Willow se sonrojó de placer y después se alisó el vestido.

– Tengo siete años -dijo, haciéndose la importante.

– ¿En serio? Qué orgulloso estaría tu padre de ti. Te pareces a él. -Puso cara de estar muy impresionado, que era lo que la niña quería de él-. Ahora, dime, ¿quién es este hermoso muchachito?

Willow empujó al chico y dijo con seriedad:

– Te presento a mi hermano Robin. Es el conde de Lynmouth.

Robert Small hizo una elegante reverencia.

– Milord, me honra conoceros. Conocía a vuestro padre, que Dios se apiade de su alma, y lo respeté mucho.

El muchacho lo escudriñó con timidez y el capitán se quedó mirándolo con ojos de profundo asombro. El chico tenía el rostro de Geoffrey Southwood. E intuir al conde mirándolo con esos pequeños ojos resultaba desconcertante.

– ¿Puedo llamaros tío Robbie también? -preguntó el niño con timidez.

– Claro que sí, muchacho -Robert Small levantó al muchachito hasta la altura de sus hombros-. Willow, tú y Robin venid conmigo y os mostraré los regalos que os he traído en las alforjas.

Skye rió, contenta de ver a sus hijos alegres de nuevo. Todo había sido solemne en Lynmouth desde hacía ya demasiado tiempo. Dejó el gran salón y bajó a los jardines que florecían junto al acantilado. Al final del jardín, atravesó los portones que daban paso al cementerio de la familia Southwood y fue hasta la tumba de Geoffrey. Había cortado una sola rosa blanca en el camino y ahora la dejó sobre la tumba.

– Ya ha vuelto Robbie, Geoffrey -dijo-; y el viaje ha sido todo un éxito. Voy a poner tu porcentaje en los cofres de Robin, amor mío, y después iré yo misma a Londres a hablar con la reina. Tengo que librarme de Dudley. No sólo por su lujuria, sino también porque es ambicioso. Demasiado ambicioso, Geoffrey. ¡Ah, amor mío, cómo te necesito! ¿Por qué me dejaste?

Suspiró. Tenía que abandonar esta costumbre. Venía a la tumba de Geoffrey día tras día y hablaba con él como si de veras pudiera oírla. Eso la reconfortaba. Después de su muerte, había creído sentir su presencia. Pero ahora ya no.

– Es porque ahora sí que te has marchado, ¿no es cierto, amor? -le susurró con tristeza.

La brisa que venía del mar jugueteaba con su cabello. Sintió que le corrían las lágrimas por las mejillas y, por primera vez desde la muerte de Geoffrey, lloró sin contenerse. No había nadie allí que pudiera verla y no necesitaba fingir para infundirle valor a los niños.

Allí la encontró Robert Small. La abrazó sin decir palabra y le ofreció su comprensión. No dijo nada, porque no había nada que decir. Pero su presencia, familiar, cariñosa, la ayudaba. Cuando sus sollozos se acallaron, él buscó un pañuelo de seda en su jubón y se lo ofreció. Ella se secó las lágrimas y se sonó.

– ¿Mejor? -le preguntó él.

– Gracias. Lloré cuando murió, pero sólo un momento, porque estaban los niños, y estaban muy asustados y si me hubiera desmoronado habría sido peor. Y desde entonces, no ha habido tiempo para el duelo.

– Hasta hoy.

Ella asintió.

– De pronto, me he dado cuenta de que realmente no está conmigo. Estoy sola de nuevo, Robbie.

– Volverás a casarte algún día, Skye.

– No esta vez, Robbie. Ya he enterrado a dos hombres que amaba y no quiero volver a pasar por eso.

– Entonces, búscate un amante poderoso, querida. Ya has podido comprobar que ser viuda y hermosa te convierte en presa codiciada por cuervos como Dudley.

– ¡Nunca! Pienso librarme de lord Dudley, y después volver a Devon y vivir aquí hasta que Robin tenga edad suficiente. Él y Willow son mis únicas preocupaciones. Robbie, ya he decidido que, si me sucediese algo, Cecily y tú seáis los tutores de Willow. Sé que estaréis de acuerdo.

– ¿Qué estás planeando en realidad, Skye? Casi veo las ruedas que giran en tu cabecita.

Ella sonrió con suavidad.

– Nada. Nada todavía, Robbie. Primero tengo que ir a Londres. Después podré decidir mi futuro.


A la mañana siguiente, Skye y Robbie salieron de Lynmouth hacia el nordeste, hacia Londres. Habían enviado antes a un mensajero para preparar la casa de los Lynmouth y comunicarle a la reina que sir Robert Small había vuelto a Inglaterra y quería una audiencia inmediata con Isabel, junto con la condesa de Lynmouth. Llegaron a Londres varios días después. Cuando entró en su casa, Skye descubrió con furia que el conde de Leicester la estaba esperando.

– El ímpetu que te obliga a seguirme a Londres, Skye, me vuelve loco -bromeó él, besándole la mano.

Ella la apartó con asco. Tenía un fuerte dolor de cabeza después del viaje con coche cerrado en pleno verano sin poder abrir las ventanillas, porque el polvo lo inundaba todo. Miró a Dudley con furia mientras, desde su baja estatura, Robert Small no pudo evitar reírse al ver la cara de milord cuando ella le dijo en voz baja y furiosa:

– ¡Iros al diablo, lord Dudley!

Skye lo empujó y subió con rabia las escaleras hacia la comodidad de sus habitaciones. Él la siguió como un bobo.

– No esperaba tener el placer de esta compañía hasta dentro de varias semanas, Skye, dulzura -murmuró en lo que creía que era su tono de voz más seductora-. Debo ir a Whitehall hasta medianoche, pero después… -jadeó sin terminar la frase.

Skye se detuvo en la mitad de un paso, giró en redondo y dijo:

– Eso será después, milord Dudley. Ahora me duele la cabeza, tengo la menstruación, he pasado tres días saltando de aquí para allá en un coche y tres noches evitando a borrachos y cucarachas en las posadas del camino. Estoy cansada. Pienso irme a la cama. ¡Sola! Y ahora fuera de mi casa. -Y siguió subiendo por las escaleras. Lo último que se oyó fue una puerta que se cerraba con furia.

El conde de Leicester, con la boca abierta, la miró marcharse. Abajo, Robert Small reía entre dientes. Después dijo con lentitud y como sin darle importancia:

– Está un poco inquieta y nerviosa por el viaje, milord. Pero supongo que la comprendéis; una vez tuvisteis esposa.

Dudley miró al capitán durante un momento, con ojos muy abiertos, después bajó por las escaleras y dijo en tono amenazante:

– No tratéis de interferiros, capitán. Ya he marcado para mí a esa dama.

Robbie sintió que la rabia le hervía en el cuerpo.

– La decisión es de la dama, milord. Recordadlo para que yo no tenga que obligaros a hacerlo.

Dudley se movió hacia la puerta y luego se volvió.

– Bess y Cecil os recibirán mañana por la mañana a las diez. No tratéis de socavar mi influencia para con la reina. Es absolutamente imposible. -Dudley hizo una reverencia y se marchó.

«Bastardo arrogante», pensó Robbie, iracundo. Skye tenía razón. Había que librarse de él, y rápido. No era un tutor fiable para Robin, y la obligaría a hacer una locura si seguía persiguiéndola. Skye no lo toleraría durante mucho tiempo.


Al día siguiente, cuando entraron en las habitaciones de William Cecil, Robbie pensó que podía ver el fuego de batalla en la manera de moverse de Skye. El negro del luto le sentaba bien y la asemejaba todavía más a un guerrero. Ambos saludaron a Cecil y después Robbie relató el éxito del viaje al consejero. Cecil asintió y dijo:

– Vuestro informe es muy alentador, sir Robert. Su Majestad y yo estamos de acuerdo en que la prosperidad y el futuro de Inglaterra están en su comercio. Vuestro éxito corrobora que esa idea es sabia.

– ¿Sería posible ver a la reina, sir? -preguntó Robbie-. Tengo un regalo para ella, y sé que milady Southwood quiere hablarle en privado sobre el futuro de su hijo, el pequeño conde.

– ¿Sobre el compromiso con la hija de De Grenville? He aconsejado a Su Majestad que permita el compromiso. Me parece que es una buena idea y que sirve a los intereses de las dos familias.

– Gracias, milord. Pero hay otra cosa sobre lo que tengo que hablar con Su Majestad.

– Querida mía -dijo Cecil con amabilidad-, si queréis aceptar el consejo de un viejo que conoce bien a la reina no le habléis. Isabel Tudor, como su padre, es ciega cuando se trata de los que ama.

– Debo intentarlo, señor -insistió Skye.

William Cecil sonrió con pesar. La condesa de Lynmouth era una mujer fuerte y empecinada. Pero, claro, la reina también lo era. El espectáculo de esas dos damas trabadas en combate sería interesante, si no llegaba a ser explosivo.

– Entonces, llamaré a Su Majestad -dijo, resignado.

Isabel Tudor entró en la habitación unos minutos después. Esperaba al embajador francés esa mañana y se había puesto un magnífico vestido de tela de oro adornado con hilos de perlas bordadas. Cada día que pasaba parecía más una reina, si es que tal cosa era posible.

– Mi querida Skye -saludó, y le tendió las manos-, me alegra tanto volver a verte. -Luego, se volvió-: ¡Sir Robert! Cecil me ha dicho que vuestro viaje ha sido un éxito. ¡Estamos realmente satisfechos!

– Ha resultado muy provechoso, Majestad, y os he traído un pequeño regalo para demostrar el afecto de mis tripulaciones a Vuestra Alteza. -Sir Robert levantó una hermosa cajita de cedro y se la ofreció-. Las piezas que contiene son parte de las ganancias de los marineros. Cada uno de ellos entregó una voluntariamente, con todo su amor, como tributo a la reina.

Isabel Tudor aceptó el cofre y lo puso sobre la mesa. Lo abrió lentamente y sus ojos brillaron al ver las riquezas que contenía. Había perlas indias de todos los colores: blancas, color crema, rosadas, doradas y negras. Tocó con los dedos brillantes rubíes de Burmese, resplandecientes zafiros de Ceilán tan parecidos a los ojos de Skye, feroces y fríos diamantes de Golconda. También había varias bolsas de seda llenas de maravillosas especias, nuez moscada, barritas de canela, ramitas de vainilla, clavos de olor, pimienta negra.

La reina miró al capitán con una sonrisa de oreja a oreja.

– Vuestros hombres no pudieron haber elegido mejor regalo para mí, Robert Small. Quiero que les deis las gracias de mi parte y les transmitáis esto: que la reina dice que mientras Inglaterra tenga hijos como ellos, será invencible. Ahora, caballeros, me dejaréis a solas con mi querida Skye. Deseo saber cuanto concierne a mi ahijado.

Los dos hombres hicieron una reverencia y abandonaron la sala. Se hizo un largo silencio. La reina fue la primera en hablar.

– Cecil me ha persuadido de que el compromiso que proponéis entre el pequeño Robin y Alison de Grenville vale la pena. Por lo tanto, os hemos dado nuestro permiso, querida Skye.

– Vuestra Majestad es muy amable. Pero quisiera pediros otro favor.

Isabel inclinó la cabeza.

– Ya que Vuestra Majestad ha aprobado el compromiso, ¿no aceptaríais apartar a lord Dudley de la custodia de mi hijo y otorgar a Dickson de Grenville sus responsabilidades en tales circunstancias? Sería mucho más conveniente y natural.

– Dudley es el que elijo -se reafirmó Isabel con firmeza.

El tono de la voz de la reina irritó a Skye. ¿Por qué se interfería de ese modo?

– ¿Puedo recordar a Vuestra Majestad -dijo con voz también firme- que mi esposo me convirtió en la única tutora de nuestros hijos, un arreglo que Vuestra Majestad está ignorando por razones que no consigo entender?

– Solamente en el caso de mi ahijado, señora -replicó la reina-. Un niño necesita una influencia masculina en su vida y le he dado al mejor hombre de Inglaterra.

– Robin tiene a De Grenville y a Robbie, y también a sus hermanos, como buenas influencias masculinas, Majestad -replicó Skye.

– Dudley está orgulloso de tener al joven Robin bajo su tutela. Me lo ha dicho él mismo, mi querida Skye -dijo la reina.

– No quiero que Robin reciba influencias de nadie de la corte, Majestad. No ahora. Es demasiado joven. Soy su madre y creo que tengo derecho a tomar esa decisión.

– No, milady Southwood -replicó la reina con voz de hielo-. El destino de Robin es mi decisión como su reina. Lord Dudley seguirá siendo su custodio.

Skye acababa de perder el control de su temperamento irlandés.

– ¡Pero, Majestad! ¿No os dais cuenta de la razón por la que lord Dudley quiere hacerse cargo de la educación de mi hijo?

– Sí, mi querida Skye, claro que me doy cuenta -respondió Isabel Tudor.

Atónita, la condesa de Lynmouth miró los profundos ojos negros de la reina. Lo que vio en ellos la hizo temblar.

– Dios mío -murmuró-. Entonces, lo sabéis. ¡Ah, Majestad! ¿Cómo habéis podido? ¿Cómo habéis podido entregarme a ese hombre? Mi esposo y yo siempre fuimos vuestros fieles servidores. ¿Así es como recompensáis nuestra lealtad?

La reina la miró enojada.

– Señora, estáis acabando con mi paciencia. Pero como os aprecio, voy a explicároslo. Si repetís lo que voy a deciros, lo negaré y os haré encerrar en la Torre. Nunca me casaré, mi querida Skye, porque si lo hago ya no seré ni reina ni mujer libre. He visto cómo se las arreglan los hombres para dominar a las mujeres. Mientras Inglaterra tenga una reina, eso no me pasará a mí.