– ¡Ah, Geoffrey! -La mano de ella tocó el collar con respeto-. Son extraordinarios. -Se volvió y lo besó con dulzura. El perfume de su cuerpo asaltó al conde, que sintió una punzada de deseo.

– Por el amor de Dios, amor mío, dame las gracias más tarde. En este momento estoy considerando seriamente deshacerte el vestido y el peinado para siempre.

Ella rió, contenta, y se sonrojó de placer y excitación.

– Ah, te amo, ¡te amo!

Él dominó su pasión y su deseo, y murmuró:

– Preferiría estar en casa contigo, en Devon, y no aquí, preparándome para que medio Londres coma y beba a mi costa y de paso pueda admirar los senos de mi esposa.

Skye rió, encantada, y después se sentó y dejó que Daisy terminara de arreglarle el cabello. Las damas de la corte inglesa solían preocuparse mucho por el peinado que usaban, pero Skye no estaba de acuerdo. Le había pedido a Daisy que le hiciera un moño simple sobre la nuca. El moño estaba decorado con flores de seda, y el resto del cabello, partido en el centro con dos pequeños bucles, que las mujeres llamaban «lazos de amor», a ambos lados de la cabeza.

Skye se puso en pie, satisfecha, y giró frente a su esposo.

– ¿Y bien, milord?

– No puedo decir nada que ya no sepas, cariño. -Ella sonrió. Entonces él le preguntó-: ¿Y yo, señora? ¿Os parece que no vale la pena mirarme?

Ella lo miró con ojos divertidos, como un galán miraría a una dama a la que desea, y la boca del conde se dobló de risa ante esa imitación. Ella dio una vuelta alrededor de él, mirándolo de arriba abajo y después dijo:

– Tenéis las piernas mejor formadas de la corte, milord, y ese traje color esmeralda combina muy bien con vuestros ojos. Las damas tratarán de olvidarse de que me pertenecéis, pero no pienso permitirlo.

Él hizo una elegante reverencia, como para aceptar el cumplido. Riendo, bajaron cogidos del brazo por las escaleras del gran salón de baile de la Casa de Lynmouth.


Empezaban a llegar los primeros carruajes, y Skye y Geoffrey se quedaron de pie en la escalera de la entrada principal, para saludar a sus huéspedes. El salón se llenó con rapidez. Hasta la reina llegó temprano, escoltada por lord Dudley, siempre apuesto, entre otros caballeros.

– Pensamos quedarnos hasta tarde, querida Skye -anunció Isabel-. Tú y Southwood dais la mejor fiesta del año.

– Regresamos a Londres temporalmente para no afrentar a Vuestra Majestad -dijo Geoffrey-. Skye todavía no está repuesta del todo del nacimiento de vuestro ahijado.

– Esta fiesta no os perjudicará, ¿verdad? -preguntó Isabel, preocupada.

– No, Majestad. Solamente veros ya me da fuerzas -replicó Skye.

Los ojos de la reina brillaron.

– Qué cortesana tan perfecta sois ahora, Skye. ¡La mejor de las parejas posibles para Southwood!

El conde se inclinó ante el cumplido y le ofreció su mano a Isabel cuando empezó el primer baile. Lord Dudley bailó con Skye. A ella no le gustaba el favorito de la reina, y él lo sabía perfectamente. Pero, por desgracia, el rechazo no hacía más que aumentar su excitación. Era un hombre que amaba el peligro, y la idea de seducir a esa hermosa mujer ante las narices de Isabel y del conde lo tentaba constantemente.

La opinión que Robert Dudley tenía de sí mismo era tan elevada que no entraba en su cabeza que él, el hombre más popular de la corte, pudiera sufrir un rechazo. Suponía que Skye era tímida, y que ahí radicaba el problema, a pesar de que no había nada de timidez en la personalidad de la dama. Si la hubiera conocido bien, se habría dado cuenta inmediatamente. Mientras bailaba con ella, sus ojos se deleitaban con la luminosidad de esa piel blanca y bajaban, osados, hasta el escote. ¡Qué hermosas manzanitas debía de esconder esa mujer bajo el corsé! Las miró con rapidez, claro, porque, aunque Isabel todavía le negaba la posesión total de su cuerpo, era una mujer tremendamente celosa.

Skye ignoró esos ojos llenos de deseo que la hacían sentir casi sucia. Lo que no pudo ignorar fueron los comentarios directos y atrevidos de Dudley.

– ¿Por qué no os gusto, hermosura? Deberíais tratar de cultivar mis favores.

– No es que no me gustéis, milord -dijo Skye, mirándolo a los ojos. Pero la sonrisa de triunfo de Dudley se desvaneció cuando ella siguió diciendo-: Pero tampoco me resultáis agradable.

– Entonces, ¿por qué diablos me elegisteis como padrino de vuestro hijo?

– Fue mi esposo quien os eligió -mintió Skye. Estaba pensando: «Aunque yo tal vez os haga frente, mi señor Patán, no pienso dejar que la toméis con mi Geoffrey»-. Así que ya veis, milord Dudley, yo siempre obedezco a mi esposo, como tendría que hacer toda buena esposa -terminó con voz humilde.

– Dios, vuestra virtud me inflama -susurró lord Dudley.

– No pretendo inflamaros, sir.

– Pero lo hacéis, señora. -Él miró rápidamente a Isabel, pero ella estaba ocupada y no le prestaba atención.

Entonces tomó a Skye por sorpresa, la sacó de la pista de baile y la llevó a un rincón alejado del salón. Antes de que ella se recuperara de la sorpresa de ese acto desafiante, sus brazos la envolvieron. Skye estaba furiosa y se debatía con fuerza.

– ¡Señor! ¡Cómo os atrevéis! ¡Soltadme inmediatamente! -exigió.

La risa susurrante de Dudley era casi un gruñido.

– No, mi dulce Skye. No pienso hacerlo. Ya basta de timidez, señora. Quiero probar estos labios maduros y también las otras frutas más exquisitas que tenéis escondidas por aquí -dijo, y se inclinó para besar el descubierto nacimiento de sus senos.

Ella trató de liberarse. Asqueada, lo empujó con fuerza, pero él la apretó aún más, mientras con una mano le sostenía la cabeza. Ella trató de desviar la boca con desesperación, pero no pudo, y la boca de Dudley se hundió en la de ella y trató de forzar pasión donde no la había. Ella no se atrevió a gritar, porque la reina, que estaba enamorada, creería que ella había sido la que había provocado la situación. Robert Dudley contaba con eso, claro está. Su lengua se abrió paso entre los dientes y se hundió en la boca de Skye. Mientras tanto, sus manos le levantaban las faldas con confianza. Skye, sabiendo que sólo tendría una oportunidad antes de que él la violara casi a la vista de todos, levantó la rodilla para golpear en el sitio más vulnerable de un hombre. Él la soltó inmediatamente y ella tuvo la satisfacción de ver una mueca de profundo dolor en el apuesto rostro del favorito.

Sin decir ni una sola palabra, Skye huyó con las mejillas encendidas. Tenía suerte de que el lugar que había elegido Dudley estuviera tan resguardado de miradas indiscretas. Nadie había notado ni su llegada ni su huida precipitada. Skye tomó una copa de vino helado de la bandeja que llevaba un sirviente y se obligó a beber despacio, mientras esperaba que su corazón retomara el ritmo normal. Se detuvo frente al espejo, dejó la copa sobre la mesa y se arregló el cabello y el vestido con manos temblorosas.

¡Bastardo asqueroso! ¿Cómo se atrevía a atacarla? Ella había hecho lo imposible para que él supiera que no estaba interesada en sus lances, pero, aparentemente, no se daba por vencido con rapidez. No podía apelar a la reina, porque Isabel estaba enamorada de Dudley y no la creería. «No quiero volver a la corte. Nunca -pensó Skye con desesperación-. Tal vez podamos rogarle a la reina que nos deje volver a Devon en primavera y así, para el otoño que viene, quizá nos reemplace con nuevos afectos. Entonces podremos quedarnos allí y criar a nuestros hijos en paz.» Pensar en Devon la hacía sentirse más tranquila, así que levantó la copa de vino y se unió a los invitados.

Lord Dudley todavía estaba doblado en dos, jadeando donde ella lo había dejado. Seguía sintiendo oleadas de dolor, pero, lentamente, empezó a respirar mejor. «Esa perra», pensó, medio enojado, medio intrigado. Se frotó el miembro golpeado, incapaz de creer que ella le hubiera rechazado. Las mujeres no rechazaban a Robert. Nunca. Skye iba a lamentarlo. Un día la tomaría para sí. Y, se prometió, ese día ella le rogaría que la tomara. Se arregló la ropa y dejó el rincón.

Skye se las arregló para evitarlo durante el resto de la velada, pero Geoffrey, que era muy sensible a los cambios de humor de su esposa, se dio cuenta de que algo andaba mal.

La llevó aparte con discreción.

– ¿Qué te pasa, amor mío?

– Dudley ha tratado de violarme -confesó ella, furiosa.

– ¿Qué?

– Baja la voz, Geoffrey. -Skye le apoyó una mano en el brazo como advertencia-. Ya había tratado de arrancarme algún beso con anterioridad, pero tú sabes tan bien como yo que la reina no me creería si se lo explicara. Y él cuenta con eso.

– Pero no…

– No. Le he metido la rodilla en los testículos. Y me sorprendería que pueda volver a bailar esta noche.

Geoffrey hizo un gesto de dolor automático, pero no sentía ninguna simpatía por Dudley.

– ¿Qué te parecería si nos vamos a Devon apenas termine la mascarada, querida? -le preguntó.

– Fantástico, amor mío. -La cara de Skye se encendió de alegría.

– Solamente nos cambiaremos para estar más cómodos. Partiremos al amanecer. Conozco una posada maravillosa en el camino en la que podemos pasar la noche. -La besó en la punta de la nariz.

– ¿Como la de la primera vez?

– ¡Mejor! -Él le sonrió-. ¿Y te molestaría mucho si nos quedamos en Devon y nos olvidamos de Londres y de la corte?

– No. Me gustaría mucho quedarme en Devon. Me parece que soy ratón de campo en el fondo de mi corazón, milord. Espero que esa novedad no os desilusione.

Él la abrazó con cariño.

– Yo también he descubierto que no tengo ganas de compartirte con nadie, esposa mía. Con nadie, excepto, tal vez, los chicos.

– ¿Sólo tal vez?

– Skye, si quieres saber la terrible verdad, no deseo compartirte con nadie en absoluto, ni siquiera con los chicos. Ahora, volvamos con nuestros invitados antes de que noten nuestra ausencia.

En la cena de medianoche, De Grenville y la recién casada Lettice Knollys descubrieron pequeñas coronas en sus pedazos de pastel de la Duodécima Noche y fueron coronados rey y reina del Malgobierno. Durante el resto de la noche, De Grenville mantuvo el ritmo de la fiesta dando órdenes malvadas a sus súbditos. Hasta la pobre Lettice tuvo que aguantar a su consorte en el malgobierno. Dickon ordenó que le vendaran los ojos y que le besaran seis caballeros que él eligió.

– Uno de ellos es tu esposo, Walter, y tienes que decirnos cuál.

La pobre Lettice estaba en un aprieto, porque Walter no era el mejor de los amantes. Con los ojos vendados, oyó las risitas y los movimientos de excitación a su alrededor. Recibió sus seis besos en los sensuales y rojos labios, uno apenas un roce, dos muy sonoros y sentidos, dos húmedos y poco hábiles, y uno muy apasionado que la dejó sin aliento.

– ¿Y bien? -le preguntó De Grenville sin quitarle la venda todavía.

Lettice fingió pensarlo con seriedad. Estaba casi segura de que ninguno de ellos era Walter, pero quería conocer la identidad del hombre que la había besado con tanta pasión.

– El último era Walter -anunció con firmeza-. Estoy segura.

Una gran carcajada recibió su respuesta, y cuando le quitaron la venda, Lettice se vio frente a frente con Dudley.

– Ahhh -dijo ella, sonrojándose en un gesto de confusión que le sentaba muy bien-. Estaba tan segura. Besa igual que mi Walter.

– Ninguno de ellos era Walter, querida -dijo De Grenville.

– ¡Ah, Dickon, te propasas! -Lettice golpeó el suelo con el pie con fingido enojo y todos rieron de nuevo. Robert Dudley sonrió mientras ponía el brazo sobre el hombro de la reina. Lettice Knollys era una mujer muy atrevida. Le había puesto la lengua entre los labios con una pericia deliciosa. La miró con los párpados bajos y vio, para su sorpresa, que ella lo miraba con tanta intensidad y tanta discreción como él. «Bueno, bueno -pensó Dudley-, una buena compañera de juegos para esas noches en que Bess me vuelve loco de pasión y después me despide sin satisfacerme.»


La fiesta se hizo más y más alegre. Finalmente, la reina y sus íntimos emprendieron el regreso a Londres y los demás invitados los siguieron poco después, exhaustos, excitados y borrachos. Los últimos se despidieron en la puerta y, luego, el conde y la condesa de Lynmouth unieron sus manos y corrieron escaleras arriba hasta sus habitaciones, donde los esperaban los sirvientes para ayudarlos a cambiarse.

– Tengo vuestra ropa de noche lista, milady -sonrió Daisy.

– No -dijo Skye-, mi señor y yo nos vamos a Devon. Haz que las chicas empaqueten mi vestido y mis artículos de aseo y dame el vestido de viaje, el de lana azul, y la capa de terciopelo que hace juego, la que tiene el borde y el cuello de marta.

– Pero milady -protestó Daisy-, no estamos listos para irnos.