Dudley sintió una oleada de rabia. Lo estaban despidiendo como a un sirviente.

– No, señora, no os disculpo -ladró.

– ¡Milord! -Skye parecía ofendida-. ¡Quiero rezar por mi esposo! No tenéis derecho a negarme el consuelo de las plegarias.

– ¿Y un hombre de carne y hueso no os consolaría más y mejor, dulce Skye?

– ¿Quién? ¿Vos? ¿Después de Southwood? Ah, Dudley, realmente… -Skye rió con rudeza-. Si queréis hacerme reír, sir, lo estáis logrando y os doy las gracias, por ello. No me he reído ni una sola vez desde la muerte de Geoffrey.

El se sonrojó.

– ¡Estáis colmando mi paciencia, señora!

– Y vos la mía -le ladró ella-. ¿Cómo os atrevéis a venir a mi casa y sugerir lo que estáis sugiriendo? Ya hicisteis bastante daño cuando atacasteis mi virtud en vida de Geoffrey, pero seguir asaltándome en mi dolor es despreciable.

– Señora, quiero que seáis mía. -Ahí estaba. Directo.

– Nunca.

– Dejadme recordaros que soy el custodio real de vuestro hijo.

– ¡Pero no el mío!

– Puedo hacer que se lleven al niño. Y, a menos que cooperéis, lo haré, os lo aseguro.

– Apelaré a la reina.

– ¿Con qué excusa, Skye? Solamente tengo que decirle a Bess que sufrís de melancolía desde la muerte de Southwood, y que creo que ese humor es dañino para el muchacho. O mejor aún, dejaré al niño aquí y os haré llevar a Londres. ¿Qué le diréis a la reina, y a quién de nosotros creerá ella?

– ¡No! -pero Skye estaba indefensa hasta que la reina contestara su última carta y la librara de Dudley. No se atrevía a correr el riesgo de que la separaran de Willow y de Robin. Dudley sonrió, al comprobar que ella se daba cuenta de la situación en la que se encontraba.

– Cenaréis conmigo y después os tomaré -dijo, triunfante.

– Os ruego que me excuséis de la cena. Lo que me forzáis a hacer es despreciable y no tengo apetito. Iré a veros a vuestra habitación. No os quiero en la cama que compartí con mi esposo. Dadme unas horas para prepararme.

Él asintió.

– Muy bien, Skye. Os excusaré de la cena. Cenaré en mis habitaciones y vendréis a las diez. ¿De acuerdo?

– Sí, milord. -Ella se volvió y abandonó la habitación. Si no hubiera sido por los niños, se habría arrojado desde las torres. ¡No! Habría hundido una daga en el corazón del conde y después habría arrojado su cuerpo al mar. ¿Por qué tenía que sufrir así a causa de ese hombre inmundo?

Daisy la esperaba en su habitación.

– Por vuestra expresión, diría que lord Dudley no ha cambiado. -Skye le había contado a Daisy sus problemas con Dudley, porque creía que tal vez necesitara su ayuda.

– Ha amenazado con enviarme lejos de los niños -le explicó-, a menos que me entregue a él. Y tengo que entregarme, claro, porque no creo que sepa todavía que cinco de los chicos no están. Cuando se entere, se enfurecerá, Daisy.

– A menos que le deis el gusto. Será más agradable si piensa que os gusta, que os ha conquistado -observó Daisy.

– Si la reina acepta mis sugerencias en cuanto al futuro de Robin, lord Dudley no tendrá con qué chantajearme.

– Pero mientras tanto, debéis calentar su cama, y no estará contento si no sois cálida con él.

– No puedo serlo, Daisy. Lo desprecio. ¿Y cómo puedo aceptar con ganas a un petulante como él después de Geoffrey?

– Ah, señora, es que no se trata de lo que podáis hacer o no. El conde desearía que protegierais la herencia de Robin -dijo Daisy, con su espíritu práctico de siempre-. En este momento, lord Dudley tiene poder sobre vos. Los hombres siempre lo tienen.

– No siempre -le replicó Skye con sequedad. Por primera vez en muchos años, se sentía como en su juventud. A salvo entre los brazos de Geoffrey, había olvidado que era la O'Malley de Innisfana. Ahora estaba atrapada, porque Robin era un par inglés y no podía robarle su herencia para volver a reclamar la propia. Pero tal vez hubiera una salida, si la reina aceptara su plan. Esa noche, sin embargo, no podría escapar de lord Dudley. Tembló de pies a cabeza.

– Ya he hecho que las muchachas prepararan el baño -dijo Daisy con tranquilidad-. Habrá pechuga de capón, ensalada y fresitas con crema para cenar.

Skye asintió. Se desvistió mecánicamente y se metió en la tina. El agua tibia estaba fragante: la habían perfumado con su esencia favorita. Daisy le levantó el cabello y Skye se hundió en el agua. No creía que Dudley quisiera decirle a todos lo que hacía. No se podía tratar así a Isabel Tudor. Y además, habían pasado menos de dos años desde que Dudley recibiera su título de conde. Por lo tanto, querría dejar a Skye en Devon y disfrutar de ella durante sus viajes para cuidar del «bienestar» del ahijado de él y la reina. Tendría que tener mucho cuidado para no despertar las sospechas de la reina con respecto a los auténticos motivos de esas visitas.

Cogió el jabón de un pequeño plato de porcelana, y se rió entre dientes mientras pensaba que la costumbre de bañarse todos los días era una herencia de los días de Argel. Muchas de las damas de la corte inglesa tenían tanto miedo al agua y al jabón como sus sirvientas o sus cocineras. Salió de la tina y Daisy la envolvió en una toalla tibia. Dos sirvientas le secaron cuidadosamente los hombros y después los pies. Skye se quedó de pie, dejó caer la toalla y levantó los brazos sobre la cabeza. Daisy, armada con una borla de lana de oveja, la espolvoreó con un talco rosado mientras murmuraba:

– ¡Indecente! Más de veinte, cinco bebés y todavía tiene la figura de una chica joven.

Skye rió. Aunque Daisy era unos cinco años más joven que ella, sus sentimientos hacia su señora eran maternales. Mientras seguía sonriendo, Skye cogió el frasco de cristal con el perfume de rosas y se perfumó mientras pensaba de pronto en Yasmin y en las mujeres de la Casa de la Felicidad. «Me parece que, en lugar de adelantar, he retrocedido», pensó con amargura.

Daisy le tendió el vestido y Skye se deslizó en él. Era de seda color coral, con mangas amplias y un escote bajo y redondo. La falda caía en gráciles pliegues hasta el suelo, sin cortes. No había talle marcado en la cintura. El vestido se ajustaba por debajo de los senos y los moldeaba. A Geoffrey le hubiera encantado, pensó Skye, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Lo había mandado hacer en Londres el año anterior y no había tenido oportunidad de usarlo antes de la muerte de su esposo. Durante un momento pensó en romperlo antes que usarlo ante Robert Dudley, pero se dio cuenta de que todo lo que tocara de ahora en adelante le traería recuerdos de Geoffrey.

– Podéis iros -les dijo a las sirvientas-. Buenas noches.

La puerta se cerró detrás de las tres muchachas y ella miró el reloj que había sobre la chimenea. Le quedaba una hora. Mordisqueó con desgana la cena, sorprendida al comprobar que tenía apetito. Las fresitas tenían buen gusto y se dio cuenta de que, en realidad, no había prestado atención al sabor de la comida desde el fallecimiento de Geoffrey. Había comido por obligación, porque había que hacerlo, pero le hubiera dado lo mismo comer hojas secas.

Caminó por la habitación a grandes zancadas. Le hubiera gustado tener la menstruación para poder rechazar a Dudley. ¡Dios! ¿Por qué no le había dado esa excusa? Pero, en realidad, no habría servido de nada. Él habría esperado hasta que ella pudiera recibirlo. Era mejor terminar con el asunto cuanto antes.

Pensó un momento en el hombre que la esperaba, tratando de encontrar algo en él que hiciera la prueba menos espantosa para ella. No podía negar que Robert era apuesto. Alto, bien formado, de piel clara, cabello y bigote color jengibre rojizo, ojos como de terciopelo castaño. Pero esos ojos estaban demasiado cerca uno de otro y parecían expresar una astucia malévola que ella le había visto desplegar más de una vez. Y aunque tenía modales exquisitos, había cierta petulancia en él. Su ambición era todavía peor, al igual que su egocentrismo, que era monumental. No, no le gustaba y eso era todo.

Cuando faltaban cinco minutos para la hora indicada, Skye se envolvió en una capa de terciopelo oscuro y abandonó sus habitaciones. El castillo estaba en silencio: todos, excepto la guardia, dormían. Lord Dudley había sido alojado en el ala oriental del edificio, lejos de las habitaciones de Skye, que estaban en el ala sudoeste. Skye caminó con rapidez, rezando por no encontrarse con nadie. No quería que hubiera testigos de su vergüenza. Se detuvo un momento frente a la puerta del dormitorio de lord Dudley, respiró hondo y, antes de que pudiera pensar en huir definitivamente, la abrió de golpe.

Él se volvió, de pie, junto a la chimenea, y le sonrió con todos los dientes. Fuera, en los grandes muros del castillo, la guardia anunciaba la hora.

– ¡Qué puntual eres, querida mía! ¿Puedo atribuirlo a tus deseos de estar conmigo? -Dudley rió entre dientes. Caminó hasta ella, le sacó la capa y la dejó caer al suelo-. ¡Por Dios, señora! -dijo con voz suave-, sabéis elegir vuestros vestidos. -La atrajo hacía sí y la besó con fuerza. Ella se defendió instintivamente-. No, señora. ¡No quiero nada de eso! Si queréis ser la viuda desconsolada, sedlo en público, pero no me digáis que no deseáis un hombre entre vuestras piernas. Geoffrey Southwood sabía hacer el amor, y no habéis tenido nada de eso en varios meses. A menos, claro, que haya algún muchachito disponible en vuestros establos -agregó, con un tono profundamente despectivo y burlón.

– Sois un bastardo, Dudley -le escupió ella.

– Ah, ¿nada de caballerizos, eh? -ironizó él-. Entonces, os entregaréis con ganas, mi dulce Skye. -La llevó hasta un espejo de pared, la puso frente a él y se colocó detrás de ella. Después le deslizó el vestido por los hombros. Sus dedos le acariciaron la piel suave y, luego, le hundió los labios ardientes en el cuerpo desnudo-. Southwood siempre hablaba con orgullo de vuestra piel -murmuró, intoxicado por esa suavidad.

Skye sintió que la piel se le erizaba, y la referencia a Geoffrey casi la hizo desmayarse.

– Por favor, milord -rogó ella en voz baja para que él no percibiera el temblor en su voz-, si tenéis algún respeto por mí, no mencionéis a Geoffrey delante mío.

Lord Dudley la miró con curiosidad. Se encogió de hombros y le bajó un poco más del vestido, para verle los senos. Su brazo izquierdo la apretó contra él, mientras con la mano derecha acariciaba uno de los senos.

– Exquisito -dijo con tono de experto-. Pequeños, caben en una mano; más sería un desperdicio.

Skye cerró los ojos para no llorar, mientras él seguía bajándole el vestido y su mano seguía a la tela hacia abajo sobre el vientre de su víctima. Después, el vestido cayó al suelo y ella quedó desnuda. Dudley había empezado a respirar más rápido y jadeaba. La empujó para que se apoyara en su brazo y le acarició las nalgas con la otra. Pero cuando quiso insertar el dedo allí, ella se resistió y gritó:

– ¡No!

Dudley rió entre dientes y se desvistió.

– Ya lo haremos, mi dulce Skye, todo a su tiempo; pero primero, lo primero. -Ahora él también estaba desnudo y ella miró con miedo el sexo erecto de ese hombre. Él no dejó de notarlo. No lo tenía muy grueso, pero sí largo; era el más largo que ella hubiera visto jamás.

– Quiero que te sientes en el borde de la cama -le ordenó él y cuando ella hubo obedecido, continuó-: Ahora recuéstate. Sí, así. -Le pasó las manos por las nalgas y le separó las piernas.

Ella comprendió lo que él quería hacer, pero eso no alivió su miedo y su horror cuando él se arrodilló frente a ella y metió la cabeza entre sus piernas. Luego empezó a besarle el sexo. Ella se estremeció de horror y él lo interpretó como pasión. Para su angustia, Skye recordaba la primera vez que Geoffrey le había hecho el amor y la había cubierto de besos dulces, livianos, apasionados. Pero Dudley se hundía en la piel rosada y suculenta como devorando un manjar, y la lengua la tocaba y la rozaba para provocarla. Skye se mordió los labios hasta que le sangraron. Él la estaba excitando y no podía dejar de responder de algún modo.

El flujo que manaba del cuerpo de ella era un indicio para él. Con un gruñido de satisfacción, se puso en pie, la levantó un poco y la llevó al borde de la cama. Se inclinó y la aprisionó entre sus brazos. Luego, le murmuró al oído:

– Ahora estoy dentro de ti, mi dulce Skye. ¡Y tú estás lista para recibirme! Tu pequeño horno de miel arde con el flujo feroz de la pasión que pretendes negarme, pero lo cierto es que no puedes negármela, no, no. -Se movió dentro de ella con ferocidad, y ella gimió de placer y se odió por hacerlo.

El triunfo se marcó en el rostro que la miraba desde arriba.

– Quiero entrar más, amor mío. Envuélveme con tus piernas -le ordenó él. Ella obedeció, porque no se atrevía a llevarle la contraria. Con un gruñido de placer puro, él entró tan a fondo que ella habría jurado que le tocaba el útero. Para su sorpresa, lord Dudley parecía más interesado en la respuesta de ella que en su propio placer. Y aunque ella lo odiara, su cuerpo cedía cada vez más a sus deseos.