– Esta mujer nunca ha estado aquí -dijo-. Y nosotros tampoco.
La vieja tomó la moneda, la mordió y se la metió en el bolsillo del delantal.
– Nunca os he visto. Ni a ella -declaró, y desapareció de la habitación.
Niall y Polly levantaron a Constanza entre los dos.
– Tú irás con ella, muchacha, y yo llevaré el caballo -dijo él, feliz con la noche lluviosa que resguardaría la vuelta a la casa de los ojos indiscretos.
Niall Burke se había cansado hacía ya mucho de alimentar los chismes de la corte. Cuando finalmente llegaron a casa, los sirvientes se habían retirado; todos menos el muchacho del establo que se llevó el caballo a las cuadras casi sin abrir los ojos por el sueño. Lord Burke llevó a su inconsciente esposa a sus habitaciones, donde él y Polly le quitaron la ropa sucia del cuerpo flaco y consumido. Niall llenó la tina de roble con agua tibia que él y Polly trajeron de la cocina y la lavaron de arriba abajo. Constanza, no del todo en sus cabales, protestó con voz débil. La sacaron de la tina, la secaron, le pusieron un camisón limpio, armaron dos trenzas con su cabello y, finalmente, la llevaron a la cama.
Lord Burke bajó a las cocinas; vació la tina, que era pequeña y manejable, y se sentó a la mesa. Polly rebuscó en la alacena y encontró un pollo cocido. Lo puso sobre una bandeja de madera con un poco de cerveza negra de octubre en una copa y se alejó de la mesa. Pero Niall le hizo un gesto para que se sentara con él. Cortó parte de la pechuga del pollo y se la alcanzó.
– Come, muchacha. Has trabajado mucho esta noche. Y sírvete cerveza también.
Polly lo obedeció con timidez, sorprendida.
– Gracias, milord.
– Te agradezco lo que has hecho, muchacha. Tal vez nunca hubiera encontrado a mi esposa sin tu ayuda. Es una mujer enferma, Polly. Enferma de cuerpo y espíritu.
– Nunca pensé que una dama pudiera actuar así, si me permite decirlo, milord.
Él sonrió. Polly era una pequeña inocente. Él podría haberla impresionado con historias de grandes damas de la corte que se convertían en putas por una razón u otra.
– Polly, pareces una muchacha muy inteligente. Voy a darte una oportunidad de mejorar, pero no será fácil. Necesito a alguien que cuide de mi esposa. No puedo dejarla sola. Si yo no estoy con ella, tiene que haber otra persona. Ahora está enferma, pero cuando se mejore, tratará de sobornarte para escapar, y no debes dejar que lo haga. ¿Crees que podrás hacerlo?
– Sí, mi señor. Pero hay algo que tenéis que saber. Harry también fue mi amante y, una vez, cuando milady nos descubrió, ella… -La cara de Polly se puso roja-. Ella se nos unió -terminó con rapidez-. Sé que puedo cuidarla, pero creo que tenéis que saber esto.
Niall casi se ahoga con su cerveza. Constanza había tenido inventiva, no había duda.
– Parte del trabajo de cuidarla consistirá en decirles a los que pregunten por ella que no está del todo bien de la cabeza, Polly.
– De acuerdo, señor.
Así que Niall había contratado a la señora Tubbs para que vigilara a Constanza de noche y a la joven Polly para que lo hiciera durante el día. El primer médico que la vio recibió la información de que lady Burke había sido raptada y la experiencia le había afectado la razón de algún modo.
El médico la llenó de ampollas y le hizo sangrías. Lo único que consiguió fue debilitarla aún más. Niall lo despidió y contrató a otro, recomendado por lord Southwood.
El segundo médico era moro y sabía lo que hacía. Examinó cuidadosamente a Constanza, tomó notas y todo el tiempo dio señales de comprenderla y querer ayudarla. Finalmente, se reunió con lord Burke en otra habitación.
– Milord, vuestra esposa está muy enferma, emocional y físicamente. Necesita una dieta especial, descanso, sol y medicación. -Se detuvo un momento, como si tuviera que tomar una decisión. Después preguntó-: ¿Tenéis sífilis, milord?
– ¡Dios, no!
– Vuestra esposa, sí. -El médico sabía ser directo cuando quería-. Uno de los peores casos que he visto.
– No me sorprende -dijo Niall con calma-. Doctor, mi esposa está enferma, en eso tenéis razón. Es una mujer a la que no le basta un amante. ¿Comprendéis lo que quiero decir?
– Sí, milord, y lo lamento. He oído hablar de casos así. Puedo tratar sus síntomas, pero a menos que podáis impedirle que siga con su locura, se matará. Francamente, no estoy seguro de que no sea ya demasiado tarde.
Niall se retiró a su estudio. No encendió ninguna vela. Se sentó en silencio frente al fuego. «Bueno, padre -pensó-, no voy a llevar a mi esposa a Irlanda, todavía.»
El doctor Hamid volvió al día siguiente.
– Buenas noches, doctor -lo recibió Niall.
– Milord.
– Venid a verme cuando hayáis revisado a Constanza.
– Muy bien, milord.
Niall suspiró. Se quedó un rato pensando hasta que, de pronto, se dio cuenta de que no estaba solo.
– ¿Milord?
– Ah, doctor, habéis vuelto. Venid a mi estudio y sentaos. ¿Cómo está Constanza?
– Un poco más fuerte, pero no tan bien como yo esperaba, milord.
– ¿Podría viajar?
– ¿A Irlanda? No. Eso la mataría.
– No, doctor Hamid. A Mallorca. Expresó sus deseos de volver a su hogar. Si es posible, quiero darle el gusto.
– El sol le iría muy bien, milord. Pero todavía no está suficientemente fuerte para emprender el viaje.
– ¿Dentro de unas semanas?
– Tal vez. Sí, en realidad, puede que mejore si sabe que la vais a enviar allí.
– Entonces, se lo diré. Mientras tanto, iré a Irlanda a ver a mi padre. Hace cuatro años que no nos vemos.
Niall Burke partió hacia su casa cuatro días después cabalgando a través de la verde Inglaterra hasta el puerto más occidental, donde encontró fácilmente una nave que pudiera llevarlo a Irlanda.
Cuando vio de nuevo su adorado hogar, las onduladas, suaves y verdes colinas; los dramáticos cielos, llenos de nubes que solamente se pueden ver en Irlanda, pensó en su larga ausencia y se echó a llorar. Pero cuando tomó tierra y volvió a cabalgar, el sentimiento de nostalgia desapareció, reemplazado por un deseo de llegar cuanto antes al castillo de los MacWilliam. Se quedó atónito al ver que su familia lo había estado esperando y se le detuvo el corazón al ver a su padre. El viejo estaba más delgado, y se le veía más frágil. Niall lo notó apenas se acercó a él. Pero no había perdido nada de su autoridad ni de su orgullo.
– Así que dejaste que la O'Malley se te escapara de nuevo y ya le ha dado un hijo varón a su nuevo esposo -fue el saludo de su padre. Como si Niall nunca se hubiera marchado.
– Ahora tengo esposa -le recordó a su padre, a la defensiva.
– Otro campo yermo que no puedes fecundar. ¿Dónde está?
– La he dejado en Londres. Está enferma.
– ¡Claro, claro! Lo suponía.
– Padre no puedo quedarme. He venido porque quería verte. Nuestro clima está matando a Constanza. Irlanda no es mucho mejor, así que voy a llevarla a Mallorca.
– Sería mejor que la trajeras aquí, a Irlanda, a morir. Entonces podríamos casarte de nuevo con alguna mujer irlandesa fuerte que pueda darme nietos. Las mujeres extranjeras no florecen bien en suelo irlandés.
– Probablemente se muera de todos modos, padre. Extraña el sol y quiero que sea feliz en sus últimos días.
– En ese caso, veré qué hijas de buena familia están disponibles para el matrimonio. O tal vez una joven viuda con hijos varones… -musitó el viejo.
– ¡No me busques esposa, padre!
– ¡Quiero ver a mis nietos antes de morir!
Y así siguieron discutiendo durante los pocos días de la visita de Niall. El día de su partida, Seamus O'Malley, el arzobispo de Connaught, vino a verlo con sus dos sobrinos nietos, Ewan y Morrough O'Flaherty, y le pidió que los escoltara hasta la casa de su madre en Inglaterra. Aunque los niños lo obligarían a viajar con más lentitud, Niall aceptó. Y quedó gratamente sorprendido cuando Seamus O'Malley le ofreció un barco de la familia para llevarlos directamente a Devon.
– ¿Creéis que mi sobrina es feliz? -preguntó el obispo.
– Eso dice -respondió Niall con amargura-, pero las mujeres suelen ser inconstantes.
Seamus escondió una sonrisa.
– Debéis aprender a aceptar la voluntad de Dios, hijo mío -murmuró en tono piadoso.
Niall Burke se mordió los labios para no decirle al obispo que se fuera al diablo.
– Debo rezar para que el Señor me otorgue el don de la paciencia -dijo con una falta de sinceridad absolutamente obvia, y Seamus O'Malley rió entre dientes.
– ¿Podéis partir mañana, Niall? Skye nos comunicó que está ansiosa por ver a sus hijos. Pobre Skye… -El obispo no terminó la frase. No había palabras para expresar lo que pensaba de la tragedia de su sobrina.
Después de una pausa, Niall dijo:
– Sí, creo que puedo partir mañana, y rezo por que este viaje sea menos accidentado que el último que hice en una nave de los O'Malley.
Ewan y Murrough O'Flaherty eran fáciles de cuidar. De seis a siete años, los muchachos tenían muchos deseos de ver a su madre, pero estaban asustados ante la idea de ir a vivir con una mujer a la que casi no recordaban. El viaje, además, era el primero que hacían lejos de Irlanda, pero, a pesar de sus miedos, estaban excitados y contentos.
Niall Burke se despidió afectuosamente del MacWilliam.
– Si me necesitas, el gobernador de Mallorca sabrá dónde encontrarme -le dijo-. Te prometo que cuando todo termine, volveré a casa.
– ¡De acuerdo! No pienso morirme hasta que vea la próxima generación, muchacho.
Niall sonrió con paciencia y después se alejó a caballo con sus dos jóvenes acompañantes. El viaje, de apenas unos días, no presentó ningún problema, acompañado en todo momento por un clima de cielos claros y buenos vientos. En el último día, pasaron junto a la isla de Lundy, siguiendo la marea, y subieron por el río Torridge hasta Bideford. Los pequeños O'Flaherty viajaban con los ojos abiertos de asombro, porque nunca habían estado en una ciudad. Miraban con la boca abierta la actividad frenética del puerto. Niall, incapaz de resistir la idea de mimarlos un poco, los llevó a una hostería junto al río y les compró pasteles y vino aguado. Alquiló dos caballos y, como todavía no era mediodía, tuvieron tiempo suficiente para llegar a Lynmouth antes del anochecer. Antes de partir, la joven esposa del dueño de la hostería les obsequió con queso, pan y manzanas frescas.
– Los muchachos siempre tienen mucho apetito durante los viajes -dijo con una alegre sonrisa. Niall le sonrió también y dejó caer una moneda en su corsé con gesto travieso.
– Cómprate unas cintas que hagan juego con el color de tus ojos -le dijo.
Ewan y Murrough estaban callados ahora, cada vez más nerviosos a medida que cada paso de los caballos les llevaba más cerca de su madre. Los pensamientos de Niall estaban centrados en Skye. Se habían despedido con tanta amargura, y la verdad era que había sido culpa de él. ¡Que el comportamiento de Constanza lo hubiera llevado a acusar a Skye de inmoralidad…! ¡Se había portado como un idiota! Claro que amaba a Southwood. Era una tragedia para Niall que los recuerdos del amor que se habían profesado hubieran vuelto a la mente de Skye después de que ella se hubiera casado, enamorada. Pero también era cierto que, aunque ella no hubiera estado casada, él sí tenía una esposa. ¿Entonces, por qué se había enfadado con ella?
Se detuvieron junto a un arroyo para dar un descanso a los caballos y comerse el almuerzo que les habían regalado.
– No se parece a Irlanda -observó Ewan.
– Todo es tan complicado -dijo Murrough-. Quiero volver a casa…
– Vamos, muchachos, debéis daros tiempo. Vuestra madre tiene muchísimas ganas de veros.
– ¿Y qué pasa con el inglés con quien se casó? -preguntó Ewan, casi sin esconder su desprecio. Niall lo miró, divertido.
– Lord Southwood es un caballero, muchachos. Os gustará.
– No vamos a quedarnos aquí -aseguró Ewan-. Mi hermano y yo somos O'Flaherty y somos de Ballyhennessey y yo tengo que cuidar de mis tierras en Irlanda. Solamente vamos a visitar a nuestra madre.
– Vuestra madre había perdido la memoria. Cuando la recuperó, y de eso hace muy poco, lo primero que pidió fue veros. No la hagáis quedar mal ante el inglés. Que no diga que los irlandeses somos bárbaros.
– Al diablo con el inglés -le ladró el muchacho.
– Ese es un sentimiento que estoy casi dispuesto a compartir, Ewan O'Flaherty, pero, de todos modos, vas a portarte bien y no dejarás en mal lugar a los irlandeses -replicó Niall, palmeando al muchacho como si se tratara de un juego-. Ahora, montad, muchachos. Si queremos llegar a casa de vuestra madre antes del anochecer, será mejor que cabalguemos sin detenernos.
Avistaron el castillo de Lynmouth justo en el momento de la puesta de sol. Estaba en una bahía entre dos cabos, frente a la isla de Lundy. La parte más antigua del castillo era una torre sajona circular sobre la que las siguientes generaciones habían construido otros edificios. El resultado era un edificio pequeño pero encantador, mezcla de arquitectura sajona, normanda, gótica y Tudor. Por debajo de la gran torre grisácea, la casa propiamente dicha era blanca con algunas paredes cubiertas por enormes enredaderas. En ese momento, el sol rojo de la tarde coloreaba las torres con techo de tejas y calentaba los campos de los alrededores. Los caballos atravesaron lentamente el viejo puente de roble que daba al patio del castillo. Un muchacho se apresuró a ayudar a desmontar a los visitantes y un sirviente los hizo pasar al interior.
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