»Mi hermanastra, María, nunca se recobró del todo de lo que mi padre les hizo a ella y a su pobre madre, Catalina de Aragón. Les arruinó la vida. ¡Pobre María! Él la había querido y malcriado desde niña y, de pronto, un día ese amor desapareció y él la arrancó de brazos de su madre, a quién nunca volvió a ver, y la declaró bastarda.

»Mi madre, según me han explicado, estuvo bajo presión constante para producir un varón. Cuando fracasó, él le quitó la vida, sin más. Y en lo que a mí se refiere, nunca sabía qué pensar de mi padre. Un día era su amor y al día siguiente me enviaba a Harfield, caía en desgracia. Aprendí, mi querida Skye, aprendí…

»Jane Seymour tuvo suerte de morir, según creo. A pesar del duelo y las lágrimas, a él no le importó. Tenía lo que había deseado: un varón. De las otras tres madrastras que tuve, Ana de Clevers fue sabia y le dio lo que él quería: un divorcio rápido. La pobre Cat Howard, prima de mi madre, perdió la cabeza como ella. Todavía oigo los trágicos alaridos de la pobre niña cuando se dio cuenta de que habían venido a llevarla a la Torre. Trató de hablar con mi padre y se la llevaron a rastras desde la puerta de su capilla. -La reina se estremeció con ese recuerdo-. Catherine Parr tuvo suerte y sobrevivió a mi padre para casarse con el hombre que amaba. Yo fui a vivir con ella y su nuevo esposo tras la muerte de mi padre. El lord Almirante de Inglaterra, sir Thomas Seymour, fue mi padrastro. Era el hombre más apuesto que he conocido en mi vida, y la peor alimaña. Cuando mi madrastra engordó por el embarazo, planeó cómo seducirme a mí. No creyó que Catherine sobreviviera al parto, y sabía que necesitaba poder contra su hermano mayor, Edward, que era tutor de mi hermanito. Tal vez habría triunfado, porque yo era muy inocente entonces, pero Catherine se dio cuenta cuando lo encontró besándome de una forma que no tenía mucho que ver con el beso de un padre. Me echó de casa, y cuando murió, unas semanas después, con la fiebre posterior al parto, Tom Seymour trató de casarse conmigo. Después perdió la cabeza. Hubo algunos que trataron de implicarme en su desgracia, pero pude escapar de sus artimañas. Aprendí que una mujer que quiere poder en este mundo de hombres, y te aseguro, Skye, que es un mundo de hombres, no tiene amigos de ninguno de los dos sexos. Soy una mujer con poder. Y no pienso entregárselo a un hombre, no después de todo lo que aprendí y todo lo que sufrí. Cuando mi hermana María se convirtió en reina, sospechaba de mí cada vez más. Y fue extraño, pero el que me salvó fue un hombre, mi cuñado, el rey Felipe de España. De todos modos, me envió a la Torre y allí me hice más amiga de Robert Dudley. Lo amo, pero no puedo ser su esposa, y ciertamente no pienso ser su amante. No tiene la inteligencia suficiente para darse cuenta de eso, así que coqueteo con él, le doy lo que quiere para que no pierda las esperanzas y el interés. No puedo perderlo. No quiero perderlo.

»En este momento, Robert Dudley os quiere a vos, y me alegro de entregaros a él, porque vos no sois una amenaza para mí. Vos lo despreciáis y creo que siempre os sentiréis así. Sin embargo, os entregaréis a él, porque soy vuestra reina y os lo ordeno.

– ¿Vos me hacéis esto? -replicó Skye con suavidad-. ¿A mí, que he sido vuestra amiga? ¿La más leal de vuestras servidoras? Dios mío, Majestad, sois realmente la hija de vuestro padre. El león inglés ha dado a luz a un cachorro tan malvado como él mismo.

Isabel hizo una mueca de rabia.

– Cuidado, querida -le advirtió.

– Sé que sois la reina de Inglaterra -dijo Skye con voz amenazadora-, pero yo, Majestad, soy irlandesa. Mientras vivió mi esposo, lo olvidé, pero ya no pienso hacerlo.

Isabel Tudor rió.

– Qué fogosa sois, mi querida Skye. Pero las dos sabemos que no podéis hacer mucho contra mi poder real.

Skye estuvo a punto de responder con furia, pero se contuvo.

– ¿Tengo el permiso de Vuestra Majestad para retirarme? -preguntó con voz monótona, inexpresiva.

La reina le tendió la mano y Skye se la besó con rapidez.

– Tenéis mi permiso, lady Southwood. Id a Devon y pensad en el compromiso de mi ahijado con Alison de Grenville. Eso os ayudará a estar ocupada y a no meteros en líos.

Skye salió de la sala caminando hacia atrás y se reunió con Robbie y William Cecil. Tenía las mejillas rojas y la mente no menos inflamada. Hizo una reverencia al consejero y miró a Robbie con furia antes de salir de la habitación.

– Parece que es hora de partir, señor -observó Robert con sequedad.

Los dos hombres se dieron la mano y se separaron. Cecil volvió a sus papeles y Small salió de la habitación para escoltar a la condesa de Lynmouth a Devon; cuando lograra alcanzarla, claro está.


Skye estaba furiosa y no quiso quedarse en Londres ni una hora más. Así que la reina quería entregarla a Robert Dudley mientras ella jugaba a «tal vez sí, tal vez no». ¡Perra! Skye no pensaba quedarse sentada esperando que el retorcido lord Dudley la usara como a un juguete. Fingiría someterse por Robin, pero pensaba vengarse de Isabel Tudor, sí, lo haría de un modo u otro.

Miró a Robbie, que estaba sentado frente a ella, fumando su pipa con expresión pensativa.

– Quiero que tú y Cecily os llevéis a los niños durante unas semanas -dijo-. Tengo que volver a Irlanda. Es un viaje que he pospuesto durante demasiado tiempo.

– ¿Qué te ha dicho la reina, Skye?

– Ha dicho que quiere que haga de puta para su precioso conde de Leicester. No piensa casarse, Robbie, pero no quiere admitirlo en público. Tiene miedo de que un hombre la domine, y no es miedo, es terror. Desea a Dudley, pero no piensa casarse con él. Ha decidido que yo no soy una amenaza para ella, porque lo odio. Y por lo tanto, mientras yo satisfaga los pervertidos deseos de ese hombre, Isabel Tudor no tiene por qué temer de perderlo. ¡Dios! ¡Geoffrey debe de estar retorciéndose en su tumba al ver cómo me utiliza! ¡La reina, nada menos!

– Eso que dices es monstruoso. -Robert Small estaba impresionado, atónito-. ¿Qué piensas hacer?

– ¿Qué puedo hacer, Robbie? Tengo que someterme por mi hijo, y tanto la reina como Dudley cuentan con eso. Mientras yo guarde el secreto de Su Majestad y cumpla con los deseos de lord Dudley, la herencia de Robin estará a salvo.

– ¿Ésa es tu última palabra? No, Skye, no te creo. Tienes un plan que no quieres contarme.

– Robbie, ¿eres leal a la Corona?

– ¡Claro! Soy inglés, Skye.

– Y yo soy irlandesa, Robbie. Nosotros, los irlandeses, no estamos muy conformes con el régimen de los monarcas ingleses. Mientras Southwood vivía, sus lealtades eran las mías, y tal vez habrían seguido siéndolo si Isabel Tudor me hubiera respetado como yo la respeté a ella. Pero es como cualquiera de los otros reyes de Inglaterra. Usa a todos los que la rodean para sus propios fines, y no le interesan ni la bondad ni los amigos. Es una mujer brillante, no dudo que será buena gobernante para Inglaterra. Pero después de lo que me ha hecho, es mi enemiga.

»A pesar de eso, sé que dos de mis hijos son ingleses, y no pienso confundirlos. Robin es conde de Lynmouth, un par del reino. El título es antiguo ya. Geoffrey estaba orgulloso de ese título, y tenía razones para estarlo. Robin le debe lealtad a su reina y, tal vez, si es tan atractivo como su padre, Isabel lo trate bien cuando llegue el momento. Willow nació aquí, en Inglaterra, y es tu heredera. No puedo comprometeros ni a ti, ni a Cecily, y sé que mi querido Khalid no me agradecería que pusiera a su única hija en peligro. Así que, para bien de todos, haré lo que pienso hacer en secreto.

– ¿Geoffrey adoptó a Willow legalmente? -preguntó el capitán mientras el coche saltaba por el camino.

– No. Pensaba hacerlo, pero no lo hizo, ¿por qué lo preguntas?

– Porque yo sí quiero adoptarla, Skye. Es legalmente mi heredera, pero me gustaría mucho que llevara mi nombre. Y sospecho que sería más seguro para ella ser una Small. Te conozco desde que eras una niña inocente y ciegamente enamorada de Khalid y reconozco el grito de batalla que veo en tus ojos. -Suspiró-. Vas a luchar contra la Corona, ¿verdad?

Ella sonrió con tristeza.

– Honestamente, todavía no sé lo que voy a hacer. Pero como súbdito leal de la reina, creo que no te conviene saberlo.

– Ah -suspiró el hombrecito-. Te recuerdo que antes que ninguna otra cosa, soy tu amigo, milady. -Después se puso serio-. Ten cuidado, Skye. Bess Tudor es una cachorra de león y es tremendamente peligrosa.

– Acabo de descubrirlo, Robbie. Tendré cuidado. Creo saber cómo vengarme sin que ella sepa quién lo está haciendo. Primero quiero ir a Irlanda. Después, veremos.

– ¿Cuándo te vas?

– Dentro de unos días. Primero tengo que mandarle un mensaje a mi tío, porque prefiero viajar en un barco de los O'Malley.


Cuatro días después, el obispo de Connaught estaba sentado en su estudio releyendo por segunda vez la carta de su sobrina. Finalmente, la O'Malley de Innisfana volvía a casa, aunque en un viaje secreto. Quería que su nave insignia, la Gaviota, la esperara en la isla de Lundy la víspera de San Juan, y quería que su tío estuviera en la nave. Seamus O'Malley estaba contento. Ya era hora de que su sobrina recordara quién era en realidad. Y la víspera de San Juan, fue él quien se asomó a la barandilla de cubierta para ayudarla a embarcar.

La sonrisa de ella borró los años que habían pasado. Skye se inclinó sobre la barandilla y gritó hacia el pequeño barco de pesca que la había traído desde tierra:

– Diez días, Robbie, a menos que haya tormenta.

– ¡Buen viaje, muchacha! -fue la réplica, y el botecito giró y emprendió el regreso hacia la costa inglesa.

Skye fue directamente al camarote del capitán. Dejó caer su capa en una silla, se sirvió un poco de vino y se quedó mirando a los dos hombres que la esperaban.

– Bueno, tío -dijo, en tono de broma-, ¿tanto he cambiado? MacGuire, os habéis puesto gordo, pero me alegra veros.

– Oh, señora Skye, estábamos seguros de que habíais muerto -dijo el capitán, y después de esas palabras, se le quebró la voz.

Ella estiró una mano como para consolarlo.

– Pero no estoy muerta. Estoy muy viva, MacGuire, y he vuelto a casa.

El viejo marinero parpadeó mientras Skye se volvía hacia su tío.

– Bueno, milord obispo, nunca te había visto tan callado en toda mi vida. Te debo mucho, tío por la forma como has cuidado los intereses de los O'Malley. Nunca podré pagarte, pero quiero darte las gracias de todo corazón.

Seamus O'Malley descubrió que por fin podía hablar.

– No lo habría creído de no verlo con mis propios ojos. Pensé que habías alcanzado la cima de tu belleza hace años, pero veo que me equivoqué. Eres todavía más hermosa que antes. Y hay algo en ti, algo que no puedo definir. -Meneó la cabeza-. Con razón Niall Burke se niega a casarse de nuevo.

Ella palideció bruscamente al oír ese nombre, pero no lo suficiente como para que su tío lo notara.

– ¿Ha enviudado, entonces? -preguntó, con el tono de voz más neutro que pudo encontrar.

– La muchacha española murió antes de que él la trajera a Irlanda. Estas chicas de climas cálidos no son fuertes. -Hizo una pausa y la miró con ojos llenos de astucia-. Si no hubiera sido por el destino, tú y Niall os habríais casado hace ya mucho. Todavía puede hacerse, si los dos estáis libres.

– ¡No! No he vuelto a casa para casarme, tío. Soy condesa de Lynmouth y seguiré siéndolo hasta que mi hijo crezca y se case. Estoy aquí porque quiero vengarme de Isabel Tudor y, para eso, necesito mi flota.

– ¿Qué? -exclamaron a coro los dos hombres.

– La reina de Inglaterra me ha insultado. Pero mi guerra contra ella debe permanecer en secreto, porque no puedo poner en peligro a mi hijo menor, Robin, el conde del Lynmouth, ni a mi hijita.

– ¿Y qué diablos piensas hacer, Skye? -preguntó Seamus O'Malley.

– Isabel Tudor cree que el comercio es lo que hará grande a Inglaterra. Tiene razón, tío. Sé que es el comercio lo que le ha dado a Oriente su riqueza. Mis naves inglesas, mías y de mi socio, ya están contribuyendo a aumentar la riqueza de la reina, pero ahora quiero castigarla y atacar las naves que vuelven a Inglaterra, porque ella recibe un porcentaje de lo que traen. No puedo negarme a comerciar para Inglaterra, porque eso pondría en peligro la herencia de Robin. Pero si mis barcos y otros como ellos son víctimas de ataques piratas, los beneficios comerciales de la Corona serán menores. No correré riesgos. ¿A quién se le ocurriría que la pobre e inocente condesa de Lynmouth pueda saquear los barcos de la reina?

»Y te lo aclaro, no quiero matanzas. Valoro a todos los que empleo, desde el primer oficial hasta el último marinero, ingleses e irlandeses por igual. Los que saqueen los barcos ingleses pasarán luego por Argel para revender las cargas. Yo haré negocio; Isabel Tudor, no.