– Soy lord Burke. Traje a los dos hijos de la condesa desde Irlanda.

– Por aquí, milord. Los señores os esperaban, aunque no sabían exactamente cuándo llegaríais.

El sirviente los condujo al salón del castillo. A Niall lo impresionó la habitación. Era hermosa, con ventanas a ambos lados y una vista del mar desde todas ellas. Skye estaba en su ambiente en una habitación así, de pie junto a una ventana, con un vestido simple de terciopelo morado. Sus magníficos ojos azules se abrieron de sorpresa al verlo y se posaron enseguida en los dos niños.

– He traído a tus hijos, Skye -anunció él con voz tranquila-. Buenas noches, Southwood. Espero poder disfrutar de vuestra hospitalidad por esta noche.

El conde asintió y puso su brazo sobre el hombro de su esposa.

– ¿Mis hijos? -La mirada de Skye estaba llena de asombro-. ¡Pero si eran bebés cuando los vi por última vez! -Le caían lágrimas por las mejillas-. ¡Ewan! ¡Murrough! Venid con mamá. -Abrió los brazos y los dos chicos corrieron hacia ella sin avergonzarse y sollozaron su miedo y su alivio al reconocerla-. Ah, queridos, queridos -lloraba ella-, no me había dado cuenta de hasta qué punto os extrañaba. -Los abrazó de nuevo-. Soltadme, por favor, quiero veros. -Desenredó los bracitos de los niños, que tenía anudados al cuello, y los hizo retroceder un poco-. Bueno, no os parecéis a vuestro padre, no, y le doy gracias a Dios por eso. Sois O'Malley puros, con el cabello negro y estos ojos azules. Ewan, ¿Cuántos años tienes? ¿Siete? ¿Y Murrough, seis?

– Sí, mamá -respondieron los dos chicos a coro.

– Entonces -dijo ella con voz soñadora-, pronto os enviaremos de pajes con otra familia. Pero primero tenemos que conocernos mejor. Quiero presentaros a vuestro padrastro, el conde de Lynmouth.

Los niños se volvieron y, sometidos a la mirada amenazadora de Niall, hicieron una reverencia a lord Southwood. Geoffrey vio la mueca de Niall y sonrió por dentro, divertido. Así que los pequeños salvajes estaban resentidos por su presencia. Era lógico y natural. Se inclinó ante ellos.

– Ewan y Murrough O'Flaherty, me alegro de teneros conmigo en mi casa. Os doy la bienvenida.

– Tienen que conocer a los otros niños, Geoffrey -intervino Skye-. Tenéis cuatro hermanas, niños. Susan, de seis años; las gemelas, Gwyneth y Joan, de cinco. Y mi hija Willow, que tiene tres años y medio. Vuestro hermanito se llama Robbie. Venid, os llevaré a verlos.

En todo el rato no le había dicho ni una sola palabra a Niall, ni una.

– Había olvidado que odia con tanta pasión como ama -dijo Niall con suavidad.

– La heristeis mucho la última vez que os visteis -replicó Geoffrey.

– Lo sé. Dios sabe que no era lo que pretendía pero, de pronto, ahí estábamos, peleándonos.

– Ha sido muy amable de vuestra parte traer a los hijos de Skye desde Irlanda. ¿Habéis instalado allí a vuestra esposa?

– Constanza todavía está en Londres. Fui sólo a ver a mi padre. Me voy a Londres mañana. Mi esposa está muy enferma y quiero llevarla a su casa, a Mallorca.

Geoffrey asintió.

– Haré que un sirviente os conduzca a vuestra habitación -dijo con amabilidad.

Unos minutos más tarde, Niall se quedaba a solas en su habitación. Como en el salón que acababa de dejar, tenía una vista al mar a su disposición. El sol manchaba las aguas de un color vino tinto y en el brillo de la tarde veía la isla de Lundy, ese misterioso puerto pirata. «Skye sería feliz allí -pensó Niall-, sería feliz cerca del color y el olor del mar.»

Esa noche la cena fue simple, un asunto poco agradable, casi incómodo. Los niños ya no estaban allí, ya habían comido en la sala de juegos. Ewan y Murrough se sentían mejor ahora. Sus hermanas los miraban con miedo y respeto, y ellos estaban encantados con la menor, Willow. Habían descartado al bebé: no era interesante.

Los Southwood y lord Burke estaban sentados en el estrado del salón. Los acompañaban solamente algunos de los alguaciles, porque el conde no tenía invitados esa noche. La cena fue simple y la conversación, escasa. Finalmente, sólo quedaron Niall, Geoffrey y Skye, ya que los demás se dispersaron por el salón o se reunieron alrededor del hogar. Niall sabía que no podría irse sin hablar con Skye. Ella se las había arreglado para evitar el encuentro durante toda la noche, aunque, aparentemente, no había nada extraño en la forma como se trataban. Niall se dio cuenta de que iba a tener que usar la vía más directa.

– Skye -dijo con voz calmada, mirándola directamente a los ojos-. Me gustaría disculparme por mi comportamiento la última vez que nos vimos.

Los labios de ella se curvaron en una sonrisa.

– Estabais bajo una presión muy grande, milord -replicó con voz tranquila. La sonrisa no llegaba a sus ojos azules, ausentes y sin expresión-. Ahora espero que me disculparéis, ha sido un día agotador para mí. -No esperó una respuesta.

Se inclinó hacia Geoffrey con sus ojos cálidos y dijo:

– No tardes, amor mío.

Él le cogió la mano y se la besó durante un momento.

– No, claro que no, mi vida. -Le acarició la mejilla.

Niall se sintió un intruso, y eso le dolió. Después de ese momento de intimidad, Skye se detuvo en la puerta del salón, se volvió y dijo:

– Buen viaje, Niall. -Y desapareció.

– En realidad, ya os ha perdonado, Niall. Pero la heristeis, y es orgullosa.

– Siempre ha sido orgullosa -dijo él-. Capaz de desafiar al mundo. Pienso que ésa es la razón por la cual su padre la prefería y por la cual dejó a la familia a su cargo. -Niall se frotó la frente con cansancio-. Ah, pero eso es historia, historia de otros tiempos, de otro lugar. Y de otra mujer. Bueno, me voy a acostar, Southwood. Quiero salir temprano. Si no os veo por la mañana, os doy las gracias ahora por vuestra hospitalidad.

Geoffrey Southwood miró partir a su huésped y sintió lástima por él. Sacudió la cabeza y fue también a acostarse. Cuando se reunió con su esposa, Skye estaba cepillándose el oscuro cabello.

– Has sido muy dura con él, amor mío.

– No pienso ser vulnerable al embrujo de Niall Burke. Nunca más -dijo ella con amargura. Y después, cambiando de humor, lo abrazó.

Él rió con suavidad.

– Bruja, ¿estás coqueteando conmigo?

– ¡Sí! ¡Sí! Bésame, Geoffrey.

Él fingió pensarlo.

– Tengo que decidirlo, señora -dijo, y se alejó de ella.

– ¡Bestia! -siseó ella, y se lanzó sobre su espalda.

Él se volvió a tiempo para cogerla y apretarla contra su pecho. Prisionera, ella no podía defenderse.

– Y ahora, señora… -dijo él con suavidad, y le besó los labios.

– ¡Ámame, Geoffrey! ¡Ámame, por favor!

– Claro que sí, amor mío -dijo él, y su boca se cerró sobre la de su esposa.

Ella se entregó sin reservas y lo sorprendió de nuevo con la intensidad de su pasión. Sus labios eran como pétalos de suavidad bajo los del conde y se abrían para acoger su lengua. Él no los liberó en ningún momento y, sin dejar de besarla, la cogió en brazos y la llevó hasta la cama. La dejó caer con suavidad entre las almohadas, y después se quitó su camisa de seda. Los ojos color zafiro lo devoraron y los ojos verdes respondieron inmediatamente con idéntica pasión. Ella se quitó su camisón y lo arrojó al suelo. Después le tendió los brazos. Él se sentó en el borde de la cama y le tomó la cara con ambas manos. Miró dentro de esos ojos magníficos.

– No, Skye, no me hagas el amor para borrar tus recuerdos de Niall Burke. No tengo miedo de esos recuerdos, y tú tampoco deberías tenerlo. Hubo un tiempo en que lo amaste mucho, y sé que esos sentimientos no se borran por completo ni tienen por qué borrarse. Sé que te hirió, pero fue porque él también sufría. Perdónalo, amor mío, por él y por mí, para que, cuando nos amemos, yo pueda estar seguro de que es por lo que sientes por mí y no por el resentimiento que guardas contra él.

Las lágrimas brotaron de los ojos de Skye y corrieron por su hermoso rostro.

– Al diablo contigo, Southwood. ¡No te merezco! ¡Sí, sí! Lo perdono, pobre bastardo. Le tengo lástima, incluso. Yo me resigné a lo que me deparó el destino, pero Niall, no, y me odiaba porque odia ese destino. ¡Como si yo fuera responable de lo que me pasó! Y sí, lo odié cuando me hirió. Me hizo sentir culpable por ser feliz contigo, mientras él lo pasaba tan mal con Constanza. Pero quiero que entiendas una cosa: nunca he hecho el amor contigo para olvidar a Niall Burke.

Parecía indignada y adorable, y él rió.

– Me alivia mucho oír eso, señora.

Él se estiró y acarició lentamente uno de los pequeños senos con una sonrisa perezosa en la comisura de los labios y un rayo en los ojos. Un elegante dedo jugueteó con un pezón hasta que éste se alzó para prestarle atención, y luego se detuvo entre los senos y bajó hasta el lugar que queda entre las piernas. La palma de la mano presionó allí con firmeza y luego acarició con suavidad. Skye empezó a jadear y sus ojos se entrecerraron.

– Oh, amor mío -murmuró él-, estás hecha para esto. Eres perfecta. -Y su cabeza se hundió para probar la piel fresca de los senos. A pesar de las veces que había hecho eso con ella, siempre lograba extraer un gemido de ella, un gemido que la hacía inflamarse y perder el aliento. Él gimió también.

Sus manos descendieron a lo largo del cuerpo amado, rodearon un momento la cintura y luego bajaron más aún, hasta las nalgas. El cuerpo del conde subió sobre el de ella y Skye se estiró para tocar la raíz de su masculinidad y jugar con ella, frotando y acariciando la húmeda abertura del miembro.

– ¡Podrías excitar a una estatua, bruja!

– Ámame, Geoffrey -le susurró ella con urgencia, y separó las piernas para recibirlo.

Lentamente, con habilidad, dulzura y sabiduría, él entró en ella mientras miraba en esos ojos hermosos lo que ella estaba sintiendo. Se retiró un poco y los ojos de ella lloraron su desagrado. Luego se hundió con fuerza y el placer que saltó en la mirada azul se agregó a la alegría del conde. Cuando Skye le pidió el clímax y dejó caer sus párpados oscuros y suaves como plumas sobre las mejillas pálidas, él sintió que los espasmos de ella eran como olas que rompen una tras otra sobre la playa. Seguro ya de que ella estaba saciada, Geoffrey Southwood buscó su propio paraíso y se dejó ir en ese cuerpo hermoso que se movía con tanta pericia bajo el suyo, en las uñas que se clavaban en su espalda, en el grito de placer cuando su masculinidad explotó y la inundó con el dulce tributo de siempre. Sí, Skye era suya. Solamente suya.

Capítulo 21

El conde y la condesa de Lynmouth abandonaron Devon durante una breve temporada después de Año Nuevo para recibir a sus invitados en la famosa fiesta de la Duodécima Noche en Londres. Los mejores sastres y costureras de la ciudad tuvieron que trabajar horas extras para cumplir con los encargos y recibieron propinas y sobornos en la lucha de todos por lucir el mejor traje de la noche. El dinero aseguró a la condesa de Lynmouth el conocimiento previo de todos los disfraces de sus invitados. Para no ofender a ninguno con un vestido similar, tuvo que comprar las confidencias de los criados con discreción y celeridad.

Se divirtió mucho cuando vio que muchas mujeres habían copiado su idea del año anterior, en el que había aparecido disfrazada de Noche, con un vestido negro. Algunas habían invertido el papel y habría por lo menos media docena de Días y cuatro Tardes. También habría Primaveras, Veranos, Inviernos y Otoños, como siempre. La reina se disfrazaría de Sol, y ése era el secreto peor guardado de Londres. Las tres damas que habían tenido la misma idea habían sufrido ataques de histeria al descubrir que tendrían que cambiar de disfraz. La Luna y la Cosecha también eran temas populares, pero nadie, excepto Skye, había pensado en aparecer como una joya. Pensaba disfrazarse de Rubí. Y como Daisy y su madre le habían hecho el vestido en Devon, ése sí que era un secreto bien guardado. Geoffrey se vestiría de Esmeralda, con un traje verde oscuro.

La noche de la mascarada, Skye se detuvo frente a su espejo de cuerpo entero más que satisfecha con lo que veía. El vestido rojo oscuro era magnífico, pero no recargado. Llevaba una falda inferior de seda pensada para formar un diseño adornado con pequeños rubíes e hilo de oro, un dibujo que brillaba con cada cambio de luz. La falda superior era de pesado terciopelo y las mangas partidas dejaban ver la seda de la camisa a juego que repetía el diseño de los rubíes de la falda. El escote era muy bajo y el conde tuvo que comentar:

– No sé si estoy de acuerdo con tu generosidad. Le muestras a la corte tesoros que son solamente míos.

Skye se rió y replicó:

– Pero piensa en cómo van a envidiarme, milord.

Él rió.

– Qué criatura malvada eres -ironizó, y, de pronto, colocó en el cuello de su esposa un hermoso collar de rubíes-. Éste es mi regalo para ti, amor mío. -Ella perdió el aliento y él se inclinó y le colocó los pendientes que hacían juego.