Luego, de pronto, apareció Daisy.

– Os he traído una bandeja. Está en la otra habitación.

Skye levantó la cara, los ojos vacíos, miró a su dama de compañía y le dijo:

– No podría comer nada.

– Milady, no le haréis ningún bien al señor si os enfermáis también. Los niños también os necesitan, porque están muy asustados con la muerte del pequeño. Ahora el conde está enfermo, y eso los atemorizará a todos.

«¡Yo también tengo miedo», quería gritar Skye. Pero asintió con cansancio, agradecida de la insistencia de Daisy, y se dirigió a la otra habitación. En la bandeja había una fuente de plata con pequeños mariscos hervidos en mantequilla y sazonados con hierbas, jamón, un bol de lechuga y berros nuevos, un budín, un pastel helado y una jarra de vino. Skye comió mecánicamente, sin paladear lo que ingería, masticando y tragando hasta que terminó con todo. Luego, se levantó con rapidez y volvió a la habitación de su esposo. La fiebre del conde había desaparecido. Temblaba con violencia y Daisy estaba apilando más mantas sobre su cuerpo.

– Ladrillos calientes -ordenó Skye, y Will corrió para cumplir la orden.

Geoffrey empezó a toser violentamente y a jadear como si le faltara el aire. Skye le abrió la boca y miró. La garganta del conde estaba cubierta de manchas sucias y se estaba formando una membrana grisácea que le impedía respirar bien.

– Abridle las mandíbulas -dijo Daisy. Con un movimiento rápido, metió los dedos y arrancó la membrana. La arrojó al fuego con el mismo gesto. El conde empezó a respirar mejor-. Si logramos impedir que esa cosa le corte el aire, lo salvaremos, señora. Si se pone más dura, morirá -dijo la muchacha con franqueza.

– ¡No! -Skye sacudió la cabeza con amargura-. ¡No voy a perderlo!

Las dos siguieron adelante con el proceso de cambiar los paños con aceite de alcanfor. Daisy sacó varias veces la horrible membrana mucosa de la garganta de su amo y las horas se sucedieron hasta que la noche llegó de nuevo. La fiebre desapareció, subió de nuevo y volvió a bajar. El conde tenía cada vez más dificultades para respirar, porque las membranas se formaban con más frecuencia y eran cada vez más difíciles de extraer. Geoffrey tenía la cara color cera y el pecho temblequeante por el esfuerzo. Skye sentía que el pánico empezaba a dominarla. No parecía que estuvieran venciendo a la enfermedad, apenas retrasándola un poco.

De pronto, Geoffrey abrió los ojos color verde lima.

– ¡Skye! -Tenía la voz muy ronca y tosía con ese ladrido horrendo.

– Aquí estoy, amor mío. -Ella se inclinó hacia él.

Los maravillosos ojos verdes la miraron con cariño infinito, como si quisiera recordarla para siempre.

– Cuida bien a los niños, Skye.

– Geoffrey, amor mío, no digas esas cosas. -La voz de ella bordeaba la histeria.

Él sonrió con dulzura y estiró la mano para rozarle la mejilla con los elegantes dedos, como si le diera su bendición.

– Qué alegría enorme has sido para mí, amor mío -murmuró y después suspiró una vez y murió.

La habitación quedó en silencio. Ni Daisy ni el sirviente se atrevían a moverse.

– ¡Geoffrey! Por favor, no me asustes así -rogó Skye-. Vas a ponerte bien, amor mío. Y nos iremos a Irlanda este verano, como habíamos planeado; iremos a ver a mi familia para que Ewan pueda prometer fidelidad al MacWilliam. -Skye siguió hablando de asuntos familiares, de los planes que habían hecho, del futuro.

Finalmente, Daisy le puso un brazo alrededor de la cintura.

– Está muerto, milady. -Empezó a sollozar-. El conde ha muerto y debéis enfrentaros a eso. Los niños tienen que saberlo, y hay que pensar en los funerales de Johnny y de su padre.

Para alivio de Daisy, Skye rompió a llorar desesperadamente y se arrojó sobre el cuerpo de su esposo muerto.

– ¡No puedes morir! -gimió-. ¡No! ¡No! ¡No! ¡No puedes morir!

Sus gritos se oían en todo Lynmouth y pronto otros empezaron a gritar también. Daisy y Will la sacaron de la habitación, pero ella luchó contra ellos como una loca. Finalmente entre los dos lograron llevarla a la cama. Allí, la condesa se dejó caer floja, inerme, lloriqueante.

– Trae a la niños -murmuró Daisy al sirviente, y cuando los tuvo allí, sacudió brutalmente a la señora-. ¡Milady! ¡Los niños os necesitan! ¡Os necesitan, milady! Ahora.

Skye levantó la cara hinchada, destrozada por las lágrimas, y miró el asustado grupo de niños, de pie, unos junto a otros, en la puerta del dormitorio. Las tres hijas de Geoffrey -Susan, de nueve años, con los mismos ojos verdes de su padre, y las dos mellizas, Gwyn y Joan, de ocho-, las tres huérfanas ahora. Los tres hijos de ella -Ewan, de diez; Murrough, de nueve, y Willow, de seis y medio-, todos con los ojos confundidos y asustados, tratando de esconder su miedo. Y Robin, de tres, el hijo de ambos, el que ahora era conde de Lynmouth. «¡Id y dejadme sola con mi dolor!», hubiera querido gritarles. Pero entonces, oyó otra vez la voz de Geoffrey: «Cuida bien a los niños, Skye.»

Se dominó, se puso en pie y se arregló el arrugado vestido.

– Vuestro padre ha muerto, hijos míos -dijo con voz tranquila. Después levantó al pequeño Robin y lo sentó sobre una mesa. El niño se quedó quieto, los ojos muy abiertos, mirándola-. Robin, ahora eres el conde de Lynmouth. A vos, mi señor conde, os juro lealtad. -Y le hizo una reverencia.

Entonces los otros chicos se acercaron a Robin y le juraron lealtad también. Robin estaba confundido.

– ¿Dónde está papá? -preguntó.

– Se ha ido al cielo, amor mío -dijo Skye con suavidad.

– ¿Como Johnny? -La frentecita se había arrugado.

– Sí, Robin, como Johnny.

– ¿No podemos ir nosotros también, mamá?

Susan sollozó, pero su madrastra la fulminó de una mirada.

– No, Robin, todavía no. Uno va cuando Dios lo llama, y Dios no nos ha llamado. -Skye sentía que la fuerza volvía lentamente a sus miembros. Geoffrey había tenido razón. Los niños la necesitaban. Levantó a su hijo de la mesa y reunió a los demás a su alrededor-. Debemos ser valientes, hijos míos -dijo, y los besó uno por uno-. Ahora volved a vuestras habitaciones y rezad por vuestro padre y por Johnny.

Los niños salieron.

– Busca al sacerdote -le dijo Skye a Daisy-. Will -agregó, volviéndose hacia el sirviente-, quiero que vayas a Londres con un mensaje para Su Majestad. Espera en la otra habitación hasta que lo redacte.

La nota informaba a la reina de la muerte de Geoffrey y le pedía una confirmación real sobre la herencia, que pasaría a manos de Robin. Will partió inmediatamente. El sacerdote arregló los funerales para el día siguiente. Enterrarían a John, lord Lynton, de dieciséis meses, en la misma tumba que a su padre. Luego, Skye pidió una botella de coñac y bebió hasta quedarse dormida, cosa que lamentó a la mañana siguiente, cuando la luz le resultó insoportable sobre los ojos. Era irónico. El clima de abril se había llenado de sol de un día para otro y no hubo más casos de garganta blanca en el castillo ni en la aldea. Ahora que se había llevado al conde, la epidemia parecía satisfecha.

Capítulo 22

Robert Dudley, conde de Leicester, cantaba una tonada alegre mientras viajaba camino de Devon. A su alrededor, la escolta hacía ecos a su humor. El conde cumplía una misión de Su Majestad y eso confería mucha importancia a su viaje. Además, junio había llegado e Inglaterra estaba hermosa bajo un clima soleado y cálido. Rosas de todos los colores espiaban desde los portones de los jardines y se dejaban caer sobre paredes de piedra. En las verdes colinas las jóvenes y gordas ovejas hacían cabriolas sobre los suaves pastizales. En cada laguna había al menos una familia de cisnes, los progenitores blancos y elegantes con las crías grises, surcando, orgullosos, las ondulantes aguas, como galeones españoles repletos de tesoros.

Lord Dudley estaba de un humor excelente. Sin darse cuenta, la reina le había hecho un maravilloso regalo. Cuando lo envió a ocuparse del bienestar de su ahijado, Bess no podía saber que el conde estaba mucho más interesado en la madre que en el niño.

La muerte de Geoffrey Southwood había causado una impresión terrible a la reina y su corte. El conde Ángel había sido un hombre querido. Era verdad, él y su hermosa esposa irlandesa no habían estado en la corte durante dos años, pero siempre volvían a Londres para la mascarada de la Duodécima Noche, y ésa era la mejor fiesta del año. Sólo hacía unos meses, habían sorprendido a todos con la originalidad de sus vestidos para la última fiesta, a la que habían acudido como El Nuevo Mundo. La hermosa condesa se había vestido con una tela de oro con bordes de oscuras pieles de castor, adornada con esmeraldas colombianas, y lord Southwood estaba resplandeciente en su traje de tela de plata forrado en los bordes de pieles de zorro y adornando con turquesas mexicanas.

«Así pasan las glorias del mundo», pensaba Robert Dudley. Southwood, tan lleno de vida, tan viril en enero, estaba muerto y enterrado en ese hermoso día de junio. Ahora tal vez su esposa se dejaría seducir. Y si no lo permitía, había medios para persuadirla de cooperar con él. Estaba tan contento consigo mismo que, cuando avistó el castillo de Lynmouth, casi al anochecer, empezó a entonar una canción popular muy picante. Los soldados rieron a su alrededor.

Al verlo llegar desde el castillo, la condesa de Plynmouth tembló por dentro. A la reina le había llevado varias semanas contestar a la carta de Skye, la carta en la que le anunciaba la muerte de Geoffrey. Cuando lo hizo, confirmó la legalidad de la herencia de Robbie, pero también nombró a Robert Dudley custodio del niño. Skye protestó, remarcando lo más diplomáticamente posible que el testamento de Geoffrey la convertía en única tutora de sus hijos. Pero la reina no cedió. Skye tenía todo el control sobre los demás hijos de su esposo, pero el pequeño conde de Lynmouth estaría bajo protección real.

Skye estaba muy preocupada y se sentía mal. No confiaba en Dudley. Desde el incidente de la mascarada, se había comportado correctamente con ella. Pero sabía que no se había dado por vencido. Y ahora que era viuda, estaba desprotegida y era una presa fácil de atrapar. Él no dudaría en usar a los pequeños para presionarla, así que Skye había hecho todo lo que estaba en su mano para protegerse a sí misma y proteger a los niños al mismo tiempo.

Ewan y Murrough O'Flaherty se habían marchado a Irlanda, junto con las gemelas, Gwyn y Joan Southwood. Un año antes de la muerte de Geoffrey, el conde y la condesa habían comprometido a sus hijos mutuamente. Las gemelas habían expresado su deseo de permanecer juntas y los muchachos las querían mucho. Los cuatro estarían a salvo al cuidado de Anne O'Malley y se casarían pronto. La hermanita de nueve años de las gemelas, Susan, fue a parar a casa de lord Trevenyan, en Cornwall, para aprender el arte del cuidado del hogar. Se casaría con el heredero de los Trevenyan, y el compromiso era muy conveniente para ambas familias.

Solamente permanecían a su lado Willow y Robbie. Skye tenía planes para el pequeño conde, pero necesitaba el permiso de la reina para llevarlos a cabo. Había esperado que lord Dudley estuviera lejos de la corte para aproximarse a Isabel. Willow podía partir sin problemas de Lynmouth. En caso de peligro la protegerían los Small de Wren Court. Si Skye tenía que luchar contra Robert Dudley, sería en los términos que ella fijara, no en los de él. Sus hijos no se convertirían en armas en manos de ese hombre.

Ahora, Skye oía a sus pies el sonido de los cascos de los caballos que cruzaban el puente de piedra y luego golpeaban las piedras del patio del castillo. Se abrigó con la capa y dejó las murallas. Fue corriendo a sus habitaciones para esperar que el mayordomo le anunciara la llegada de lord Dudley. Cuando recibió el anuncio, se alisó las faldas con calma y bajó al gran salón para dar la bienvenida a ese huésped no deseado.

Robert Dudley sintió una momentánea punzada de compasión al verla llegar. Estaba mucho más delgada y se la veía agotada. Sin embargo, seguía siendo la mujer más hermosa que hubiera visto jamás. Su vestido negro de duelo le sentaba magníficamente bien y la gorra levantada enmarcaba su cabeza en forma de corazón haciéndola absolutamente encantadora. La viudez le sentaba bien a Skye Southwood, concluyó Robert Dudley.

– Bienvenido a Lynmouth, milord. -En su voz no había la más mínima calidez.

– ¿Soy bienvenido realmente, Skye? -le preguntó él con voz juguetona, mientras le besaba la mano.

– La majestad de la reina es siempre bienvenida en esta casa, milord. Y vos representáis a la reina. Espero que vuestros hombres estén bien atendidos.

– Gracias, señora, sí.

– Deseáis ver al conde, supongo -dijo ella-. En este momento está dormido. Enviaré por él por la mañana, cuando os levantéis. Lamento no poder atenderos, lord Dudley, pero esta casa está de luto. Y ahora, espero que me disculpéis.