– Tú y los demás os vais dentro de un día o dos. Milord y yo preferimos viajar rápido.

– De acuerdo, milady.

En su dormitorio, Geoffrey daba las mismas órdenes.

– El coche de viaje, el grande -le indicó a su ayuda de cámara-. Milady querrá dormitar durante el viaje. Envía un jinete a la «Posada de la Reina» a avisar que vamos a descansar allí por la tarde. Quiero las mejores habitaciones, un comedor privado y sitio para el coche y los sirvientes.

– Enseguida, milord.

Al cabo de una hora, un gran coche de viaje con el escudo de la familia Southwood grabado en la puerta, se alejaba por la calle paralela al río. Un cochero y un sirviente viajaban en el pescante, y otro sirviente, detrás, vigilando a los dos caballos que seguían al coche. Luego venían seis hombres armados. Este coche no caería en una emboscada de salteadores de caminos. Otros seis precedían al vehículo. Eran las cuatro de la mañana de un frío día de enero y brillaban pequeñas estrellas azules sobre el cielo oscuro que los cubría.

En el interior del coche, los dos ocupantes estaban sentados sobre una alfombra de cuero de zorro rojo con ladrillos calientes envueltos en franela en los pies. El brazo de Geoffrey Southwood rodeaba el cuerpo de su esposa. Su otra mano le acariciaba los senos y la boca le exploraba los labios, el cuello, las orejas.

– ¿Recuerdas lo que hacíamos hace un año en una noche como ésta?

Ella rió, contenta.

– Algo muy parecido, si la memoria no me falla. Pero no en un coche que saltaba por los caminos.

– No creo que hayamos hecho el amor en un coche hasta ahora -observó él, pensativo.

– ¡Geoffrey! -La voz de ella se había vuelto ronca por la sorpresa.

Él rió.

– Lo lamento, no puedo evitarlo, cariño, eres la fruta más tentadora que conozco, siento que quiero hundirme en ti para siempre.

Ella notó que el deseo la debilitaba. Él tenía una habilidad especial para excitarla con meras palabras. Tembló de hambre por él y se preguntó si esos sentimientos desaforados no serían incorrectos. En un estallido de ofendida virtud exclamó:

– Milord, esto no está bien.

– Claro que no, querida. Yo, una vez, hice el amor en un coche y es la cosa más incómoda y desagradable que te puedas imaginar. Esperaremos hasta llegar a la «Posada de la Reina», pero, una vez allí, te juro que no tendré piedad. -Dejó de juguetear con ella, que ya estaba excitada, y Skye tembló al pensar en la posada.

El coche seguía, su ruta, bamboleándose en las praderas del amanecer. El invierno estaba allí, en todas partes, sobre la tierra callada y castaña, sobre los campos cubiertos de hojas caídas y sembrados de charcos de agua congelada. Los árboles desnudos se veían negros contra el cielo del amanecer encendido de color lavanda y oro. Aquí y allí se elevaba la columna de humo de una chimenea lejana. En un momento dado, un perro furioso salió corriendo del patio de una granja y persiguió al coche durante un trecho, tratando de morderle las ruedas, pero pronto lo dejaron atrás. Dentro, el conde y la condesa de Lynmouth dormían plácidamente, aunque el trayecto los despertaba de vez en cuando durante un segundo.

Los caballos se cambiaban cada tantas horas, y durante ese rato, los hombres del conde descansaban y comían algo. El posadero, impresionado por el coche y el escudo, los ocupantes y lo que los rodeaba, ofreció habitaciones particulares a lord Southwood y a su esposa medio dormida. Casi inmediatamente después llegaron dos sirvientes con sopa caliente, jamón, manzanas bañadas en miel, queso, pan recién sacado del horno y mantequilla. El posadero en persona trajo dos jarras, una repleta de cerveza negra de octubre muy fría, y la otra, llena de dulce sidra.

El olor de las bandejas acabó de despertar a Skye y, bajo la mirada divertida de su esposo, devoró la comida con gusto. La sopa le quitó el frío de los huesos y devolvió el color a sus mejillas. Mordió un pedazo de pan caliente con mantequilla y lonchas de jamón, y lo disfrutó tanto que se comió otro, esta vez con un pedazo de queso.

Luego se sentó, suspirando, contenta, y Geoffrey rió entre dientes.

– A veces, me parece difícil creer que seas lo suficientemente adulta para ser mi esposa.

– Tenía hambre -dijo ella con simplicidad.

– Voy a hacer que el posadero me prepare una canasta, porque nuestra siguiente parada no tiene tantas comodidades como ésta. Es solamente un lugar donde podremos cambiar de caballos. ¿Quieres algo en especial?

– Huevos duros y peras de invierno -le contestó ella, y cuando él la miró con asombro, ella rió y dijo con pesar-: No, Geoffrey, no estoy preñada otra vez, aún. -Le rozó la mejilla con la nariz y dijo-: Te amo tanto, mi esposo querido. Quiero una casa llena de hijos tuyos.


Niall Burke hubiera dado cualquier cosa por oír esas palabras. En Mallorca, se sentía tan fuera de lugar como una gallina en una cueva de zorros. Por suerte, el doctor Hamid tenía un primo allí, también médico. Aunque España había expulsado a los moros, en las islas del Mediterráneo, que estaban a medio camino entre África y Europa, la tolerancia era mayor, porque había siglos de matrimonios mixtos y mezcla de razas en la historia de esos lugares.

Ana, feliz de ver a su señora, volvió del retiro y se encargó del cuidado de Constanza junto con Polly. Niall sabía que su esposa no se atrevería a comportarse mal en Mallorca, no como en Inglaterra. No había razón para separarla de Ana, y Niall dejó que estuvieran juntas. Se compró una casita pequeña sobre las colinas, una casa que les daba una gran intimidad y que tenía una pequeña habitación para recibir invitados.

Al ver a su hija, el conde se volvió, furioso, hacia Niall:

– ¿Qué le habéis hecho?

Niall suspiró y se llevó a su suegro al patio.

– Su enfermedad es culpa de ella solamente, Francisco. No os lo digo para heriros, sino para que la comprendáis. No le retiréis vuestro amor. Hay muchas posibilidades de que no se recobre nunca. La he traído aquí porque puede morir y porque, a pesar de lo que me ha hecho, quisiera que fuera feliz.

– ¿Qué fue lo que os hizo?

– Constanza es una mujer que necesita el amor de más de un hombre.

Al principio, el conde no comprendió. Pero cuando el sentido de las palabras de su yerno empezó a aclararse en su mente, enrojeció y luego se puso blanco de rabia.

– ¿Qué es exactamente lo que queréis insinuar, milord? -exigió saber.

– Constanza es una puta.

– ¡Mentira!

– ¿Por qué iba a mentiros, Francisco? Ana es testigo. La envié aquí porque no podía controlar a Constanza. Ella no quiso hacerle daño, pero la ayudó. Constanza causó tal escándalo en la corte inglesa que se la desterró de Inglaterra para siempre. Pensé llevarla a mi casa, a Irlanda, pero está muy enferma y no puede tener hijos. Probablemente muera muy pronto. Hubiera podido obtener una anulación, Francisco. Pero eso os habría avergonzado, a vos y a vuestra familia. Después de todo, todavía sois el gobernador del rey Felipe en estas islas.

– No me sorprende que la corte inglesa, llena de inmorales, haya corrompido a mi pequeña. ¡Esa malnacida reina, hija de la gran ramera! Inglaterra está tan maldita como su corte.

– Como irlandés, Francisco, me gustaría poder estar de acuerdo con vos. Pero no puedo. Isabel de Inglaterra es joven, pero me parece que hay grandeza en ella. Sabrá llevar adelante al país. Y su corte es elegante, inteligente, llena de esplendor. Y no particularmente licenciosa. Ah, hay algunos que juegan duro, sí, pero si estáis pensando en juegos carnales, la peor corte de Europa es la francesa, no la inglesa.

La expresión severa del viejo pareció derrumbarse. ¿A quién podía culpar?

– ¿Entonces, qué debo pensar, Niall? ¿Que es culpa mía? ¿Cuál ha sido mi error como padre?

– Vos no habéis fallado como padre, Francisco. Os llevará tiempo, como a mí, entender que el defecto no es vuestro. Está en Constanza, dentro de su cuerpo, y la devora, como un gusano el interior de una fruta. El ojo cree que la fruta es hermosa, la piel firme, el color exquisito. Pero por dentro, todo es podredumbre. Probablemente ni Constanza misma tiene la culpa.

De pronto, el conde se echó a llorar.

– Ah, Santa Madre, mi pobre hija. ¡Mi pobre hija!

– Francisco, Constanza se muere y no tenéis otros hijos. ¿No habéis pensado en volver a casaros? No entiendo por qué no lo habéis hecho. Ahora, si deseáis que vuestra familia sobreviva, tendréis que hacerlo. No sois viejo. Podéis tener hijos.

Una mirada sorprendida asaltó los ojos de Niall.

– Es extraño que lo mencionéis -dijo-. Cuando la madre de Constanza murió, los casamenteros me dejaron solo. Sospecho que era para darme tiempo para llorar. Pero, después, me retiré por completo de la vida social y solamente aparecía cuando lo exigía mi cargo. Después de que os llevaseis a Constanza, me sentí solo y empecé a acudir a las reuniones y fiestas otra vez. He recibido una oferta de matrimonio con la nieta huérfana de un amigo que vive en la isla. Dudo, porque la niña tiene apenas catorce años.

– ¿Y os parece que seríais feliz con ella, Francisco? ¿Es buena pareja para vos?

– Sí, supongo que sería feliz con Luisa. Es bella y piadosa, y ha dado muestras de afecto hacia mi persona.

– ¡Entonces, por el amor de Dios, hombre, casaos y conseguíos algunos herederos!


A Constanza Burke le llevó dos años morir, y durante ese tiempo su madrastra dio dos varones al conde y quedó embarazada de un tercer hijo. Las dos mujeres no se tenían especial afecto. Luisa, porque sus hijos tendrían que compartir las cosas con Constanza algún día y porque se negaba a creer que lady Burke estuviera muriéndose realmente. Constanza, por su parte, veía en Luisa la materialización de todos los reproches que se le hacían, sobre todo cuando nació su primer hermanito, apenas diez meses después de la boda. El segundo nació once meses después del primero, y cuando tenía tres meses, Luisa anunció que estaba embarazada otra vez.

– Su fertilidad es un reproche constante para mí -se quejaba Constanza ante Niall-. Le encanta ser la perfecta esposa española, para demostrarle a toda la isla que yo no lo soy. Es lo que ni mi madre ni yo hemos podido ser, madre de varones. ¡Dios, la odio, la odio!

Aunque Luisa era una esposa perfecta para el conde, era demasiado presumida e irritable para ser una verdadera dama. No era tan bella como su hijastra, pero no era fea, con una piel color gardenia que resguardaba del sol, el sedoso cabello de color negruzco y que llevaba recogido sobre la nuca y ojos castaños que hubieran sido hermosos si hubiera habido alguna emoción en ellos.

Niall hizo lo que pudo para proteger a su esposa de Luisa. Nunca supo a ciencia cierta si la esposa de su suegro era deliberadamente cruel o simplemente descuidada. Las cosas llegaron al colmo una tarde en la que Luisa dijo algo (Niall nunca supo qué fue exactamente) y Constanza salió tambaleándose y gritando de su cama.

– ¡Fuera de mi casa, vaca fértil! -gritaba, y después de eso, se derrumbó en el suelo. Ana corrió a socorrerla, mientras Polly sacaba a la joven condesa de la habitación.

– No me pongas las manos encima, muchacha -ladró furiosamente Luisa, y trató de liberarse de los brazos de Polly.

– Fuera, señora, o voy a maldecir al hijo que esperáis. -Polly la miró con furia e hizo una mueca iracunda para dar consistencia a su amenaza.

Luisa hizo la señal de la cruz y, liberándose, huyó aterrorizada hacia su carruaje.

Constanza estuvo inconsciente varias horas. El doctor Memhet sacudió la cabeza cuando la vio.

– No pasará de esta noche, milord. Vuestra vigilia está por terminar. -Llamaron al cura para que diera la extremaunción a la moribunda. Era un cura joven y la confesión de Constanza lo dejó pálido e impresionado. Nunca había oído el relato de tanta perversión de labios de una mujer. Se dejó caer de rodillas junto a la cama y rezó. Esperaba que sus plegarias sirvieran de algo.

Luego llegó el conde, que, con su buen criterio, había dejado a su esposa en su casa, y todos se sentaron a esperar que la muerte reclamara a su víctima. Ana lloraba suavemente mientras retorcía las cuentas de su rosario. Polly limpiaba la frente de Constanza. Niall estaba sentado junto a ella, preguntándose si, tal vez, las cosas habrían sido distintas en Irlanda, si Constanza nunca se hubiera quedado a vivir en Londres con él.

El reloj latía sobre la chimenea y los largos minutos de espera seguían sucediéndose. La campanita marcaba las horas con una canción alegre que contrastaba de una forma horrenda con la vigilia de todos los que se habían reunido en torno al lecho de la moribunda. Luego, en la hora más solitaria y negra de la noche, entre las tres y las cuatro, Constanza abrió los ojos color violeta y miró a su alrededor. Su mirada se posó con inmenso cariño sobre las tres personas a quienes más quería en el mundo: su esposo, su padre y su Ana. Los tres se le acercaron inmediatamente.