– Lo lamento, Niall -dijo ella-. Realmente lo lamento.

– No quiero tu piedad, Skye. No la necesito -le ladró él. Las palabras que no dijo colgaron en el aire entre ambos: «¡Lo que necesito es tu amor!» Pero Niall siguió adelante, como para taparlas-. Constanza me cuidó hasta que sané. Todos me decían que habías muerto, que una dama no podía haber sobrevivido en manos de esa gente. Primero no quise escucharlos, pero hasta el Dey de Argel dijo que no podía encontrarte. Finalmente tuve que creerles. Estaba solo y Constanza era hermosa y… tan inocente. Tenía que casarme por el bien de mi familia, por el MacWilliam, por el apellido Burke. Me había olvidado de la diferencia entre una dama cualquiera y cierta dama irlandesa. -Suspiró con tanta tristeza que Skye sintió que iba a ponerse a llorar.

– Cualquiera que hubiera sido tu destino, Niall, el mío sería el mismo. De todos modos, me hubiera casado con Geoffrey.

– ¿Tú crees? -El tono y las palabras la desafiaban.

Por primera vez desde que había entrado en la biblioteca, Skye lo miró cara a cara, extrañada. Sus ojos color zafiro con un tinte verde parecían morderlo.

– Sí. Si hubiera conservado mi memoria, habría removido cielo y tierra para volver junto a ti, Niall Burke, pero la idea de que habías muerto casi me destruyó por completo. En mi mente y en mi corazón me creí responsable de tu muerte y no pude enfrentarme a lo que había hecho. Mi mente se quedó en blanco. Ahora he recuperado la memoria, y doy gracias a Dios por eso, porque me permite reencontrar a mi familia y a mis hijos. Pero quiero que entiendas esto, Niall: no puedo cambiar lo que ha sucedido durante estos cuatro años y no estoy segura de querer cambiarlo. ¿Cuántas mujeres pueden decir que han tenido el amor que yo he recibido?

– ¿Amor? -le espetó él-. Supongo que lo que quieres decir es sexo. ¡Eso es lo que queréis vosotras, las mujeres! Solamente eso. Y yo que pensé que Dom O'Flaherty te había hecho aborrecer para siempre el deseo carnal.

– Si lo hubiera hecho -le gritó ella-, ¿habrías estado tan deseoso de acostarte conmigo? ¡No! Entonces no me habrías querido. -Y de pronto, su corazón se acercó al de Niall, bruscamente-. Niall, querido mío, pobrecito, ¡te han hecho tanto daño! Una vez mi señor Khalid me contó lo que pasaba con mujeres como Constanza, me dijo que era una enfermedad, Niall. No puede evitar lo que le pasa.

Pero a él le irritaba la piedad que descubría en la voz de ella.

– ¿Y cuál es vuestra excusa, señora? Ese muchachito hermoso que grita en brazos de vuestra nodriza no fue sietemesino, os lo aseguro.

– ¡Vaya, qué bastardo moralista eres ahora, Niall! -ironizó ella con suavidad.

Él gruñó, y tomándola por sorpresa, la acercó con rudeza a su cuerpo. Ella descubrió que no podía moverse. Él había puesto sus grandes manos en el cabello negro y la besaba. Con deliberación, con lentitud, una y otra vez, hasta que ella tuvo que responderle. La boca de él buscó la de ella. Y después le besó los párpados, las sienes y la boca de nuevo. Skye se estremeció, una y otra vez. ¡Ah, Dios! La boca de él estaba obligándola a recordar lo que no deseaba. La muchacha que había sido gritaba de amor por él. Y luego, con la misma brusquedad con la que la había agarrado, Niall la soltó, apartándola de él con un empujón.

– Sí -escupió-. Sois todas iguales, las mujeres. Listas para levantar la cola ante cualquier macho que os excite.

Ella lo abofeteó con todas sus fuerzas.

– Con razón tu esposa busca otros hombres -le espetó, y le alegró ver cómo la cara de él acusaba el golpe. Él la había herido y ella quería hacer lo mismo.

Él se dio media vuelta y salió de la habitación dando un portazo.

A solas, con la mano dolorida, Skye lloró. ¿Qué le había pasado a Niall durante los últimos cuatro años? ¿Qué podía haberlo hecho cambiar tanto? ¿No era ella la que había sufrido más? Entendía la amargura que él sentía por lo de Constanza, pero ¿por qué herirla a ella? Las sombras de la tarde se alargaron y cuando un sirviente entró para encender el fuego, ella seguía sentada allí, con las lágrimas corriéndole por la cara.

La puerta de la biblioteca se abrió bruscamente, pero ella no levantó la vista. Unos brazos fuertes la envolvieron y la apretaron, y ella sintió el consuelo familiar de un pecho de arcilla y terciopelo.

– Voy a matar a ese bastardo arrogante por herirte así -clamó la voz fresca de Geoffrey, y ella se sorprendió.

– Me odia -sollozó-. Realmente me odia. ¿Y por qué? ¿Qué le he hecho?

– ¿Tú lo odias?

– ¡No! -sollozó ella.

– Entonces es un idiota por despreciar tu amor -concluyó él.

– Yo no lo amo, Geoffrey. Ahora ya no. Pero una vez fue mi buen amigo, mi amigo querido, y ahora me odia. Jamás le he hecho daño, y por eso no puedo tolerarlo. -Lloró mientras él la sostenía con ternura, acariciándole el cabello. Finalmente se calmó-. ¿Cuándo has vuelto?

– Hace un ratito. Daisy me ha dicho que lord Burke había venido a verte y había salido dando un portazo, un rato después: me ha dicho que no habías salido de la biblioteca desde entonces.

– ¿Todo va bien en Devon?

– Sí, y todo está listo para recibirnos. Mis hijas te esperan, y también a Willow y a su hermanastro.

– Entonces partamos mañana mismo.

– De acuerdo -aceptó él-. Mañana.

– Geoffrey.

– ¿Qué, amor mío?

– Te amo.

Una alegre sonrisa iluminó el apuesto rostro del conde. Fue hasta la puerta de la biblioteca y la cerró con llave. Ella vio que la sonrisa se fundía con una mirada de pasión.

– Sí -jadeó en respuesta a la pregunta que él le había formulado sin palabras-. ¡Oh, sí, Geoffrey, sí, sí! -Y le tendió la mano y lo acercó a ella.

Durante un momento muy largo, él sostuvo esa cara hermosa entre sus manos y la miró con firmeza. Después, su boca buscó la de ella y la besó con dulzura, como explorándola, y los labios de ella se abrieron con deseo ante los del conde. Skye tembló de arriba abajo y sintió frío y calor y frío de nuevo. Los besos de él se hicieron más desesperados y ella se dio cuenta de que las manos de dedos largos de su esposo estaban tratando de deshacerle los lazos del corsé y tirando de los botones de hueso de su propio jubón, y cuando los dos quedaron desnudos, se dejaron caer en el suelo frente al fuego. Los elegantes dedos del conde le acariciaron el cabello negro y las redondeadas nalgas. Ella se atrevió a más y lo empujó para colocarlo sobre sí, mientras le lamía las tetillas.

– Skye -gruñó él a través de los dientes apretados-, ahhh, Dios, amor mío.

La lengua de Skye siguió la línea de cabello dorado que bajaba por el vientre de Geoffrey. Jadeó con fuerza sobre el olor masculino, como un gatito que lame, contento, una mano amiga. Y después, acarició el gran órgano masculino con su lengua. Él tembló de placer. Durante varios meses, las delicias del cuerpo de ella le habían sido negadas. Y era extraño, pero le había sido fiel. Después del amor de Skye, las otras mujeres le parecían poco.

Habría sido muy fácil caer sobre ella. Deseaba hundirse en ese cuerpo con un ardor que le dolía, pero Geoffrey Southwood pertenecía a esa raza extraña de hombres que sentían más placer si lo daban. La puso boca abajo y le besó un largo rato la base del cuello.

– Hace semanas que deseo amarte de nuevo -murmuró, poniendo los labios sobre el pulso de la gran vena del cuello. Su boca se movió hasta la estrellita que se abría sobre su seno-. Eres tan dulce, amor, tan dulce…

Se perdieron uno en el otro. Las manos y los labios se movieron y se amaron y volvieron a amarse hasta que la línea que divide la realidad de la fantasía desapareció por completo. Se acariciaron, se lamieron, se desearon hasta que, finalmente, se fundieron en un solo ser, en una llama de amor poderosa que los dejó físicamente exhaustos y aturdidos, pero que también les hizo más fuertes. El reflejo anaranjado del fuego jugaba sobre sus cuerpos entrelazados como un tercer amante celoso. Se durmieron allí mismo y se despertaron una hora después para abrazarse y hablar de tonterías en voz baja. Eran esposo y esposa, eran amantes, y, sin embargo, a veces se sentían tímidos frente al otro.

– La cosecha ha sido buena en Devon -dijo él.

– ¿Visitaste Wren Court? -le preguntó ella.

– Esperan ansiosos la llegada de Cecily.

– Ella también quiere volver a casa. ¡Ah, Geoffrey! Gracias por amarme realmente.

– Te amo como tú me amas a mí. Es amor compartido.

– Siempre será así, mi querido esposo.


Lo que habría dado Niall Burke por oír esas palabras dirigidas a él. Había abandonado la casa de los condes de Lynmouth enfurecido, casi fuera de sí. El encuentro con Skye no había salido como esperaba. Se había atrevido a soñar que ella se arrojaría en sus brazos y le rogaría que la llevara a Irlanda con él. Había creído que se avergonzaría de lo sucedido en Argel. Y en lugar de eso, había encontrado a una Skye que nada tenía que ver con la dulce muchacha de sus recuerdos. Evidentemente, recordaba mal. Niall se había olvidado convenientemente de la mujer que había encabezado la batalla contra los piratas.

Caminó por la casa, abrió la puerta trabada de la habitación de su esposa y entró.

– Buenas noches, señora Tubbs, ¿cómo está la paciente esta noche?

Una mujer alta y robusta se levantó de la silla junto a la cama y se acercó a él.

– Al menos ha podido tomar algo de sopa, milord.

– Me alegro. Id y comed vos ahora. Me quedaré con lady Burke hasta que regreséis.

– Gracias, milord. -La mujerona hizo una reverencia y salió.

Niall Burke se sentó junto a la cama y miró a la mujer dormida que era su esposa. Su hermosa y dorada piel se había resecado; su cabello rubio oscuro, su glorioso cabello, atado a dos trenzas, se había vuelto castaño, opaco, desvaído. Hace unos meses, era una muchacha adorable, y ahora… Niall suspiró. Pobre Constanza. Nunca le perdonaría lo que le había hecho, pero tal vez podrían empezar de nuevo. Tal vez si la dejaba embarazada, ella volvería a ser la dulce muchacha que lo había seducido en Mallorca.

Los ojos casi casi púrpura de Constanza se abrieron.

– ¿Niall?

– Estoy aquí, Constanza.

– Llévame a casa, Niall.

– Cuando estés lista para viajar, amor mío, nos iremos a Irlanda.

Constanza tembló. Irlanda. Esa tierra húmeda, gris. El castillo de los MacWilliam sería frío y gris. Ella deseaba calidez, sol; quería volver a Mallorca.

– Si me llevas a Irlanda, moriré; estoy segura. Quiero ir a Mallorca, a casa.

– Veremos lo que dice el médico, Constanza -dijo él-. Ahora duérmete.

Los ojos de ella se cerraron de cansancio y él se sorprendió al ver lo frágil que era. Le parecía increíble que hubiera soportado los rigores del submundo de Londres en el que la había encontrado. Había huido con el jefe de los caballerizos, Harry, que la conocía bien y la había instalado en un pequeño piso de dos habitaciones y había vivido de sus habilidades como prostituta. Vendió las joyas y cuando se acabó ese dinero, vivió del trabajo de Constanza, instalándose en una taberna cercana. Pronto se le vaciaron los bolsillos, pero su gusto por la buena vida no disminuyó de la misma forma. Empezó a pegar cruelmente a Constanza, acusándola de no trabajar lo suficiente. Podría ganar el doble, le dijo, si estaba menos tiempo con cada uno de los clientes y dormía sólo cuatro horas al día.

Polly, la sirvienta, que conocía el paradero de Harry por su hermana casada que vivía en el mismo barrio, se deslizó escaleras arriba para ver a su amo. Niall la llevó con él a caballo y ella lo guió, excitada, hasta el lugar en el que vivía Constanza.

Niall tuvo que esforzarse mucho para no desmoronarse cuando encontró a su esposa, delirando por la fiebre en el suelo de una minúscula habitación. Estaba recostada sobre un jergón sucio y el olor del orinal sin vaciar impregnaba el aire de la habitación. Hasta la pequeña Polly, que se había criado en la pobreza, jadeó impresionada.

– No os va a servir -gruñó la vieja dueña de la casa-, a menos que os guste tomarlas así, medio muertas…

– Cierra la bocaza, vieja -ladró Polly-. Vamos a sacar a la dama de aquí.

– ¿Dama? ¿Dama? -chilló la vieja-. Esa me debe el alquiler.

– ¿Dónde está el hombre que vive con ella? -preguntó Niall.

– ¿Harry el buen mozo? No ha aparecido desde que ella está enferma. Tiene otra, una joven.

– ¿Cuánto te debe de alquiler?

La vieja miró a lord Burke con ojos astutos.

– Un chelín -dijo.

El irlandés buscó en su bolsa, pero Polly se interpuso.

– No conseguirías un chelín ni en dos años, vieja asquerosa -le gritó, furiosa-. No le deis más de dos peniques de plata, milord.

Pero Niall sacó media corona de su bolsa y se la dio a la mujer, cuyos ojos brillaban de codicia y sorpresa.