Con mucho esfuerzo, Constanza estiró una mano para tocar la mejilla húmeda de su dueña. Los hombros abatidos de Ana se sacudieron, pero se tragó el sollozo que le estallaba en la garganta. Después, Constanza miró al conde y le sonrió con dulzura. Francisco Ciudadela se sintió de pronto viejo y solo. Con Constanza perdía el último lazo de unión con quien había sido el amor de su vida, su primera esposa. Sentía que una parte de él moría con aquella niña frágil.
Finalmente, Constanza volvió la cabeza hacia Niall.
– Lamento tanto lo que pasó, Niall -dijo-. Recuerda que te he amado de verdad.
– Lo sé, Constanza -respondió él con voz calmada y dulce-. Era una enfermedad, no tuviste la culpa.
Ella pareció sentirse aliviada al oír esas palabras, como si él le hubiera quitado un peso de encima.
– ¿Entonces, me perdonas?
– Sí, Constanza. -Niall se inclinó y le besó la boca.
Ella suspiró profundamente y murió. Durante un momento, él la miró y recordó a aquella niña adorable y hermosa de cuerpo dorado y exquisito, el cabello rubio, la niña que le había ofrecido su inocencia en un campo lleno de flores. ¿Qué había salido mal? Le besó los párpados y, luego, se volvió y abandonó la habitación.
A sus espaldas, oyó llorar a Ana, libre al fin de dar rienda suelta a su dolor. Niall se detuvo en la habitación contigua durante un momento, como si no supiera qué hacer. Entonces, tomó una decisión.
– Voy a cederos las propiedades de Constanza en Mallorca, Francisco, todas menos una casita y un viñedo que creo que deben ser para Ana. Haremos que lo arreglen los abogados. También quiero que Ana tenga una pensión de doce piezas de oro anuales. Polly desea volver a Inglaterra y yo quiero que tenga una dote de diez piezas de oro, un pasaje y ese collarcito de perlas que, a veces, usaba Constanza. Yo me quedaré con la casa de Londres. Pero el resto es vuestro.
– Por favor, Niall, el cuerpo de mi hija todavía no está frío y vos habláis de cómo dividirnos lo que era de ella, como un soldado al pie del cuerpo de Cristo.
– Francisco, hace dos años que vivo en el infierno. Quiero cumplir con mis últimas obligaciones para con Constanza y ocuparme de su entierro, pero después me voy a casa. Sé que vos vais a llorarla a vuestra manera, durante un año, pero vos tenéis una esposa y dos hijos. Yo no tengo ni esposa ni hijos, y no tengo tiempo para cumplir con esas costumbres españolas. Quiero arreglar todo esto ahora, porque pienso partir rumbo a Irlanda apenas pueda.
Niall Burke cumplió su palabra.
El cuerpo de Constanza fue trasladado al Palacio del Gobernador donde la velaron dos días. La vistieron con su vestido de novia y rodearon el ataúd con gardenias blancas y hojas verdes. Colocaron cirios blancos en la cabecera y en los pies, y luego, durante la mañana del tercer día, se llevó a cabo la misa de cuerpo presente en la catedral de Palma, en el mismo sitio que ella y Niall se habían casado. Constanza fue enterrada sin otra ceremonia en una colina que daba al mar, y, esa misma tarde, un barco partió del muelle de Palma con dirección a Londres. Lord Burke y la señorita Polly Flanders viajaban en ese barco. En Mallorca, excepto para los pocos que los habían conocido, fue como si Constanza María Alcudia Ciudadela y Niall, lord Burke, no hubieran existido nunca.
Varias semanas después, tras un viaje sin incidentes, Niall acomodó a Polly como dama de compañía en casa de una buena familia y puso su preciosa dote a salvo en manos de un buen banquero. Deseaba ir al sur, a Devon, a ver a Skye, pero después de un rato de conversación con algunos viejos amigos de la corte, se dio cuenta de que no sería bienvenido. Los Southwood, le dijeron, no habían vuelto a la corte. Preferían el campo. Volvían a Londres una vez al año, a dar su famosa mascarada de la Duodécima Noche. La hermosa condesa le había dado otro hijo varón a su esposo: John Michael, lord Lynton. Eran felices, la más perfecta de las parejas.
Niall Burke abandonó Londres con dirección al oeste, para volver a Irlanda. Feliz por la idea de tener de vuelta a su hijo, pero inquieto por su felicidad, el MacWilliam hizo desfilar ante Niall a todas las mujeres aceptables de la isla que tuvieran entre doce y veinticinco años. Niall las rechazó a todas.
– Tienes que casarte -le urgía el viejo-. Si no por ti, por mí. Necesitamos un heredero.
– ¡Entonces, cásate tú! Me casé dos veces porque era mi obligación, y los dos matrimonios fueron desastrosos. La próxima vez que me case será por amor -le gritó Niall.
– ¡Hablas como un niño pequeño! -le aulló el MacWilliam-. ¡Amor! Que Cristo sea testigo de que tengo un hijo tonto. ¡Con razón Skye O'Malley se casó con ese lord inglés!
– ¡Vete al diablo, viejo! -ladró el heredero de la fortuna Burke.
Abandonó la sala con un portazo, buscó su potro rollizo y salió a galopar sobre las colinas llenas de precipicios. Más tarde, llevó al animal, cubierto de sudor, a un acantilado que daba al mar y se quedó mirando hacia el oeste sobre las aguas azules. Sabía que el viejo tenía razón, maldita sea, pero no pensaba casarse de nuevo, excepto por amor. Suspiró. Amaba a Skye. Siempre la amaría. No creía que pudiera aceptar a otra esposa en su corazón y en su lecho; no, mientras Skye estuviera viva. Una vez había tratado de engañarse y el resultado había sido la destrucción de una niña inocente. Pobre Constanza, pidiéndole perdón en su lecho de muerte.
– No, yo debería haberte pedido perdón a ti, Constanza -dijo en voz alta. Después, hizo girar al caballo y se alejó al galope. Esa noche se emborrachó todo lo que pudo y soñó vanos sueños sobre una mujer con el cabello como la noche más oscura y los ojos azules como los mares de la costa de Kerry.
Skye vivía una pesadilla. Después de un marzo templado y soleado, había llegado un abril frío y muy húmedo. Una epidemia se extendía en la aldea de Lynmouth, la terrible epidemia de garganta blanca. Golpeaba sobre todo a los niños, primero a uno, luego a su hermano. Antes de que pudiera aislar a los suyos, Murrough O'Flaherty y Joan Southwood enfermaron casi al mismo tiempo.
Skye los puso en la misma habitación para poder atenderlos mejor. Ya había padecido la enfermedad de niña, así que no tenía miedo de acercarse a ellos, pero no quería que los demás entraran allí por nada del mundo. Geoffrey y el resto de la familia ocuparon otra ala del castillo. Daisy se ofreció para ayudarla.
– Nunca tuve esta enfermedad -dijo-, aunque cuidé a muchos con mi madre, quien tampoco la tuvo nunca.
– Tiene inmunidad natural -le dijo Skye a su esposo.
– ¿Qué es eso?
– Los médicos árabes creen que ciertas personas tienen una defensa especial contra determinadas enfermedades y que, cuando alguien sobrevive a esas enfermedades, nunca las sufre de nuevo, aunque conviva con otros que las padecen. Lo llaman inmunidad. Obviamente, Daisy y su madre son inmunes, aunque no hayan sufrido nunca la enfermedad.
– ¡Y tú lo eres porque la tuviste!
– Sí -le contestó ella-. Por eso Daisy y yo cuidaremos a Murrough y a Joan.
– ¿Y qué necesitas?
– Mucha agua, ropa limpia y aceite de alcanfor.
– Me ocuparé de que lo recibas.
– ¿Cuántos han muerto en la aldea?
– Hasta ahora, nueve.
– Que Jesús proteja sus almas.
Fue un período largo y terrible, pero, por suerte, ninguno de los dos niños padecía un brote demasiado virulento de la enfermedad. Estaban débiles, tenían fiebre y se quejaban mucho. Las horribles manchas blancas aparecieron primero en la lengua y después se extendieron por la garganta, pero, aunque los dos tosían constantemente, la cosa no pasó de ahí. Sin embargo, Skye y Daisy quedaron absolutamente exhaustas. Se dedicaron al cuidado de los niños en cuerpo y alma. La crisis pasó después de un período de veinticuatro horas durante el cual las dos mujeres no dejaron ni un momento de poner y sacar los paños con aceite de alcanfor sobre la garganta y el pecho de los pequeños. Finalmente, la fiebre cedió, la tos desapareció y las manchas blancas empezaron a desvanecerse. Las dos mujeres estuvieron alertas una noche y un día más y después admitieron que habían vencido a la enfermedad.
Entonces, permitieron que dos sirvientes entraran en la habitación. Los niños necesitaban descanso y comida liviana para recuperar sus fuerzas, y las dos devotas enfermeras necesitaban descanso o se caerían en redondo.
Daisy fue a su habitación y se dejó caer en la cama, sin cambiarse de ropa. Skye fue hasta la suya y encontró una tina de agua tibia esperándola.
– No puedo -dijo-. Tengo que dormir primero.
Geoffrey Southwood la llevó hasta una silla y la ayudó a sentarse.
– Dormirás mejor si estás limpia, amor mío -le dijo, y la desvistió: le quitó el vestido y las enaguas, los zapatos y las medias de seda. Luego la colocó en la tina y sonrió al ver su cara llena de felicidad. La lavó con cuidado y dulzura. Luego la secó, le pasó un camisón por la cabeza y la llevó a la cama. Se inclinó para darle un beso en la frente-. Que duermas bien, amor mío -le oyó decir ella, antes de que la negrura del sueño la reclamara.
Durmió durante dos días seguidos y se despertó en un mundo que se derrumbaba. Daisy ya se había despertado y estaba de pie junto a su cama. Una mirada a esa cara campesina clara y sincera, y Skye sintió que su corazón se aceleraba.
– ¿Qué?
– El joven señor, lord John. Tiene la garganta blanca. El conde lo está cuidando.
Skye salió tropezando de la cama, buscó su bata de terciopelo y se la puso mientras echaba a correr.
– ¿Dónde?
– El piso que queda sobre la habitación de los niños, milady.
El primer impulso de Skye fue denostar a Geoffrey. ¿Cómo se atrevía a ocultarle la enfermedad de John? ¿Por qué no la había despertado? Después se dio cuenta de que él había tratado de ganar unas horas para que ella pudiera emprender su tarea con más fuerza. Corrió por los pasillos del castillo y luego por las escaleras, hacia el ala que quedaba sobre el piso destinado a los niños, y entró como una tromba en la habitación indicada.
– ¡No! -gritó.
Geoffrey estaba sentado en una silla, rígido, y las lágrimas le corrían por el rostro. El cuerpo inánime del pequeño descansaba sin un movimiento sobre sus rodillas. Él levantó la vista y sus ojos estaban tan llenos de dolor que ella no supo si lo que sentía era por el niño que había perdido o por el dolor del conde.
– He hecho lo mismo que hiciste tú -lloró él-. No podía respirar, Skye. No podía respirar, y yo no he sabido ayudarlo. ¡Skye! Esos ojitos azules, tan iguales a los tuyos, rogándome que lo ayudara. Y no he podido, no he podido hacer nada.
Ella cayó de rodillas junto al cuerpo del menor de sus hijos. Se parecía tanto a ella: la piel clara, los ojos color zafiro, el cabello negro. Había sido el favorito de Geoffrey; no Robin, su heredero, sino Johnny, el menor, el favorito de todos, ese niño que era mucho más irlandés que inglés, en realidad. Skye oyó un ruido en la puerta y se volvió. Vio a Daisy con un puño hundido en la boca, la cara devastada. Ella también quería a John. Skye se puso en pie y levantó el cuerpecito inánime de las rodillas de Geoffrey. Se sentía muy vieja, de pronto.
– Ocúpate de él -le dijo a Daisy-. Tengo que consolar a mi señor.
Daisy huyó de la habitación con el niño apretado contra el pecho. Ahora se la oía sollozar con fuerza. Skye puso un brazo sobre los hombros de su esposo.
– Vamos, mi señor. Vamos -le dijo. Él se levantó y caminó, tropezando, junto a ella, hasta sus habitaciones-. ¡Vino caliente! -ordenó Skye al sirviente de su esposo, y cuando se lo trajeron, agregó algunas hierbas a la humeante copa y lo ayudó a bebérselo. Luego ella y el sirviente lo desvistieron y le colocaron una camisa de noche de seda. Skye notó que Geoffrey estaba muy caliente, más de lo normal. Lo metió en la cama y le preguntó:
– ¿Te sientes bien, amor mío?
– Cansado, muy cansado -murmuró él. Y luego-: Hace calor -dijo, y arrojó la colcha lejos de su cuerpo.
Skye le puso la mano sobre la frente. Estaba ardiendo. La fiebre subía con rapidez.
– Un balde de agua fría y paños limpios -ordenó. El conde tosió, un sonido agudo, como el ladrido de un perro. El miedo tocó el corazón de Skye-. ¡No! -murmuró-. ¡Santa Madre, no, no, por favor!
Will, el sirviente, volvió con agua del más profundo de los pozos. Estaba tan fría que quemaba las manos de Skye cuando hundía los paños en ella. El conde hizo una mueca de disgusto cuando el paño le tocó la piel.
– Tengo que bajarte la fiebre, amor mío -se disculpó ella, pero él no la oyó, porque estaba perdido en su delirio.
En las horas que siguieron, lo mantuvieron envuelto en mantas mientras le enfriaban la frente. Tuvieron que cambiar las sábanas y la camisa del conde tres veces y quemar las que ya se habían usado para que la enfermedad no se propagara.
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