Se detuvo un momento en el vestíbulo para recuperar el aliento y aliviar el dolor que sentía en el estómago. Ella tenía razón, maldito sea. No se atrevía a tomarla hasta la noche, pero tenía que tranquilizarse para poder hacerlo. En ese momento, la dama de compañía de su esposa apareció por el pasillo.
Los ojos azules de Dom O'Flaherty se entrecerraron pensativamente, y una sonrisa conquistadora iluminó su bello rostro. Molly se detuvo, lo miró y se percató inmediatamente de lo que quería el esposo de su ama. Le tomó la mano sin decir nada y lo llevó por un largo pasillo hasta una alcoba oscura. Le aflojó la ropa y jadeó de alegría.
– Oh, mi señor… ¡Claro que sí!
Los brazos de Dom se deslizaron alrededor del cuello de la muchacha, que suspiraba excitada:
– Dame un beso, amor mío. -Él se inclinó para buscar la boca tibia que se le ofrecía, mientras tanteaba los botones del vestido de Molly. La apretó contra la pared del fondo y Molly cruzó las piernas alrededor de la cintura del marido de su ama. Él le aferró las nalgas con las manos y se hundió con fuerza en la calidez de la joven. Se movía hacia atrás y hacia delante sin importarle que Molly se golpeara la cabeza contra la pared. Ella gemía de placer y dolor al mismo tiempo. Él se dejó ir con rapidez. Molly se puso en pie y se arregló el vestido. O'Flaherty la dejó sin decir palabra, sin siquiera mirarla. Molly se dejó caer en el suelo, gimiendo.
Skye, que casi nunca rezaba fuera de la iglesia, daba las gracias a todos los santos del calendario por el momentáneo respiro. Pero esa noche no habría forma de evitar lo inevitable. Tendría que someterse a lo que fuera que le hacían los hombres a las mujeres. Tenía algunas ideas vagas al respecto, pero sus hermanas nunca hablaban de sexo y Anne no había llegado a explicarle nada. Estaría a merced de Dom.
Tomó el cepillo y desenredó su cabello. Luego alisó las arrugas del traje de novia, abrió la puerta y abandonó la habitación. Dom apareció en la oscuridad y bajaron al vestíbulo cogidos del brazo para dar la bienvenida a los invitados.
La fiesta había empezado sin ellos, y hubo un general grito de alegría cuando entraron. Dubhdara O'Malley, ya casi borracho, saludó con una respetuosa inclinación y escoltó a su hija y al esposo de ésta hacia el estrado. Skye se horrorizó al ver que la habían colocado entre su marido y lord Burke.
– Buenas noches, señora O'Flaherty. Mis mejores deseos para vos y vuestro esposo -dijo él con formalidad.
– Gracias, milord -contestó ella. No se atrevía a mirarlo. Le parecía que si lo hacía empezaría a llorar de nuevo. Le temblaba la mano cuando cogió la copa para tomar un trago de vino. El corazón de lord Burke se contrajo cuando se dio cuenta.
El O'Malley de Innisfana no había reparado en gastos. Había grandes boles de ostras; fuentes de camarones y langostinos hervidos en vino blanco y adornados con hierbas en todas las mesas; truchas enteras hervidas y rellenas, primero con salmón, después con truchas más pequeñas y finalmente con mariscos. El novio se llenó la boca de ostras mientras recordaba a todos las propiedades afrodisíacas de ese marisco.
El plato siguiente estaba compuesto de patos enteros, capones en salsa de limón, pavos rellenos, palomas rustidas, corderos lechados cocidos enteros, pedazos de carne de ternera en su jugo, conejos cocinados en marmitas, pequeños bocaditos de carne picada, boles de lechuga fresca y cebollitas en vinagre, bandejas de pan troceado y boles de mantequilla. Nadie se quedó sin beber, porque había jarras de plata con vino tinto y blanco, y jarras de barro llenas de cerveza que los sirvientes reponían constantemente.
El último plato consistía en gelatina de todos los colores, flanes, tartas de frutas, lonchas de quesos fuertes, cerezas dulces de Francia y naranjas españolas. El cocinero, contratado especialmente para la ocasión, se lució con magníficas construcciones de mazapán. La decoración superior representaba a una pareja de recién casados, el novio con el pene en evidente erección y la novia con los ojos fijos en ese bulto y una tímida sonrisa en la cara. Se hicieron abundantes brindis, uno tras otro. Algunos eran serios; otros burlones. Finalmente, Dom O'Flaherty se volvió hacia su novia y le dijo:
– Ve a prepararte para mí, querida. He sido agasajado por la generosa hospitalidad de tu padre; ahora quiero ser agasajado por tu precioso cuerpo.
Las mejillas de Skye enrojecieron, temblorosas.
– Tengo que bañarme -se disculpó-. No he podido hacerlo esta mañana.
– ¿Cuánto tardarás?
– Una hora.
– Te doy media, Skye. Ya no quiero excusas.
Ella se puso en pie, y en ese preciso instante se oyó un grito. Ella recogió las faldas de su traje y huyó enseguida con sus hermanas y, tras ellas, un grupo de jóvenes sonrientes. Si atrapaban a la novia o a alguna de sus damas, recibirían un beso como premio. Con rapidez, las hermanas O'Malley llegaron a la habitación de Skye, donde la pareja pasaría la noche de bodas, y cerraron la puerta para que nadie pudiera entrar tras ellas.
Frente al fuego había una tina llena de agua.
Skye miró a su sirvienta con gratitud.
– Gracias, Molly. Te diste cuenta sin que te lo dijera.
– No tuvisteis tiempo antes -replicó la muchacha mientras la ayudaba a desvestirse. Las hermanas se ocuparon de doblar el vestido de Skye y de ordenar la habitación. Sine tomó la tumbilla que se usaba para calentar la cama y la pasó entre las sábanas.
– Las sábanas frías enfrían el ardor de un hombre -observó.
Skye mantuvo la mente fija en el baño. Si se permitía pensar en lo que vendría después, se derrumbaría. Miró la habitación. Aparte de los jarrones llenos de ramas florecidas que habían colocado allí para cumplir con el viejo rito pagano, todo estaba igual. La gran cama de roble oscuro, adornada con terciopelo azul y preparada hoy con sábanas nuevas perfumadas con lavanda. El enorme armario que hacía juego y que ahora estaba vacío porque su ropa ya había sido empaquetada para la partida hacia su nuevo hogar. Skye se lavó con rapidez y salió del baño para envolverse en una toalla recién lavada. Su hermoso cuerpo salió del agua rosado por el calor del baño. Molly la secó con rapidez y le aplicó unos polvos perfumados con una especie de esponja seca de lana. Las hermanas estornudaron cuando el olor se extendió por la habitación.
– Abre un poco la ventana -exigió Moire-. Y busca la bata.
Skye se sonrojó.
– Esa no, Molly. Por favor.
– ¡Skye! -La voz de Moire era severa-. Es una costumbre en la familia O'Malley, y todas la hemos cumplido. Por Dios, hermana, eres la más hermosa de todas. No hay nada de que avergonzarse, niña.
– ¡Pero no me gusta que todos esos hombres me vean desnuda!
– Nosotras, las O'Malley, estamos orgullosas de mostrarles a todos que llegamos al matrimonio sin tacha, sin defectos. Cumplirás el rito. -Envolvió a la novia con la bata, y luego ordenó-: Abre la puerta, Peigi. Oigo llegar a los hombres.
Peigi se apartó del umbral cuando se abrió la puerta y los invitados, sonrientes y divertidos, entraron en la pequeña habitación. Los amigos de Dom O'Flaherty lo habían desvestido a medias. Dubhdara O'Malley se acercó a su hija menor. Estaba borracho, pero cumpliría con su papel hasta el final.
Levantó la mano para pedir silencio y la habitación se llenó de calma.
– La última de mis hijas se ha casado hoy. Como he hecho con todas las demás, me enorgullezco en mostraros que llega al matrimonio inmaculada, sin marcas de viruela ni de ningún otro tipo. -Hizo un gesto a Peigi y Moire, que retiraron la bata de los hombros de Skye y la dejaron caer al suelo. La muchacha estaba desnuda. Se volvió y las hermanas apartaron el cabello largo y negro para mostrar a los huéspedes que nadie había escondido nada tras él. A la luz de las velas, el bellísimo cuerpo brillaba como si fuera de nácar.
Un suspiro recorrió la habitación mientras hombres y mujeres admiraban y envidiaban la perfección de la joven virgen. El novio estaba impresionado, eso era evidente. Skye era exquisita, con los pequeños senos color de rosa, las largas piernas que terminaban en pies arqueados de línea delgada y elegante.
De pronto, los invitados se apartaron impresionados mientras Niall Burke se abría paso hacia la recién esposada y dejaba que sus ojos de plata se deslizaran sobre ella para anunciar:
– ¡O'Malley! ¡Como tu señor, reclamo el derecho de pernada!
El dueño de Innisfana tragó saliva.
– Una broma de pésimo gusto, milord -replicó, muy sobrio ahora. Esperaba que Burke estuviera borracho pero vio que no lo estaba-. Mi hija no es una campesina -dijo con firmeza.
Lord Burke se irguió en toda su altura. Su orgullosa mirada barrió la habitación.
– Soy tu señor, Dubhdara O'Malley. Me juraste obediencia cuando cumplí diez años. Fue gracias a mi generosidad que recibiste la baronía de Innisfana. Nuestras leyes exigen que cumplas con mi mandato.
– ¡No! -gritó Dom-. ¡Ella es mía! ¡Mía! Y yo no soy vuestro vasallo…
Lord Burke miró con desprecio al jovenzuelo.
– Quiero recordaros, O'Flaherty, que vuestra familia juró obediencia a mi padre… y que yo represento aquí a mi padre. Reclamo el derecho de pernada sobre vuestra esposa. ¿Alguno de los caballeros aquí presentes piensa arriesgarse a insultarme sólo por la virginidad de una mujer? Además, O'Flaherty, cuando termine de enseñarle, será mucho mejor para vos. Me dijeron que no sois… muy bueno con las vírgenes.
Todos retuvieron el aliento. Dubhdara O'Malley cambió de posición, incómodo. Luego, de pronto, se dio cuenta de que la decisión correspondía a su yerno.
– Lo dejo en vuestras manos, mi señor -dijo con rapidez, casi suspirando de alivio.
El silencio de la pequeña habitación fue roto de pronto por la voz de Dom.
– Pagaré lo que me digáis, milord -aseguró el muchacho-. Poned un precio.
Niall Burke miró a Dom, con arrogancia y ladró:
– Tu vida o la virginidad de tu esposa.
Todos los presentes respiraron hondo. Estaban asistiendo a un drama del más alto rango, a una escena de la que se hablaría durante años en todos los salones y chozas de Irlanda. ¿Por qué estaba tan decidido lord Burke? Claro que la joven era una criatura hermosa, pero era muy raro que un señor reclamara el derecho de pernada sobre la esposa de un vasallo.
Dom O'Flaherty se puso pálido, después rojo, de miedo, de impotencia, de rabia. Sus ojos recorrieron el cuerpo de Skye, luego volvieron a mirar a lord Burke. Los imaginó unidos en un abrazo.
«¡Al demonio con ese bastardo hijo de perra! -pensó-. ¡Me tiene bien atrapado!» Finalmente, dijo con la voz llena de furia:
– De acuerdo. ¡Al diablo con vos, lord Burke! -Dio media vuelta y salió con estruendo de la habitación, seguido por O'Malley y el resto de los invitados.
Niall Burke caminó lentamente hasta la puerta y la cerró. Pasó el pestillo con furia. Luego volvió a mirar a Skye. Durante toda la escena anterior, ella había permanecido callada y quieta como un conejito asustado.
– Realmente pienso tomarte -aseguró él con calma.
Los ojos de Skye eran enormes, azules y verdes en su cara pálida.
– Lo sé -respondió con suavidad-. Tendrás que indicarme qué debo hacer. Nadie me ha explicado lo que hay que hacer y soy muy ignorante. Anne no tuvo tiempo de explicármelo -dijo con voz trémula.
Una tibia sonrisa iluminó los labios de lord Burke y, en ese momento, se transformó en su Niall otra vez.
– Creo, amor mío -dijo con una voz muy tierna- que lo primero que deberías hacer es meterte en la cama. Pareces congelada. -Con un movimiento rápido apartó las sábanas y la tomó en sus brazos, para meterla entre ellas.
– Bésame, Niall. -Era un modesto ruego y era también la primera vez que ella pronunciaba su nombre de pila.
– Te aseguro que voy a hacerlo, Skye. Dame un momento para desvestirme.
– Ahora, por favor.
Si ella hubiera sido cualquier otra, él habría hecho una broma. Pero Skye era tan apasionada…, estaba tan necesitada de amor. En lugar de bromear, se inclinó y la besó en los labios que ella le ofrecía. Fue un beso muy dulce y les costó separar sus bocas, pero, finalmente, él se apartó.
– Tenía que estar segura de que seguía siendo tan hermoso como la primera vez -dijo ella-. Cuando Dom me besó hoy, quería morirme porque me daba asco.
– ¿Y todavía te parece hermoso, amor mío? -Los ojos de plata la acariciaron con cuidado.
– Sí, Niall. Es hermoso.
Él se quitó la ropa sin prisas y se acercó a la cama.
– ¿Has visto a un hombre desnudo alguna vez, Skye? -El resplandor del fuego de la pequeña chimenea del rincón temblaba sobre su poderoso cuerpo.
– Solamente de la cintura para arriba. Los marineros se quitan la camisa muchas veces cuando hace calor. He visto pies desnudos y parte de las piernas también…, en los barcos. -Los ojos de Skye recorrieron el cuerpo de Niall y se detuvieron un instante sobre su sexo, después continuaron el examen hacia arriba.
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