»Además de la protección, necesitas un marido que te haga olvidar esas travesuras; me refiero, por supuesto, a los actos de piratería del verano pasado.

– ¿Lo sabías?

– Llevaban tu marca, muchacha. Y cuando Jean me dio el balance de las ganancias del año, no había pérdidas ni siquiera por lo que perdimos en las dos naves atacadas. Era extraño.

– Nunca te robaría a ti, que eres mi socio -dijo ella, sonriendo.

Él rió.

– ¿Qué hiciste con el resto del botín?

– Lo vendí y entregué el dinero a los pobres y las iglesias.

– Fue una buena broma a Isabel Tudor, Skye, pero basta. Tuviste suerte de que no te atraparan. La próxima vez, tal vez te descubran. Quiero que me prometas que no volverás a hacerlo.

– No, Robbie, no he terminado con la reina. Además, Adam me protege.

Adam de Marisco se movió en su silla, incómodo.

– Tendrás a tu nuevo esposo para eso, muchachita -dijo mientras Robbie y Cecily asentían para mostrar su acuerdo.

Skye levantó las manos en un gesto de fingida desesperación. Se daba cuenta de que sus amigos tenían razón.

– Muy bien, podéis escribirle a mi tío, y yo enviaré una nota con la vuestra.


Las dos cartas fueron suficientes para sacar a Seamus O'Malley, obispo de Connaught, de un ataque de melancolía invernal. Con las fiestas convertidas en recuerdo y la cuaresma en el horizonte, se ahogaba en un arrebato de melancolía. La carta de Robert Small terminó con eso en un instante. Montó su hermoso potro bayo y se fue a ver al MacWilliam.

El señor de Connaught se alegró al saber que Skye O'Malley necesitaba un marido. Allí estaba la respuesta a todos sus problemas. Ella era la única a quien Niall desposaría ahora, y él podría tener de una maldita vez a sus benditos nietos.

– ¿En los mismos términos que antes? -preguntó al obispo.

Seamus O'Malley lo miró con aire ofendido.

– Milord -dijo-, mi sobrina es una mujer muy rica ahora. Es la viuda de un par inglés.

– ¡Un inglés! -se horrorizó el MacWilliam, la voz llena de desprecio.

– Sí, pero con título -corrigió el obispo con suavidad.

– Tal vez sea demasiado vieja para tener hijos -musitó el MacWilliam-. Debe de tener por lo menos veinticinco.

– ¡Y está en la cima de su fertilidad! -le llegó la respuesta.

Los dos hombres discutieron durante un rato. Los minutos se convirtieron en horas. Finalmente se llegó a un acuerdo y el obispo dijo:

– Quiero una boda por poderes, cuanto antes.

– ¿Por qué? -preguntó el MacWilliam, que sospechó de pronto algo raro.

– Porque Skye no está entusiasmada con la idea de casarse. Tengo miedo de que si esperamos hasta Pascua, cambie de idea. No hay tiempo para preparar una gran fiesta ahora, así que si no los casamos por poderes, tendremos que esperar hasta después de la cuaresma. ¿Os parecería bien que esperáramos tanto?

– ¡Dios, no! -exclamó el MacWilliam-. Ya hemos esperado bastante por esos dos. Que los sacerdotes redacten el contrato, lo lleven a Inglaterra y lo hagan firmar cuanto antes.

– No hace falta ir a Inglaterra para firmarlo -dijo Seamus O'Malley-. Mi sobrina me ha dado permiso para actuar en su nombre. -Y pensó: «Que Dios me perdone, Skye querrá matarme cuando se entere.» Sabía que Skye le había dado permiso para actuar, pero sabía también que el permiso era solamente para buscarle pretendientes, no para casarla. Ella quería leer el acuerdo y firmarlo después de haberlo sopesado. Pero Seamus era el mayor de los O'Malley y no había corte que no le diera derecho a tomar la última decisión.


Tres semanas después, retumbaron en el castillo de Lynmouth los gritos enfurecidos de su propietaria. Los sirvientes, que nunca habían visto a la hermosa condesa en medio de un ataque de temperamento irlandés, se preguntaban adonde huir. Daisy, que estaba en el ojo de la tormenta, envió a un sirviente a Wren Court para avisar a Robert Small. El capitán llegó enseguida y se apresuró a subir por las escaleras hacia los gritos y el ruido de porcelana rota.

Skye estaba en el centro de la antecámara, rodeada de cristales y trozos de jarrones. Tenía el cabello negro suelto y enredado, y estaba vestida sólo con sus enaguas y una blusa corta de seda. Al ver a Robbie, rompió a llorar y se arrojó en sus brazos. El la sostuvo y le murmuró algo para tranquilizarla. Después, sin soltarla todavía, le preguntó:

– ¡Qué sucede, Skye? No puedo ayudarte a menos que sepa lo que está pasando.

– Es culpa tuya, Robbie. ¡Toda tuya! ¡Todos vosotros me metisteis en esto! Todos. Tú y Adam y Cecily, insistiendo en que me casara para protegerme. Mira lo que habéis logrado.

Él la separó un poco para mirarla.

– ¿Qué fue lo que hicimos?

– ¿Qué hicisteis? -exclamó ella, y el tono de su voz volvió a elevarse-. ¡Te voy a decir lo que hicisteis! Ese diablo que se dice mi tío, ese santo hombre de la Iglesia al que pediste que me buscara marido, ese bastardo del infierno me ha casado por poderes. Haré que lo anulen. No voy a casarme sin dar antes mi consentimiento.

Robbie no sabía si reírse o llorar. Estaba sorprendido por lo que había hecho Seamus O'Malley y se preguntaba las razones de su prisa. Mientras Skye seguía dando vueltas por la habitación y murmurando entre dientes, Daisy reclamó la atención del capitán desde la puerta y le entregó una nota. Robbie la abrió y empezó a leerla. Pronto sintió genuina admiración por la forma en que el mayor de los O'Malley se había aprovechado de su sobrina.

«Me alegra -decía el obispo en su carta- que hayas tomado el camino sensato y hayas decidido casarte de nuevo. He elegido a Niall, lord Burke. Tu boda se celebrará por poderes el tres de febrero de este año y yo te representaré. Tu esposo se reunirá contigo en Inglaterra de inmediato. No tengo que aclararte que el MacWilliam está encantado con la idea, al igual que yo.» La carta seguía con otros asuntos y terminaba con el deseo del obispo de que la unión diera frutos muy pronto. Adjuntaba también el contrato de matrimonio y Robbie se sintió satisfecho al comprobar que Seamus había tenido buen cuidado de que la riqueza de su sobrina siguiera en sus manos. Sí, el tío irlandés había hecho un excelente trabajo.

Robbie levantó la vista de la carta, respiró hondo y dijo:

– No entiendo por qué estás tan furiosa, Skye. Ibas a casarte con Burke hace años y, en ese entonces, la idea no te molestaba tanto.

– No era más que una niña, Robbie, y creía amarlo. Cuando recuperé la memoria, Niall me pareció detestable. Lo que pasó no fue culpa mía, pero él me acusó de la separación. Me acusó de cosas terribles. Está cambiado y lo odio. Le dije a mi tío hace varios meses que no quería casarme con lord Burke.

– Pero si no quieres casarte con él, Skye, ¿entonces con quién?

– No lo sé, Robbie, pero sé que cualquiera sería mejor que él.

– La boda es válida, muchacha. No hay corte que pueda invalidar ni los contratos por poderes ni las ceremonias cuando no hay razones para anularlos. Te guste o no, eres lady Burke.

– ¡Vete al diablo!

Robbie rió entre dientes.

– Por Dios, nunca pensé que alguien pudiera vencerte, pero ese viejo zorro papista acaba de hacerlo, y muy bien.

Los ojos azules de Skye se entrecerraron y se llenaron de furia. Pero Robbie estaba tan divertido con la situación que no lo notó. Siguió adelante con su charla:

– Por lo menos, te ha elegido a un «hombre». Lord Burke se parece a Khalid y a lord Southwood. No, no puedes quejarte, Skye. -Y empezó a abrir la boca para dar un grito de espanto al ver cómo se rompía una jarra de cristal justo encima de su cabeza y los diamantinos pedacitos de vidrio se mezclaban con las gotas color rubí del vino sobre la pared.

– Esto es obra de mi tío, lord Burke y el MacWilliam, y lo único que quieren es conseguir otra generación. Bueno, no podrán hacerlo sin mi cooperación, ¿no te parece? -dijo Skye con un tono de voz lleno de amenazas-. No hace ni un año que murió Geoffrey. No puedo ser buena esposa para lord Burke mientras esté de luto. Y después, claro, está el luto parcial que dura otro año. Como comprenderás, Robbie, hay que cuidar las formas. Siempre.

Robbie la miró. Empezaba a preocuparse.

– ¿No me dirás que piensas negarle sus derechos?

Ella rió, una risa áspera.

– ¿Derechos? ¿Qué derechos?

Robbie sintió que algo se le revolvía en el estómago.

– Es tu esposo -dijo con voz débil.

– Yo no lo he elegido. Fue idea vuestra, tuya y de De Marisco y de mi tío y del MacWilliam. Lo único que yo quería era el derecho a elegir, puesto que la que se casa soy yo. Creo que soy totalmente capaz de decidir lo que es mejor para mí. Y en lugar de eso, me casan sin siquiera discutirlo por cortesía. Bueno, Robbie, sé que tendré que vivir con las consecuencias de todo esto, y vosotros también; todos, incluyendo a Niall Burke.

El estómago de Robbie se retorció todavía más. ¿Qué habían hecho? ¿Qué le habían hecho no sólo a ella, sino también a Niall Burke? La verdad era que el capitán no se arrepentía del consejo que le había dado a Skye. La boda era la única solución para ella. Pero el obispo de Connaught había actuado sin sopesar las consecuencias.

Robbie se dio cuenta de pronto de que él conocía a Skye mejor que su propia familia. Bueno, ¿y por qué no? Cuando desapareció para los suyos, Skye era apenas una niña. Esos dos viejos astutos no se habían detenido a pensar que un cura y un noble de provincias no podían siquiera concebir el tipo de vida que había llevado Skye en los últimos años. ¿Qué podían saber de hombres como Khalid el Bey? Suspiró. «Dios, cuánto más simple habría sido todo si Khalid no hubiera muerto. Skye habría tenido una docena de niños y se habría puesto gordita con los dulces turcos de Argel», pensó. Después se rió de sí mismo. No. Skye no era de ese tipo de mujer.

– No puedes hacer responsable a lord Burke de esta situación. Aunque estoy seguro de que la idea de casarse contigo debe de volverlo loco de alegría.

– Él es quien más debería saber que no me gusta casarme sin tomar yo misma la decisión.

– Tal vez tu tío lo convenció de que tú también deseabas esta boda.


En realidad, Niall Burke se había quedado atónito cuando, al regresar de una partida de caza, descubrió a Seamus O'Malley y a su padre sentados a una mesa dedicados a emborracharse como buenos compañeros.

– ¡Ah! ¡Mirad! Ahí llega el novio -rió el obispo entre dientes.

Niall Burke sintió que se enfurecía.

– Te lo advertí -le ladró a su padre-. Te advertí que no me buscaras esposa.

El viejo se hizo el ofendido.

– Te casas el tres de febrero, hijo.

– ¡Sí, claro! ¡Espérame sentado en el infierno! -fue la indignada respuesta.

– Ah, mi sobrina se desilusionará tanto -dijo el obispo con voz cascada, y el MacWilliam y él rompieron a reír, doblándose en dos como posesos.

Niall se preguntó si el whisky color humo que estaban tomando no estaría drogado. Su asombro hizo que los dos hombres estuvieran riéndose hasta que las lágrimas les corrieron por las mejillas y las barbas. Finalmente, el obispo jadeó para detenerse.

– Mi sobrina, Skye, me ha dado permiso para arreglar otra boda para ella ahora que lord Southwood ha muerto. Vuestro padre y yo hemos decidido que, ya que vosotros dos habíais decidido casaros hace tiempo, sería bueno terminar el asunto ahora.

– ¿Y Skye va a venir a Irlanda para casarse conmigo? -Niall no se lo creía.

– No. Vamos a celebrar el matrimonio por poderes el tres de febrero. Os iréis a Inglaterra, porque ella no puede venir a Irlanda sin poner en peligro la herencia de su hijo menor, el conde.

– ¿Qué prisa hay? -Niall sospechaba. Conocía las triquiñuelas de esos dos.

– Cuaresma, muchacho. Ya sabes que no se pueden celebrar matrimonios durante ese período. ¿Quieres esperar a Pascua para casarte con Skye? ¿Después de tantos años?

– Muy bien -aceptó Niall-. Estoy de acuerdo.

– ¡Está de acuerdo! -jadeó el obispo entre risas.

– ¡Alabado sea el Señor! -jadeó el MacWilliam, tratando de respirar.

Burke pensó que los dos estaban borrachos o locos o tal vez las dos cosas al mismo tiempo.


Se firmaron los contratos al día siguiente, y desde ese momento en adelante, lo único que pensó Niall fue que Skye pronto sería suya. Qué modesta era, en realidad, después de tantos años. Qué adorable de su parte hacer que su tío arreglara el matrimonio en lugar de firmar los contratos ella misma. Después de todo, ya no era una virgen que pudiera tener miedo de él. Niall tenía la cabeza llena de recuerdos de Skye, y la mujer que había conocido en Inglaterra, la mujer con la que se había peleado, se borró de su mente. Sólo podía pensar en la niña que había amado hacía ya tanto.