el patio donde los esperaba el carruaje.

La empujó dentro del coche y gritó al sirviente con librea:

– ¡A casa! -Después subió y se sentó frente a ella. El vehículo arrancó bruscamente y Niall miró a su esposa-. Sorprendente -dijo después de largo rato-. ¡Sorprendente! A pesar de que no hay duda que eres la puta más grande de la cristiandad, pareces realmente un ángel.

Los ojos violeta se abrieron más que antes y Contanza pareció encogerse de vergüenza.

– ¿Qué es eso, Constanza? ¿Timidez? ¿Por qué eres tan tímida conmigo y tan atrevida con todos los hombres de Londres?

– ¿Qué vas a hacerme? -le preguntó ella, que había recuperado la voz y no podía aguantar la tensión.

– ¿Qué demonios puedo hacerte? -replicó él-. Eres mi esposa, que Dios me proteja. Seguramente estás bajo el influjo de una maldición. Mi primera esposa era una fanática religiosa que no podía tolerar que ningún hombre la tocara; y la segunda… ¡la segunda resulta ser una puta famosa que intenta desesperadamente que todos la toquen! Y mientras tanto, la mujer a la que siempre he amado pierde la memoria y se casa con otro.

Constanza Burke se relajó un poco. Por un momento estaba libre del desprecio de su esposo.

– ¿Qué es eso de la única mujer que has amado?

Él la miró con ojos de hielo.

– La condesa de Lynmouth es Skye O'Malley. No murió como me aseguró tu padre. Perdió la memoria. -Le explicó la historia en parte y con brevedad.

– ¿Y es por eso que has estado tan preocupado y ensimismado durante estos últimos meses?

– Sí -respondió él-, y eso te ha sido de gran ayuda, amor mío. ¡Debe de haber sido tanto más fácil jugar a ser prostituta!

Ella se preguntó si la pena que le invadía haría que Niall aceptara la verdad sobre la angustiosa enfermedad de su esposa.

– Por favor, por favor, trata de entenderlo. No puedo evitarlo, Niall, es una necesidad terrible. Realmente no puedo evitarlo.

– Lo sé, Constanza, y por eso voy a hacer lo que tengo que hacer. Nos han expulsado de Inglaterra y tenemos que volver a Irlanda. No puedo dejar que sigas corriendo tras el primero que se te acerque y sigas trayendo vergüenza a mi apellido. Estarás confinada en tus habitaciones en el castillo de mi padre. Nunca más las abandonarás, querida, y tendrás un guardia que no te dejará nunca sola, excepto cuando yo vaya a acostarme contigo. Y lo haré con frecuencia, te lo aseguro, porque, ya que estoy obligado a seguir atado a ti para que mi nombre no sea un chiste, tengo que conseguir un heredero y tú eres la que debes dármelo.

– ¡Sobre todo, ahora que no tienes a la hermosa lady Southwood, supongo! -le ladró ella.

Se dio cuenta demasiado tarde de que esa reacción era una estupidez y no pudo evitar el puñetazo de Niall. El golpe sonó con fuerza en el carruaje, y la cabeza de Constanza se tambaleó sobre su cuello. Sintió que la mano de él le agarraba con crueldad del cabello y le levantaba la cabeza para que lo mirara de nuevo. Los ojos plateados miraban entrecerrados y angustiados. La voz de Niall, ronca y dura, perforó su oído como una ola de vidrio roto.

– Escucha atentamente, querida, escucha atentamente lo que voy a decirte. Podría llevarte a casa ahora y golpear tu vicioso cuerpo hasta dejarte malherida. Podría estrangularte y tirarte al Támesis y nadie lloraría la pérdida, ni siquiera yo. Nadie se inmutaría, porque lo que has hecho merece la muerte. Pero eres mi esposa, y aunque tengo que confinarte, porque sólo así puedo estar seguro de tu fidelidad, te fecundaré con mi semilla y parirás a mis hijos y vivirás con lujo. Pero -ladró mientras le tiraba del pelo con dureza- no quiero volver a oír su nombre en tus labios. ¿Me comprendes, Constanza?

– S… s… sí.

– ¿Sí, qué?

– Sí, mi señor.

– Muy bien, querida, de acuerdo. -Niall la soltó y la empujó contra el asiento. Bajó la ventanilla y le gritó al cochero que se detuviera-. Mi caballo está atado detrás del carruaje -le dijo a Constanza-. Me voy al palacio a buscar a la sirvienta de la condesa y después iré a casa de los Lynmouth para avisar que la condesa ha roto aguas. Te veré en casa más tarde.

Ella asintió, temblorosa y sin expresión. Pero él ya se había marchado. Un momento después, dos criados entraron en el coche y se sentaron con ella.

– El señor ha ordenado que os vigilemos porque no estáis del todo en vuestros cabales -dijo el más viejo con dureza. Ella los ignoró y miró cómo Niall se alejaba al galope.

A pesar de la oscuridad y de las calles vacías por lo avanzado de la hora, el viaje a casa parecía eterno. Los sirvientes habían estado comiendo cebollas y el aire ya fétido del coche cerrado se había convertido en algo intolerable. Constanza estaba cada vez más pálida y le estallaba la cabeza con las palabras de Niall, que aún retumbaban en sus oídos.

En Irlanda sería una prisionera por siempre, por el resto de su vida. Iba a convertirse en una yegua de cría. La idea la repelía y la excitaba al mismo tiempo. Se revolvió inquieta en su asiento y miró al más joven de los sirvientes, cuyos ojos estaban clavados en sus senos. El muchacho enrojeció, avergonzado, y se puso todavía más rojo cuando la lengua de Constanza recorrió los labios con sensualidad. Constanza volvía a sentir su necesidad de siempre. ¡Prisionera! ¡Vigilada constantemente! ¡Se volvería loca! Ana tendría que ayudarla a escapar de Niall. Pero, por el momento, lo más urgente era satisfacer su voraz deseo. ¿Quién sabe cuándo tendría otra oportunidad?

– ¡Detened el carruaje! -ordenó con furia-. ¡Tú! -Su dedo acusador señaló al más viejo de los sirvientes-. ¡Hueles mal! Sube al pescante. Me marea este olor a cebollas.

Acostumbrado a obedecer, el hombre gritó al cochero que se detuviera y subió junto a él al pescante. Cuando el vehículo reemprendió la marcha, Constanza cayó de rodillas ante el otro sirviente, manipuló la librea con dedos nerviosos, inclinó la cabeza e introdujo el miembro erecto en su boca. El muchacho apenas si pudo jadear de sorpresa, mientras la lengua y los labios de su señora lo enloquecían. Cuando pensó que su delicia no podía ser mayor, ella se levantó, abrió sus faldas y se dejó montar. El sirviente le desabrochó el corsé y metió su cara entre los senos. La besó, la chupó y la mordió, llevándola al paroxismo mientras ella se balanceaba encima de él. Ella alcanzó el clímax dos veces y luego, cuando ya estaba agotada y lánguida, él perdió la timidez y la colocó boca abajo sobre uno de los asientos. Le levantó las faldas sobre la cabeza, miró las blancas y pequeñas nalgas, y la penetró por detrás. Sus rudas manos la manosearon desde atrás, apretándole los senos rítmicamente con cada empujón del erecto miembro, mientras le murmuraba obscenidades. Un momento antes del clímax, le tocó el centro de la sensualidad y los dos llegaron a la satisfacción juntos.