Apenas él hubo terminado, ella lo apartó con desprecio, se enderezó la falda y dijo con calma, mientras se ataba el corsé:

– Arréglate la librea. Y recuerda que si dices una sola palabra de esto, pierdes el puesto o algo peor. -Constanza se sentía más sosegada que en ningún otro momento de la noche y sabía que ahora podría pensar.

Cuando llegaron a casa, buscó a Ana.

– Lo sabe todo -le anunció sin preámbulos-. Ese tonto de Basingstoke ha provocado un duelo. Niall lo ha matado y nos han expulsado a los dos de la corte y de Inglaterra.

– ¡Santa María nos proteja! ¡Te lo advertí, niña! ¡Quién sabe lo que hará milord ahora!

– Preferiría que me matara. Pero nos lleva a Irlanda y me encerrará en mis habitaciones para siempre, mientras doy a luz a sus hijos.

– Arrodillaos, niña y agradecédselo a la Santa Madre. El señor es piadoso.

– No, no, dueña mía. ¡No quiero que me encierren! Tienes que ayudarme a escapar.

– ¡Niña, niña! Sed razonable. Milord os ha perdonado. ¿Adónde iríais?

– Tal vez Harry me ayude.

– ¡No, niña! Habéis sido afortunada. Ahora tendréis que comportaros como una buena esposa.

Discutieron durante una hora. Ana pedía un cambio de actitud y Constanza se ponía cada vez más frenética. Luego, de pronto, la puerta se abrió de un golpe y entró lord Burke.

– Bien -dijo-. Las dos estáis aquí. Ana, te pasaré una pensión y te enviaré de vuelta a Mallorca.

– ¡No! -gritaron las dos mujeres al unísono.

Ana se arrojó a los pies de Niall.

– ¡Por favor, milord, no! ¡Constanza es mi niña! No puedo dejarla. ¡No me obliguéis, os lo ruego!

Niall Burke levantó a la mujer que sollozaba.

– Ana, es precisamente por tu amor a Constanza que tengo que alejarte de ella. Sabías lo que hacía y la has estado protegiendo. Y lo harías de nuevo. Si hubieras venido a mí inmediatamente, este escándalo se habría evitado.

– Por favor, por favor, mi señor.

– Ana, no insistas. -La voz de Niall era dura, pero amable a pesar de todo-. Es por tu amor hacia mi esposa y por la forma como la has cuidado que te concedo una pensión en lugar de echarte a la calle. Dile adiós a tu ama ahora. Te irás por la mañana con cartas para mi agente en Mallorca.

Ana se aferró a Constanza con las lágrimas corriéndole por el arrugado rostro.

– Niña, haced lo que os pido, por el amor que siempre os he tenido, a vos y a vuestra pobre madre.

– ¡No me dejes, dueña! ¡No me dejes! -Constanza lloraba-. ¡Niall! ¡Por favor, te lo ruego!

Lord Burke separó a las dos mujeres.

– No puedo confiar en ninguna de vosotras -dijo con cansancio, y sacó a Ana de la habitación. Cerró la puerta con llave al salir.

– Milord -le rogó Ana una vez más mientras él la llevaba a su habitación.

– Adiós, Ana. Que Dios sea contigo.

– Sed bueno con ella, milord.

– La dejo vivir para que me dé hijos, Ana, y no estoy seguro de no equivocarme al hacerlo.


Cuando Ana partió a la mañana siguiente, recordaba todavía la tristeza de la voz de su señor al decirle eso. Desde el piso superior de la casa, Constanza agitó las manos y gritó:

– ¡Adiós, Ana querida! ¡Ve con Dios!

Ana partió en carruaje hasta los muelles de Londres y los sirvientes la escoltaron a bordo de una nave que zarpaba hacia Mallorca.

Llevaba dos cartas. Una para el gobernador, el padre de Constanza, en la que se explicaba que el clima de Inglaterra le había hecho daño a la dueña y, como el de Irlanda era aún más frío, lord Burke prefería darle una pensión y enviarla de vuelta. Daba instrucciones para que Ana recibiera una casita en las tierras de Constanza y un estipendio anual determinado. La otra carta era para que el agente de los Burke en Mallorca se encargara de los trámites.

La nave en que viajaba Ana tuvo suerte. Como había pocos barcos en el muelle de Londres pudo partir al cabo de dos días.

Pero los pensamientos de Ana se quedaron atrás, en Inglaterra, con su amita, su niña.

Capítulo 20

Una hilera de carruajes muy decorados avanzaba por la calle paralela al río frente a la casa de los Lynmouth. Caballos guarnecidos con elegancia, jinetes que pasaban los últimos chismes entre los carruajes y entre el sendero que llevaba hacia la casa junto al río. Lady Southwood, pasados quince días del nacimiento de su hijo, recibía de nuevo. Todo el mundo quería felicitar a la favorita de la reina por el nacimiento del heredero de los Lynmouth.

Ahora se sabía la verdad sobre la hermosa lady Southwood. No se había criado en un convento francés. Era una heredera irlandesa que había perdido completamente la memoria cuando la raptaron los piratas. Había estado comprometida con el irlandés lord Burke cuando desapareció.

¡El mismo Burke cuya esposa había sido la causante del terrible duelo en el que perdió la vida el pobre lord Basingstoke! Todo tenía el encanto del más increíble de los escándalos.

Y el escándalo producía más escándalos. Algunos sobrinos de Geoffrey Southwood, los que hubieran recibido el título y las tierras si Geoffrey moría sin descendencia masculina, habían pedido al arzobispo de Canterbury que anulara el matrimonio del conde y declarara bastardo al nuevo hijo. ¡La justificación era que Skye había mantenido una relación previa con lord Burke! El revuelo que levantó el asunto fue enorme. Geoffrey desafió a su primo a un duelo y lo hirió, y todavía no se sabía con certeza si iba a morir o no.

Lord Burke, un caballero, aunque fuera irlandés, había salvado la situación con un documento firmado por el Papa y cuya autenticidad certificó el embajador español. El documento disolvía el compromiso de lord Burke con Skye O'Malley, porque se le creía muerta. ¡El padre de Constanza había sido un hombre muy cuidadoso! El arzobispo declaró que no veía ningún motivo que obligase a anular la boda de lord y lady Southwood. Por lo tanto, el niño, Robert, era legítimo. El arzobispo en persona lo había bautizado y la reina y lord Dudley habían actuado como padrinos.

¡Pero había más todavía! Lord Burke había invadido la casa de la prostituta, Claire, la había desnudado y la había perseguido a latigazos por las calles de Londres hasta el límite de la ciudad. Allí la había dejado en manos de una multitud de hombres lujuriosos y esposas indignadas. Cuando volvió a su casa, Burke descubrió que su esposa, sus joyas y su jefe de caballerizas habían desaparecido. La reina levantó su decreto de exilio hasta que lord Burke pudiera encontrar a Constanza, que había desaparecido de la faz de la tierra. La corte estaba de acuerdo en que el último mes había sido francamente agotador.

La condesa de Lynmouth recibía a sus huéspedes en su casa, bien apoyada en su cama con colgaduras de terciopelo rosado bordado en oro. Usaba una bata de raso acolchado color crema, bordada con perlas y turquesas en un diseño floral. Sus rizos oscuros estaban recogidos con una cinta color perla y turquesa. Sus mejillas rosadas y sus ojos azules y brillantes hablaban de una buena salud y de una recuperación rápida y satisfactoria. Southwood había conseguido por fin una buena esposa. La dama era una excelente madre y paría hijos varones. Seguramente le daría un hijo por año.

La condesa estaba apoyada en varios almohadones de pluma de ganso con forros de lino blanco que olían a lavanda. La cama estaba cubierta con una colcha rosada que hacía juego con las colgaduras. Cerca de la cama había una cuna de nogal dorado y tallado donde dormía el heredero cubierto con una gorrita de puntilla; todos se acercaban a admirarlo y expresaban sus felicitaciones.

También traían regalos. El joven Robin tenía una docena de sonajeros de plata de distintos diseños y casi el mismo número de chupetes. Había copas bautismales, kilómetros de buenas telas y varios saquitos de oro. También había regalos para Skye. Puntillas y cintas frívolas, pequeñas joyas, ramos de flores de septiembre. Y mientras tanto, Geoffrey Southwood estaba allí de pie, mirando a su esposa y cuidándola con orgullo y amor. Ella era muy cariñosa con él desde el nacimiento de Robin y, gracias a eso, Geoffrey se sentía más seguro.

Pero Skye no se sentía segura. Niall Burke no había venido a verla todavía y ¿cómo podría saber con certeza qué había en su corazón hasta que él la visitara? ¿Por qué no venía? Cuando finalmente apareció, la cogió desprevenida.

El otoño había tardado mucho en llegar. Incluso ahora, a finales de octubre, los árboles estaban sólo empezando a cambiar su color. Geoffrey había estado fuera diez días, en Devon. Se había marchado para controlar los preparativos de la llegada de su hijo y su esposa. La reina finalmente, y sin muchas ganas, había accedido a que Skye dejara la corte hasta la primavera.

Era una brillante tarde de octubre y Skye estaba sentada bajo un manzano del jardín, cerca del río. Tenía la falda amarilla extendida a su alrededor como una flor abierta. Willow, de dos años y medio, jugaba cerca sometida a la mirada vigilante de su niñera. El bebé dormitaba sobre una manta, cerca de su madre, en el tibio sol de la tarde. Skye estaba relajada y contenta cuando llegó Daisy y le anunció:

– Milord Burke ha venido a saludaros, milady. Os espera en vuestra biblioteca privada.

Skye se levantó con más calma de la que sentía en realidad.

– Llévate a Robin, Daisy. Entrégaselo a la nodriza -ordenó, y después caminó por el jardín hasta la casa. Se detuvo un momento para mirarse en un espejo y acomodó un rizo perdido dentro de la red dorada que recogía su cabello negro.

Le temblaba la mano, y eso no la sorprendió, porque el corazón le latía con fuerza. Respiró hondo y tomó el picaporte de la puerta, enderezó los hombros y entró, resuelta, en la biblioteca.

– Milord, me alegra veros de nuevo. -Su melodiosa voz no tembló y ella supo que había conseguido el tono de cordialidad que requería una reunión como ésa.

Niall se volvió. Los ojos plateados estaban llenos de vitalidad y eran límpidos y brillantes y valientes como antes, pero ahora tenían arrugas en las comisuras de los párpados. Su piel seguía siendo clara y estaba tan fuerte y alto como siempre. Pero había una madurez, una fuerza tranquila y seductora ante él, un crecimiento marcado por el tiempo y cincelado por el sufrimiento. Ya no era el joven impetuoso que ella había conocido. En lugar de ese joven había un hombre maduro, seguro de sí mismo y tremendamente atractivo.

– Estás todavía más hermosa, si es que eso es posible. La maternidad te sienta bien, Skye.

– Gracias, milord. -Skye se acercó a la mesa-. ¿Deseáis un poco de vino? -¡Qué formales eran esas palabras! ¿Acaso él se estaba riendo de ella?

– ¿Te sientes incómoda conmigo, Skye?

– Es…, es difícil, Niall. Hasta hace seis semanas, no recordaba nada de mi vida, excepto de los últimos cuatro años en Argel.

– Siéntate conmigo, Skye. Siéntate y cuéntame lo que pasó. Casi me volví loco cuando te perdí.

Ella se sentó frente a él en una silla de terciopelo castaño y empezó a rememorar con calma:

– Me llevaron a otro barco. Esa parte no la recuerdo muy bien. No me hicieron daño, porque los musulmanes creen que los locos están tocados por la mano de Dios. Yo creía que habías muerto y perdí la razón. Cuando recuperé la consciencia, estaba en casa de Khalid el Bey. Él me cuidó. Y me amó. Y se casó conmigo. -Skye contaba la historia con sencillez y la terminó así-: Cuando huí de Argel estaba preñada de la semilla de Khalid. Willow es hija suya. El resto ya lo sabes. -Sus ojos azules no se desviaron de los de él.

– ¿Amaste a ese infiel?

Skye sintió una rabia fría al escuchar esas palabras. ¿Cómo se atrevía a hablarle así?

– Khalid el Bey era un gran caballero -dijo lenta, deliberadamente-. Y sí, lo amé muchísimo. Él era amable y bueno, y todos los que lo conocían lo querían. ¿Cómo te atreves a llamarlo así?

– Skye, perdóname. Mis problemas me confunden cuando pienso en las mujeres últimamente. Gracias a Dios por ese hombre, gracias a Dios por Khalid el Bey. Si él no te hubiera rescatado, quién sabe lo que te habría sucedido en Argel.

– ¿Por qué has venido, Niall?

– Me voy a casa, a Irlanda, Skye. He pensado que tal vez querrías que llevara algún mensaje tuyo, que tal vez querías que le comunicara a tu familia cuándo piensas volver.

– No sé cuándo voy a volver -dijo ella-. Me dicen que el tío Seamus se ha hecho cargo de los intereses de la familia con pericia. Ahora mi vida está aquí. Pero quiero a mis hijos. Me gustaría que me los enviaran a Londres.

– Pero tú eres la O'Malley de Innisfana, Skye.

– También soy la condesa de Lynmouth, Niall. Pero, dime, ¿has encontrado a tu pobre esposa?

– Sí, Skye. No está bien. Estará mejor en Irlanda.

Se le notaba muy amargado, pensó Skye. El destino no había sido benigno con él.