– ¿Por qué esta guerra contra Inglaterra, sobrina?
– No es contra Inglaterra, tío, es contra Isabel Tudor. No tengo nada contra los ingleses.
– De acuerdo, entonces, ¿por qué la guerra contra Isabel?
– Porque para retener al hombre que ama, pero al que no quiere ni desposar ni admitir en su lecho, me usa como su prostituta. Se olvida de que mi querido Geoffrey fue su más devoto servidor. Y de que yo lo soy…, o lo era. Sólo piensa en satisfacer sus propios deseos y no le importa a quién daña con ello. Pero no pienso permitir que me use de esta forma, aunque sea la reina de Inglaterra.
– Piénsatelo bien, sobrina. -El obispo parecía muy preocupado-. Si en algún momento te relaciona con todo esto, la reina no será piadosa contigo. No puede permitir que hagas pública su perfidia. ¿Cómo piensas proteger a tus hijos?
– Arreglé el compromiso de mi Robin con Alison de Grenville, hija de sir Richard de Grenville, que goza del favor de la reina. Es un partido excelente para la niña, y Dickon es un buen amigo mío. Él cuidará los intereses de Robin si me sucediese algo a mí. Robert Small, el mejor amigo que tengo en el mundo, va a adoptar legalmente a mi hija Willow. Fue el mejor amigo de su padre, y no tiene hijos. Somos socios y antes de partir en su último viaje de tres años, convirtió a Willow en su heredera. Tiene una hermosa casa cerca de Bideford y él y su hermana adoran a Willow. La niña los quiere mucho. Él es quien me ha traído en el bote.
– Has solucionado el problema de tus hijos ingleses, Skye, pero ¿y Ewan y Murrough O'Flaherty? ¿No crees que podrías desatar una venganza inglesa contra ellos?
– Las posesiones de los O'Flaherty son demasiado pequeñas, demasiado insignificantes y están demasiado aisladas para que los ingleses se preocupen por ellas. Además, mis hijos irlandeses están emparentados con Inglaterra a través de sus compromisos con las hermanastras de Robin, las hijas de Geoffrey Southwood. Si Robin no pierde el favor de la reina, sus hermanastros tampoco lo perderán.
Seamus O'Malley asintió, satisfecho por las precauciones tomadas.
– Necesitaremos una base de operaciones en Inglaterra, algo que no pueda relacionarse ni contigo ni con la familia O'Malley.
– ¡MacGuire! -dijo Skye-. Pon curso al castillo del señor de Lundy. Es el único lugar en el que se puede atracar en la isla. Adam de Marisco es el señor de la isla. Es el último de su linaje y he oído decir que es un sanguinario. Pero se gana la vida proporcionando un santuario a los piratas y los contrabandistas de esta zona. Negociaremos una base para nuestros barcos en la isla de Lundy.
– Ya lo tienes todo pensado, ¿eh? Dubhdara estaría muy orgulloso de ti; siempre lo estuvo, en realidad. ¿Vas a navegar con tus barcos?
– No, tío. MacGuire dirigirá las expediciones. Espero que elija capitanes jóvenes que nadie pueda reconocer. Ni tú, ni yo, tío, podemos involucrarnos directamente en esto, porque nos reconocerían con facilidad. Las naves tendrán que navegar sin identificación, sin banderas ni nombres. Ya he pensado en una forma de comunicarnos durante los abordajes, un sistema que confunda totalmente las víctimas. Pero eso lo discutiremos más tarde.
– Iré a ocuparme del rumbo -dijo MacGuire-. Si queréis quitaros esas faldas, encontraréis todas vuestras cosas en ese baúl, las guardé yo mismo -agregó el capitán en voz baja, con timidez.
– MacGuire, os estáis volviendo amable con la edad -bromeó Skye, conmovida.
El capitán la miró de arriba abajo con descaro.
– Tal vez os queden un poco estrechas en las piernas y en el dorso -hizo notar-. Veo que habéis crecido un poco. -Y luego, se retiró, riéndose entre dientes porque había conseguido decir la última palabra.
Riendo también, Skye abrió el baúl. Allí, apiladas entre pequeñas bolsitas de lavanda, estaban sus ropas de mar. Cogió una blusa de seda, y la sacudió. Luego la falda-pantalón; las medias de lana, el jubón de cuero de ciervo largo hasta los muslos, con sus botones de cuerno y plata; sus botas de cuero de Córdoba, y el gran cinturón ancho con una hebilla de topacio y plata.
Todo estaba allí. Seamus O'Malley vio las lágrimas brillando en los ojos de su sobrina.
– Me voy a cubierta. Necesito aire, Skye. Tal vez quieras estar a solas para cambiarte.
Cuando Skye oyó que la puerta se cerraba detrás del obispo, se desabrochó el vestido y se lo quitó y a continuación hizo lo mismo con las enaguas, las medias y el corsé. Las ropas de lady Southwood, condesa de Lynmouth, yacían ahora en un montón en el suelo del camarote. Skye miró, fascinada, en el espejo, cómo la O'Malley de Innisfana renacía ante sus ojos. MacGuire había tenido razón con respecto al tamaño de la ropa; resolvió el problema dejando el último botón de la blusa abierto.
En el fondo del baúl encontró su pequeña daga enjoyada y, ¡por Dios!, la espada de acero toledano con mango de oro y plata. Se la colocó, segura de que Adam de Marisco no se dejaría impresionar por una pierna bien torneada.
Se oyó un golpe en la puerta y entró su tío.
– Estamos a punto de llegar, Skye.
– Envía a MacGuire a hablar con lord De Marisco para que arregle un encuentro entre él y yo. Esperaré a bordo hasta que esté listo para recibirme.
– Supongo -dijo Seamus O'Malley- que De Marisco no espera a una mujer.
– Espera al O'Malley de Innisfana, tío -corrigió Skye con una sonrisa-, y no tengo la culpa de que no sepa que es una mujer.
El obispo rió.
– Subamos a cubierta, sobrina. Esta noche habrá mucha luz, porque es la noche de San Juan, y veremos bien la isla. Supongo que sus habitantes estarán celebrando la fiesta con todo el fervor pagano que se merece.
Salieron juntos del camarote. Seamus habló con MacGuire para darle sus instrucciones y los dos O'Malley se quedaron de pie junto a la barandilla del barco.
Lundy había recibido su nombre de una vieja palabra escandinava, Lunde, el nombre de un pájaro, el frailecillo. La isla parecía un gran monstruo en reposo, con altos acantilados de granito que se hundían en el cielo oscurecido sólo a medias. Era un lugar de belleza bárbara. La isla estaba cubierta por amplias pasturas en las que pastaban los rebaños de ovejas. En sus acantilados, anidaban diversas especies de aves marinas. La isla tenía un faro en un extremo y en el otro se alzaban las ruinas del castillo de los De Marisco que eran propietarios del único muelle del lugar.
El bote de MacGuire golpeó contra el muelle. El capitán ató la cuerda a la anilla y desembarcó. Al otro lado del muelle, junto a una posada, había un negocio de venta de suministros para barcos. La posada no estaba demasiado llena todavía. MacGuire se sentó en una mesa. Una muchacha que servía mostrando los senos bajo una blusa muy sucia se inclinó sobre él:
– ¿Qué deseáis, capitán?
– Quiero ver a De Marisco.
– Todo el mundo desea verlo, querido, pero él no recibe a nadie.
– A mí me recibirá. Me está esperando. Soy del barco de los O'Malley de Innisfana.
– Iré a preguntárselo -dijo la muchacha, y se alejó.
MacGuire miró a su alrededor. Las paredes de la posada eran los muros de piedra originales del castillo y estaban húmedas y llenas de manchas de moho. Las alfombras habían visto mejores días y estaban mugrientas y cubiertas de huesos viejos por los que se peleaban varios perros flacos. Las pocas mesas que había estaban bastante sucias y tanto la chimenea como las antorchas humeaban.
La muchacha regresó enseguida.
– Dice que tenéis que seguirme.
MacGuire se puso en pie y caminó tras la muchacha. Cualquier cosa era mejor que ese infierno. La mujer lo condujo por una escalera de piedra y se detuvo al final para golpear en una puerta de roble.
– Aquí, capitán. -MacGuire empujó la puerta para entrar y se quedó parado, atónito, mudo de sorpresa.
La habitación era opulenta, la más espléndida que hubiera visto nunca el irlandés. Las paredes estaban adornadas con tapices de terciopelo y de seda, los suelos, cubiertos con magníficas pieles de oveja de espesa y confortable lana. Había una gran chimenea encendida con perfumada madera de manzano, a pesar del buen tiempo. Sobre la gran mesa de roble descansaban dos magníficos candelabros de oro tallado en los que ardían cirios de cera blanca.
En una silla semejante a un trono, colocado en la cabecera de la mesa, estaba sentado un gigante. Aun así, sentado, MacGuire podía calcular que debía de medir más de dos metros. Tenía el cabello negro como la noche y una espesa barba del mismo color. Sus ojos eran de un color sensual, celeste humo, y llevaba un gran pendiente de oro en la oreja izquierda. Vestía un jubón de cuero suave y fino, una camisa de seda abierta que revelaba un pecho lleno de vello negro hasta el ombligo. Sus calzas eran de lana verde oscura y las grandes botas de cuero castaño se elevaban por encima de sus rodillas. Tenía dos muchachitas hermosas y muy jóvenes sentadas en las rodillas, desnudas de cintura para arriba. Las dos alimentaban al señor de Lundy con dulces que cogían de sendas fuentes de plata.
– ¡Sentaos, hombre! -llegó la orden con voz retumbante-. ¡Glynis! -Adam de Marisco empujó a una de las muchachas de su falda-. Sírvele a mi invitado.
La muchacha se levantó del suelo con una sonrisa, mostrando sus nalgas al hacerlo, y le sirvió una copa de vino a MacGuire. Este se la tragó con rapidez, mirando los senos que la muchacha le había puesto muy cerca de las narices y que lucían pezones grandes como uvas de España.
– Es vuestra por esta noche -rió De Marisco, y Glynis se arrojó a los brazos del irlandés.
MacGuire sonrió, encantado.
– Me gusta vuestra hospitalidad, milord. ¡Por Dios que sí! Si los O'Malley no zarpan esta noche, aceptaré el regalo con gusto. -Levantó la copa para brindar con su anfitrión-. A vuestra salud, señor.
De Marisco asintió.
– Quiero ver a vuestro patrón apenas desembarque. Ésta va a ser una noche muy agitada, con muchas celebraciones. ¿Os parece que al O'Malley y a sus hombres les gustaría unirse a nosotros?
MacGuire escondió una sonrisa.
– Iré inmediatamente a comunicarle vuestra invitación. -Se puso en pie y dejó caer a la pobre Glynis.
De Marisco estaba aburrido esa noche. Apenas su invitado dejó la habitación, se preguntó si la visita del O'Malley le traería algo de distracción. Lo dudaba. Pero unos minutos después, sus ojos color humor vieron con sorpresa que el capitán volvía con alguien más.
– ¡Por los huesos de Cristo! -gritó-. ¿Una mujer? ¿Qué clase de broma es ésta, MacGuire?
– Milord, ella es la O'Malley de Innisfana.
– No hago negocios con mujeres -llegó la respuesta. Terminante.
– ¿Es que tenéis miedo, milord? -dijo Skye con voz lenta y suave.
Con un rugido de rabia, el gigante se puso en pie y dejó caer a la muchacha que todavía tenía sobre las rodillas. Ella se levantó y se reunió, asustada, con Glynis, mientras Adam de Marisco se alzaba sobre Skye con la mueca más intimidadora que pudo encontrar. MacGuire empezó a sentir algo pesado en la boca del estómago. Aunque era un hombre valiente, estaba viejo y no tenía ninguna posibilidad de vencer a un hombre como ése.
De Marisco miraba a Skye con furia. La mujer, en lugar de temblar como otras, lo miraba también, sin perder la calma.
Él empezó a tranquilizarse un poco y se dio cuenta de que le gustaba lo que veía, así que rió entre dientes. Esa mujer era valiente y también era hermosa.
– Tengo -empezó a decirle ella con voz sedosa, bruscamente- cerca de dos docenas de barcos de distintos tamaños. Una de las flotas acaba de regresar de un viaje muy provechoso a las Indias Orientales. Soy rica. Quiero vengarme de alguien que ocupa un puesto muy alto y para hacerlo necesito la isla de Lundy abierta para mis barcos. Os pagaré bien.
De Marisco sintió curiosidad.
– ¿Cuán alto es el puesto de la persona a la que vais a atacar? -preguntó.
– Mi odio es contra Isabel Tudor -le llegó la fría respuesta.
– ¿La reina? -De Marisco silbó-. ¿Me estáis hablando en serio, mujer, o es que estáis loca? -Miró a la dama que tenía enfrente-. Por Dios, creo que habláis en serio -dijo y empezó a reírse entre dientes hasta que la risa se convirtió en un rugido de alegría que sacudió toda la habitación.
Skye se quedó donde estaba, sin parpadear ni hablar.
– Bueno, De Marisco, ¿queréis hacer negocios conmigo, o no?
– ¿Cuánto? -Una mirada de codicia se insinuó en los ojos de De Marisco.
– Poned el precio vos mismo, dentro de lo razonable -le contestó ella.
– Discutiremos esto a solas, O'Malley -dijo De Marisco-. MacGuire, ¿por qué no os lleváis a Glynis y a su hermana abajo?
– ¿Milady? -El irlandés miró a Skye.
– Fuera, MacGuire. Me pasaría un año sintiéndome culpable si no os dejo disfrutar de la compañía. Decidle a los hombres que pueden desembarcar a divertirse si quieren. Que hagan turnos de guardia para que todos puedan bajar a tierra. -MacGuire dudaba y Skye rió-. Oh, vamos, hombre, pareces una vieja. De Marisco, dadle vuestra palabra a mi capitán de que no me haréis daño, o estaremos aquí hasta el amanecer.
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