– Dejad que os consuele, muchachita -le oyó decir Skye, y su voz contestó, casi sollozó:

– Sí, sí.

Él era increíblemente dulce, la excitaba apenas un poco y, lentamente, la llenaba de sí mismo hasta que ella creía que iba a estallar. Su gran cuerpo cubrió el delgado y frágil cuerpo de Skye como la nieve cubre la tierra en invierno. Ella sintió que se hundía más y más en el colchón, mientras él entraba en ella. Y entonces, los movimientos de él se hicieron más vigorosos y ella se dejó ir en su éxtasis.

No era Robert Dudley tratando de aplastar su espíritu y mancillando su cuerpo. Este hombre grande quería que ella sintiera placer, un placer que ella solo había creído posible sentir cuando también había amor.

Sintió que llegaba al clímax y gimió como para avisarle.

– Oh, ¡Adam! ¡Adam! -Y después se perdió en una tormenta de pasión tan poderosa como las que había experimentado en el mar y lo oyó gemir con voz de triunfo.

Él se apartó y se quedó junto a ella. Los dos jadearon y ella dijo con voz tranquila:

– Adam de Marisco, espero que me consueles de nuevo antes de que termine la noche.

Y él rió, con un rugido cálido y delicioso de alegría.

– ¡No temas, Skye O'Malley! ¡Te consolaré bien! -Y después, la amó de nuevo y realmente fue hermoso.

Capítulo 23

Había sido un verano hermosísimo. En otoño, Skye pasó revista a su vida durante esos últimos meses con enorme satisfacción. Había seguido media docena de barcos cargados de tesoros, y había dejado a las arcas de Isabel sin su muy necesitado porcentaje. Solamente había saqueado dos barcos propios. Los otros eran de cortesanos muy ricos, incluyendo algunas naves de Dudley, y Skye no sentía ningún remordimiento por lo que hacía. El dinero que sacaba de los barcos que no eran suyos iba a parar a los fondos de las iglesias, a pagar los abusivos impuestos a que estaban sometidos los granjeros pobres y a manos de los enfermos, los ancianos y los hambrientos que se quedaban de una pieza cuando recibían remedios, leña, comida, ropa y pequeñas bolsas con monedas.

Con el invierno, en cambio, la llegada de barcos disminuiría. Y el desarrollo súbito de la piratería en la costa de Devon todavía no había llamado especialmente la atención a la reina. Ahora, Skye quería que sus piratas descansaran un poco, y si la reina había sentido curiosidad, tendría que esperar para sentirla de nuevo. Skye se reía. Todo había sido tan condenadamente fácil… Los barcos mercantes, que no sospechaban nada, habían caído como patos bien cebados que se meten sin darse cuenta en la cueva del zorro.

Todos los ataques habían resultado fáciles y exitosos. No había habido pérdida de vidas humanas, porque cada una de las naves abordadas sufría el ataque combinado de dos barcos al mismo tiempo. Ante tantos hombres y tantas armas, las naves mercantes que, por otra parte, no tenían experiencia en eso, no oponían resistencia. Las cargas eran transferidas con rapidez y en silencio, por un equipo de marineros que respondían a silbidos y gestos sin decir una palabra. Nadie podía saber qué idioma se hablaba en esos barcos. Los piratas desaparecían con el botín con tanta rapidez como habían llegado y todo el asunto parecía cosa de fantasmas.

La pequeña comisión real que se envió a investigar regresó a Londres sin saber qué informar. Nadie tenía ni la más remota idea de quién podía estar detrás de ese pillaje organizado. Los piratas tenían que ser ingleses. Si no lo eran, ¿cómo podían saber cuándo llegaban los barcos ni qué rumbo seguían? Y como los actos de piratería se detuvieron con la misma brusquedad con la que habían empezado, la comisión real llegó a la conclusión de que los incidentes habían sido casos aislados y coincidentes y no parte de un plan más vasto. Eso fue lo que se informó a la reina.

Skye había decidido que tal vez pudiera evitar dar la fiesta de la Duodécima Noche con la excusa del duelo. Envió sus disculpas a Isabel Tudor y se fue a Lundy a hablar con Adam de Marisco sobre los actos de piratería que planeaban para primavera y las señales que usarían para comunicarse entre los dos castillos.

El gigantesco señor de Lundy se había convertido en un buen amigo y después de esa noche de San Juan, en un amante ocasional. Ella se había despertado entre sus brazos con los ojos color humo mirándola intensamente. Había correspondido a esa mirada y después había agregado una sonrisa cegadora que hizo que él suspiraba aliviado.

– ¿Entonces no estás enojada conmigo? -le había dicho.

– No, claro, que no. ¿Por qué tendría que estarlo?

Él había sonreído con tristeza.

– Muchachita, mira, no eres una mujer cualquiera a la que pedí algo atrevido en un momento de semiborrachera. Eres una gran dama, Skye O'Malley, y te has atenido al trato que hicimos mejor de lo que hubiera hecho cualquier hombre. Pero yo, ahora, tengo un problema. Mi instinto me dice que te encierre en mi torre y te haga el amor por lo menos un mes seguido sin detenerme. Pero no puedo hacerlo, ¿verdad?

– No, Adam de Marisco, no puedes -había dicho-. Pero te doy las gracias por el cumplido.

– ¡Ah, me casaría contigo!

– Adam, eres adorable. Pero no pienso casarme de nuevo. Y por otra parte, ¿no temes a una mujer que ha enterrado a tres esposos? -Los hermosos ojos de Skye habían brillado traviesos, pero él parecía tan desalentado que ella lo tranquilizó-: Volveré, Adam. Te lo prometo.

Y realmente había vuelto. Varias veces durante el verano. Entre una y otra increíble sesión de amor, Adam y Skye habían hablado mucho y se habían hecho amigos. Para Skye era una experiencia completamente nueva. Aparte del odioso Robert Dudley, sus amantes habían sido siempre sus esposos, con excepción de su única noche con Niall. Skye no era una mujer promiscua, pero la verdad del asunto era que necesitaba hacer el amor con alguien que le gustara, especialmente después de las dos ocasiones en que el conde de Leicester había vuelto a Lynmouth con sus exigencias.

Robert Dudley sentía un inmenso placer cuando la degradaba y decía que la estaba «domando». Lo excitaba conseguir de ella una sumisión completa, pero, aunque lograba someter su cuerpo, el alma de Skye se le escapaba. Eso hacía que volviera. Después de esas pesadillas, Skye huía invariablemente a los brazos de Adam de Marisco. La forma honesta en que ese hombre la adoraba y la entrega sexual que había entre ellos eran como el limpio viento del mar después de un encierro en un granero con montones de estiércol. Adam no la llevaba hasta las enloquecedoras alturas que había logrado con Geoffrey, pero le daba mucho placer y le hacía sentir que estaba agradecido por el placer que ella le daba a cambio.

Había sido una Navidad melancólica y luego un Año Nuevo igual. Skye había cumplido con las tradiciones de la familia Southwood y había decorado el Gran Salón con pino y acebo, había quemado un gran tronco, había ofrecido un bol de bebida ceremonial a los mimos y cantantes, pero nada había sido igual sin Geoffrey. Los hijos e hijastras de Skye se habían quedado en Irlanda y no los había visto desde el verano anterior, durante su visita secreta. Susan Southwood prefería quedarse en Cornwall con los Trevenyan. Solamente Robin y Willow estaban con ella en casa. Cecily tenía un resfriado muy fuerte y se había quedado en Wren Court. Skye había insistido para que Robbie se quedara con ella y no la dejara sola.


Varios días después de Año Nuevo, Skye decidió ir a Lundy. Envió un mensajero a Wren Court en busca de noticias y supo que Cecily estaba levantada otra vez. Sí, claro que les encantaría tener a los niños con ellos en Lynmouth hasta la Duodécima Noche, que pasarían todos juntos. Skye pensaba pedirle a Adam de Marisco que volviera con ella y se uniera a la celebración. Su presencia serviría para borrar en parte los recuerdos que la asaltaban constantemente.

Vestida con su jubón de cuero de ciervo, botas, calzas de lana y una capa de abrigo, hizo el viaje hasta Lundy, sola. Tenía un bote anclado al pie de los acantilados sobre los que se alzaba el castillo de Lynmouth. En las primeras noches de insomnio después de la muerte de Geoffrey, había paseado por el castillo sin saber adónde ir y había encontrado un pasaje que bajaba dando vueltas y vueltas hasta salir a una cueva bien escondida justo por encima del nivel del mar. Skye había salido de la cueva a la luz de la luna y se había encontrado en un risco bajo que el mar lamía apenas unos centímetros por debajo de sus pies. Había luna llena, así que ella se dio cuenta de que la marea no debía de subir nunca más allá de ese límite. Seguramente, la cueva no se inundaba nunca excepto, tal vez, en caso de tormenta. Miró a lo largo del risco y finalmente encontró los escalones que sabía iba a encontrar y la anilla de hierro para atar un bote. Obviamente, algún miembro ya olvidado de la familia Southwood había tenido interés por el mar. Después había vuelto con Robbie y juntos habían registrado la cueva meticulosamente. Encontraron soportes de hierro para las antorchas, oxidados, pero todavía útiles, colgados a intervalos regulares en las paredes de piedra. Habían pedido a Wat, el hermano de quince años de Daisy, que limpiara la cueva, mantuviera las antorchas siempre encendidas y se asegurara de que el bote de Skye estuviera siempre listo para partir.

Skye nunca había vuelto a poner a prueba su conocimiento del mar desde que recuperara la memoria, porque no había tenido ni necesidad ni deseos de hacerlo. La primera vez que había navegado de nuevo en un bote pequeño, había ido con Robbie. Era el viaje inaugural en el que se reencontró con sus barcos irlandeses, y, más tarde, había navegado con MacGuire hasta St. Bride para encontrarse con su hermana favorita, Eibhlin, a la que encontró regordeta, pero tan cáustica como siempre. Cuando regresaban a Innisfana, Skye había tomado el timón de manos de MacGuire y había descubierto que sus habilidades de navegante estaban intactas.

Una vez en Lynmouth, había empezado a salir sola de vez en cuando, a pasear por el Canal. La primera vez la atrapó una súbita tormenta de verano, pero no tuvo miedo. Lo que la dominaba bajo el chaparrón era una especie de excitación maravillosa. Después de eso, disipó todas sus dudas sobre el estado de sus habilidades.

Esa fría tarde de enero, dudó antes de partir hacia Lundy. El día era demasiado hermoso, una señal para cualquiera con instinto de marinero. Y sin embargo, había pasado varias semanas muy melancólica en Lynmouth y deseaba reírse y portarse con algo de frivolidad.

– ¡Muchachita! -la recibió Adam, encantado-. Debes de ser bruja, ¡mi irlandesita mágica! Hace días que pienso en ti. -La envolvió en un abrazo de oso que la dejó sin aliento. Luego la levantó entre sus brazos y la llevó hasta su cubil, escaleras arriba.

Ella protestaba, riendo:

– ¡Adam! ¿Qué va a decir la gente? -Pero estaba contenta. Se sentía segura y tranquila en brazos de ese hombre.

Se desvistieron mutuamente e hicieron el amor, una experiencia deliciosa, hasta que, satisfechos, yacieron uno junto al otro entre las almohadas de pluma y bajo una gran colcha de pieles caras.

– Ojalá pudieras amarme, Skye O'Malley -dijo él con tranquilidad.

– Te amo, Adam -protestó ella-. Eres uno de mis mejores amigos. -Pero sabía que no era eso lo que él quería oír, y, de pronto, se sintió triste. No podía seguir usando así a ese gigantón bondadoso como paño de lágrimas, no ahora que sabía que él sentía mucho más por ella de lo que ella sentía por el-. Adam de Marisco, nunca he pretendido herirte, pero me parece que acabo de hacerlo. Te pido perdón.

– No, muchachita, yo he empezado esto. Es un buen castigo por mi arrogancia. Pero voy a mandarte a casa ahora. No puedo pasar más tiempo en cama contigo, sabiendo que no te tengo entera.

Ella lo entendió y se levantó con rapidez.

– He venido para preguntarte si quieres venir a Lynmouth para la Duodécima Noche.

Él la miró mientras se abrochaba la camisa.

– Sí. Dicen que los amantes no pueden ser amigos, pero nosotros lo somos, Skye.

Fuera oscurecía. Una única estrella colgaba en el cielo justo encima de ellos, y en el oeste, la puesta de sol era de color amarillo frío, una mancha limón en un horizonte gris.

– Va a nevar -dijo él.

– Sí, eso creo. Ven conmigo ahora.

– No, pero iré más tarde, esta noche; habrá tormenta por la mañana -Adam la ayudó a subir al bote-. El viento sopla del oeste, muchachita. Llegarás pronto a casa. -Desató la soga y se la arrojó.

– Tendré iluminada la entrada de la cueva, Adam. ¡Hasta dentro de un rato! -Skye le tiró un beso y él empujó el bote para alejarlo del muelle de piedra. La brisa hinchó las velas inmediatamente y el bote se alejó con rapidez.

Los vientos lo empujaron a través de las olas, y aunque estaba muy oscuro cuando llegó a su castillo, Skye sabía que ése había sido su viaje más rápido desde Lundy. Ató el bote con fuerza para asegurarlo contra la tormenta. Cogió una antorcha de la cueva y encendió las señales para indicarle el camino a Adam. Después, empezó a subir por las escaleras del pasadizo secreto hacia el castillo. Le parecía que oía ruidos de fiesta y eso la confundía. Llegó al piso en el que estaban sus habitaciones y se movió por el pasadizo hasta llegar a la puerta que daba directamente a sus habitaciones. Corrió el cerrojo secreto, entró en la antecámara, empujó la puerta tras ella para dejarla bien cerrada y volvió a colocar el tapiz en su lugar. Ahora oía claramente risas y bailes abajo, en el salón. Intrigada, se movió hacia la puerta que daba al pasillo, pero la puerta se abrió antes de que pudiera llegar y entró Daisy a toda velocidad.