– Ah, señora, señora Skye. ¡Por fin estáis aquí!

– ¿Qué pasa allá abajo? -preguntó Skye.

– Apenas os habéis ido, han llegado lord Dudley y un grupo de caballeros. Se ha puesto furioso cuando ha sabido que no estabais. Ha ordenado que se montara una fiesta y ha enviado buscar muchachas a la aldea.

– Muchachas jóvenes, vírgenes -aclaró la muchacha-. Exigió que fueran vírgenes -añadió, tartamudeando.

– Dios mío -dijo Skye-. ¿Y cómo están las muchachas que trajo, Daisy? Las enviaré a casa inmediatamente. Probablemente las está asustando. Los condes de Lynmouth no han permitido ese tipo de conducta desde hace años. Tenía que ser Dudley, ese hijo de perra, el que quisiera revivir esa costumbre horrenda.

– Es demasiado tarde, milady. Las muchachas ya lo han perdido todo -dijo Daisy.

– ¿Pero están bien? -preguntó Skye.

– Todas menos la pequeña Anne Evans. Ha sangrado mucho.

– ¡Dios mío, Dios mío, Daisy! No tiene más de doce años. ¡Maldita sea! Dudley va a pagar por esto. Voy a armar tal escándalo ante la reina que esta vez tendrá que castigarlo. -Skye entró en su dormitorio cerrando la puerta con furia-: Tendré que pagar una compensación a las familias de las chicas. ¿Alguna de ellas se ha ido ya, Daisy?

– Cuatro, milady.

– Les daremos una buena dote a sus novios para que se casen cuanto antes. ¡Maldita sea! -Skye se volvió hacia Daisy, furiosa-. ¡No te quedes ahí con la boca abierta, Daisy! ¡Un vestido! No puedo bajar así, ¿te das cuenta? El de terciopelo lila será adecuado. Nada de miriñaque, sólo las enaguas. Esto no es la corte. -Se quitó las ropas de navegación con rapidez. «¡Dudley!», gritaba su mente. Esa asquerosa serpiente que Isabel Tudor había depositado en su jardín privado. Ya era bastante malo que tuviera poder sobre Robin y que la usara como prostituta ocasional, pero ¡venir sin avisar, sin invitación! ¡Y con sus amigotes! ¡Y violar vírgenes inocentes que dependían de ella, que eran responsabilidad de los Southwood!

Daisy se apuró como pudo, con los dedos entumecidos, a vestir a su señora. De pronto tropezó y casi dejó escapar el cofrecillo de joyas de Skye.

– Despacio, niña -la tranquilizó la señora, al tiempo que sacaba un collar de amatistas del cofre para ponérselo en el cuello.

– Están muy borrachos -murmuró Daisy, aterrorizada-. Tal vez no debierais bajar, milady. Lord Dudley es el peor de todos y ha sido él quien ha hecho sangrar a Anne Evans.

Skye puso una mano amable sobre el hombro de su dama de compañía.

– Escúchame, niña -le dijo-. Sé que sería mucho más fácil cerrar la puerta con cerrojo y meterme en la cama. Dudley no sabría siquiera que ya estoy en casa, y Dios sabe que ese hombre me da miedo. Pero soy la condesa de Lynmouth, y lord Dudley, en mi ausencia, acaba de abusar de mi hospitalidad y de dañar a la gente que está a mi cargo. Es mi deber poner las cosas en su sitio. Si no lo hago, estaría traicionando el encargo de Geoffrey en su testamento. ¿Comprendes?

Daisy bajó la cabeza, avergonzada, y después dijo:

– Les diré a los guardias que habéis vuelto. Si los necesitáis, estarán listos.

– Bien pensado. -Skye salió casi corriendo de la habitación y bajó por las escaleras lo más rápido que pudo.

El ruido que hacían sus inesperados huéspedes se hacía más fuerte con cada escalón que bajaba. Lo que vio al llegar al salón, la dejó casi al borde del desmayo. Dudley y sus amigos se habían desparramado por la habitación y solamente llevaban puestas las camisas y las calzas. Sobre la mesa se amontonaban los restos de lo que había sido un banquete generoso. La mayoría de las niñas de la aldea estaban desnudas y aprisionadas sobre las rodillas de sus captores, todos ebrios. Pero lo que casi llevó a la histeria a Skey fue la imagen de la pobre Anne Evans, desnuda, a cuatro patas, sobre la mesa. Habían traído a uno de los mastines del castillo y lo habían excitado sexualmente. Lo estaban colocando en la posición correcta para que violara a la pobre niña.

– Dios mío. -Skye oyó la voz que lo decía a sus espaldas y al volverse vio al capitán de la guardia del castillo y sus hombres.

– Llevaos a la niña y a esa bestia -dijo Skye-. Las muchachas, con el mayordomo. Quiero que las atiendan de sus heridas y las lleven a dormir.

– ¿Qué hacemos con el perro, milady?

– No tiene la culpa. Que lo encierren solo en las perreras, Harry.

Los hombres de armas y su capitán entraron en el salón y, tomando a los ebrios cortesanos por sorpresa, empezaron a llevarse a las llorosas y asustadas muchachas. El mastín desapareció de encima de la mesa y Anne Evans salió de la habitación, en brazos de uno de los guardias, con los ojos en blanco.

Robert Dudley se levantó gritando:

– ¿Cómo os atrevéis? ¡Yo estoy aquí como enviado de la reina y tutor del señor del castillo! ¿Cómo os atrevéis?

– ¿Cómo me atrevo yo, Dudley? Mis hombres cumplen mis órdenes. Me pregunto lo que pensaría Bess de vuestras actividades aquí, milord. Violación. Corrupción de inocentes menores. ¿Creéis que voy a callarme esta vez? Lo gritaré hasta el cielo, os lo aseguro. ¿Cómo os atrevéis a entrar en mi casa y abusar así de mi gente? Puedo ofreceros refugio y comida, eso sí, pero nada más, nada más. ¡No sois señor aquí, Dudley!

Los ojos de Robert Dudley se entrecerraron de rabia. Ahí estaba ella, siempre tan orgullosa esa perra irlandesa. ¿Por qué no podía matarla como había hecho con tantas otras, incluyendo a su esposa, la dulce Amy? Recordaba la última vez que la había visto viva. Ella le había dicho que tenía un bulto en un seno y que se moriría pronto. «¿Cuándo?», le había preguntado él, sin dejarse intimidar por la mirada de dolor que veía en esos ojos. «Un año, tal vez dos», le había comentado ella, llorando. «Necesito que sea antes -le había dicho él con maldad-. Si no fuera por ti, sería rey. No me importa cómo lo hagas, pero muérete pronto. De todos modos, tu vida ya ha terminado.»

Dudley no estuvo seguro en ese momento de si ella tendría valor para matarse, pero lo había hecho. Y lo había hecho a conciencia, buscando la forma de causar un gran escándalo. Había utilizado su última oportunidad para destruir sus sueños de ser rey de Inglaterra. Isabel, que había estado tan desesperada por casarse con él, se había echado atrás después de esa muerte. Y él nunca la había recuperado realmente, a pesar de que seguía siendo el favorito. Sí, su esposa había planificado bien su muerte. ¿Quién lo habría dicho de la débil de Amy?

Para su frustración, no lograba que Bess Tudor se arrodillara ante él, pero lo lograría con esa belleza de Irlanda. Ah, Skye aprendería esa misma noche quién era el amo. Tomó un poco más de borgoña (Skye tenía un borgoña excelente) y se puso en pie.

– ¿Dónde demonios estabais? -preguntó-. ¿Y dónde está mi ahijado?

Ella caminó a grandes zancadas por el salón y se subió en la alta tarima con la despectiva mirada puesta sobre la ropa revuelta y los irritados ojos del conde, ignorando las risas de los otros hombres.

– Vuestro ahijado está con su hermana en Wren Court. Volverá mañana.

– ¿Y vos? ¿Dónde estabais? -presionó él.

– ¡Al diablo, Dudley! Yo no os pertenezco. No sois mi tutor.

Los demás rieron, ebrios, y el conde de Leicester se sonrojó hasta los cabellos. Ella estaba ahí, de pie, desalándolo, y él sintió que se enfurecía todavía más.

– ¡Perra! -ladró, saltando sobre ella. Hundió los dedos en el brazo de Skye y ella sintió un agudo dolor.

– ¿Dónde estabais? -La sacudió.

Skye trató de liberarse.

– ¡Dudley, basta! ¡Estáis borracho! ¡Horriblemente borracho!

– Es una potranca salvaje, Leicester -llegó una voz burlona-. Parece que no sabéis controlar a ninguna de vuestras mujeres ¿eh?

– ¡No soy su mujer! -gritó Skye-. ¡Soy la viuda de Geoffrey Southwood, y espero que todos vosotros lo recordéis!

– Sois mi puta, señora, mi puta particular, porque si os negáis, os quitaré a vuestro hijo. ¡Recordadlo!

– ¡Nunca, Dudley! ¡Nunca!

Dudley la empujó con rabia, haciéndola retroceder hasta el sitio que había ocupado hacía poco la pobre Anne Evans.

– Muy bien, Dudley -se oyó la misma voz burlona-. Enséñale quién es el amo aquí. Te ayudaremos. ¡Muy bien, hombre, muy bien!

La estaban arrastrando hacia la mesa, con las faldas levantadas y los brazos y las piernas sujetados por varios de los hombres. Vio caras de pesadilla con ojos enrojecidos y saltones, bocas llenas de risa descompuesta, lenguas que lamían los labios. El olor del vino casi la sofocaba. Por lo menos una docena de hombres la estaba toqueteando, hombres que hacía un año habían buscado el honor de recibir una invitación para la mascarada de los Southwood en la Duodécima Noche, hombres que le habían dedicado elegantes frases de admiración. Y ahora se inclinaban sobre ella como una manada de lobos.

Skye empezó a gritar, gritó sin detenerse, aunque dudaba que alguien pudiera oírla. El cuerpo de Dudley la aplastaba y notó que estaba tratando de penetrarla. Luchó como una gata, retorciéndose y mordiendo a sus apresores. Logró liberar uno de sus pies y pateó con fuerza. Golpeó a alguien. Se las arregló para salir de debajo de Dudley, pero ahora él estaba menos borracho y volvió a montarla. Antes de que pudiera retorcerse otra vez, la violó. Ella aulló.

Entonces, un rugido de rabia sacudió el salón. El dolor producido por las manos que la sujetaban se hizo menos agudo en sus piernas y brazos. Dudley voló por el aire en mitad de su tarea y salió despedido a través de la habitación. Los otros se dispersaron. Adam de Marisco la ayudó a levantarse.

– ¿Quieres que lo mate, muchachita?

– Sí -sollozó ella, pero después-: No, Dios, no. Es Dudley, la mascota de la reina. ¡No, no lo mates! Pero échalo. ¡Échalos a todos!

Los guardias habían vuelto y bajo las órdenes de De Marisco echaron al conde y a sus compinches, arrojándolos a la noche tormentosa. Después, el señor de Lundy volvió al salón donde envolvió a su temblorosa amiga en una capa de terciopelo y le puso una copa de vino en los labios.

– Bebe, muchacha. Te ayudará a recuperarte del susto.

Ella se tragó todo el contenido de la copa, agradecida. Cuando terminó, dijo:

– Gracias a Dios que has llegado, Adam. ¡Cómo me gustaría matarlo!

– ¿Quién vendrá la próxima vez, Skye O'Malley?

– ¿Qué?

– Digo que quién vendrá la próxima vez. Has tenido suerte esta noche. ¿Y la próxima vez, qué? Necesitas un marido, querida. Eres demasiado hermosa para estar sola, y no puedes protegerte a ti misma. Y escúchame, si no puedes protegerte a ti misma, ¿cómo vas a proteger a tus hijos?

– Hasta ahora los he mantenido a salvo -se defendió ella con ímpetu.

– Pero has tenido que mandarlos lejos de ti, Skye. No puedes vivir sola y desprotegida.

– ¡Entonces, cásate conmigo, Adam!

Él meneó la cabeza.

– No, muchachita, no funcionaría. La condesa de Lynmouth no puede casarse con un simple señor isleño. Sé que no tengo ni el nombre ni el poder que tú necesitas.

– Pero me amas.

– Ah, cierto, Skye O'Malley, pero tengo mi orgullo. Nunca me amarás, y soy lo suficientemente anticuado para querer como esposa a una mujer que me ame. Piensa, niña. Debe de haber alguien que tenga poder, nombre, con el que podrías vivir en paz y, tal vez, hasta enamorada.

Ella meneó la cabeza. Pero él se negó a darse por vencido.


Cuando llegaron Robbie y Cecily al día siguiente, todos estuvieron de acuerdo con él y volvieron a hablar del tema con Skye. Robbie estaba horrorizado por la forma como se había comportado Robert Dudley en el castillo de Lynmouth.

– Voy a escribirle a tu tío -dijo-. Tiene que saber con quién casarte.

– ¡No! -Skye estaba empezando a respirar con más fuerza y se puso a caminar arriba y abajo por el salón-. No puedo volver a pasar por el horror de amar a alguien y perderlo, Robbie, no puedo, sé que no.

El gigante Adam de Marisco miró asombrado cómo el capitán sir Robert Small, de apenas un metro cincuenta, le gritaba a su amiga con una voz que habría podido quebrar las piedras:

– Pero ¿a qué precio, Skye? La reina sabe lo que hace. Le divierte darle el gusto a Dudley sabiendo que no eres rival para ella. Pero ¿y si decide casarte con Dudley? ¿O poner tu nombre y tu fortuna en manos de algún otro al que quiera honrar? Tiene el poder para hacerlo, Skye. Y si lo hace, no habrá contrato prematrimonial como el que firmamos con Southwood. Perderás todo lo que tienes y dependerás de tu esposo hasta para las monedas. -Robbie vio enseguida el efecto que causaban sus palabras. Skye estaba aterrorizada y él lo sintió por ella, pero tenía que hacerle ver el peligro que corría-. Que tu tío te busque un marido en Irlanda. No tienes por qué casarte con cualquiera. Habrá varios para elegir, estoy seguro. Y la decisión será tuya. No como cuando tu padre te obligó a casarte con Dom. En primavera, tendré que irme de viaje otra vez, muchacha. Me sentiría mucho más feliz si supiera que estás a salvo, casada.