Cuando cayó la noche, subió a la torre oeste del castillo. En la pequeña habitación superior que miraba hacia Lundy, encendió dos pequeñas luces en lámparas de piedra y las colocó en la ventana, una más arriba que la otra. Al otro lado del mar calmo, un muchacho que vigilaba desde la cima del castillo de De Marisco divisó las luces, se frotó los ojos y volvió a mirar. Después fue a buscar a su amo a toda velocidad. Adam de Marisco miró la lejanía con su catalejo. Una alta, una baja: «Ven enseguida, te necesito.» Habían establecido la señal después del incidente del invierno pasado con lord Dudley y sus amigos. Pero ¿por qué lo llamaría ahora?, se preguntó De Marisco. ¿Y lord Burke? Skye no era el tipo de mujer que llama sin razón. Si la señal estaba allí, entonces ella lo necesitaba.
Unas horas más tarde, porque no soplaba viento y tuvo que remar con fuerza para llegar a Lynmouth, entró en la cueva y subió las escaleras del muelle. El bote de Skye ya no estaba, pero ella sí.
– ¡Adam! ¡Gracias a Dios que has venido! Temía que no vieras la señal. -Ella ató el bote.
– ¿Dónde está tu bote, muchachita?
– Mi esposo lo ha hundido, Adam. Cree que lo uso para ir a encontrarme con mi amante. Mis ropas de mar se impregnaron del olor de tu maldito tabaco en el último viaje y él sospechó.
– ¿Y cómo se lo explicaste? -le preguntó.
– No le expliqué nada.
– ¡Maldita sea, Skye! Ese hombre debe de estar volviéndose loco. Bueno, tal vez te calmes un poco cuando esperes un hijo otra vez.
Ella rió con voz ronca.
– No habrá hijos, Adam. El matrimonio es un puro trámite. Lo he enfurecido tanto que ha jurado no tomarme a menos que yo se lo pida, ¡y yo no se lo pediré nunca! Pero ésa no es la razón por la que te he llamado. Esta mañana he sabido que van a llegar seis barcos a Bideford durante los próximos días; tres ingleses, dos franceses y uno holandés. Navegan juntos.
– ¿Tienes la ruta?
– Sí, Adam. -La voz de ella estaba llena de excitación-. Me gustaría atraparlos a todos. ¿Crees que MacGuire y los suyos podrán con una cosa así?
Adam de Marisco se frotó el mentón, pensativo, y sus ojos azules color humo se abrieron llenos de brillo.
– ¿Dónde lo harías?
– En Cabo Claro. Hay muchos lugares para esconderse por allí.
– Por Dios, eres una mujer atrevida. ¡Sí! Creo que MacGuire y sus hombres pueden hacerlo.
– De acuerdo. Entonces dile que ésas son mis órdenes -rió Skye entre dientes-. La mitad de esos barcos es de lord Dudley. Lo arruinaremos.
– La reina lo compensará -observó Adam.
– Claro que sí, pero será duro para ella, porque sus arcas no están demasiado llenas en este momento, y lo estarán menos después de esto. Ella también perderá su parte.
– ¿Adónde quieres que enviemos el botín, Skye?
– Creo que deberíamos quedarnos con él hasta mediados de verano, cuando el flujo de barcos sea mayor y las cosas se hayan olvidado un tanto. No creo que fuera prudente precipitarse.
– Si no tienes más instrucciones que darme, muchachita, me voy. No creo que lord Burke se alegrara de encontrarme aquí contigo.
– ¡Al diablo con él! ¡Ay, Adam! ¡Consígueme otro bote! Si me quedo aquí encerrada todo el día, voy a volverme loca.
– No estoy seguro, Skye. No estoy seguro de que hagas bien en desafiarlo. Espera un poco, espera hasta que tu enojo se pase un poco. Volveré dentro de quince días. Si hay tormenta, la primera noche despejada después del plazo.
Ella hizo un puchero y dijo:
– De acuerdo, Adam. Pero ¿por qué me da la sensación de que estás de parte suya en lugar de apoyarme en todo esto?
Él le sonrió, ya desde el bote.
– Porque así es como me siento, muchachita. No puedo imaginarme a mí mismo casado contigo sin hacer el amor con tu tentador cuerpecito. Me pregunto si ese hombre es un santo o un estúpido.
Ella rió y le arrojó la cuerda.
– Yo tampoco sé lo que es, De Marisco.
– ¿Y no crees que ya es hora de que lo averigües? -le llegó la réplica, y luego el bote del señor de Lundy se deslizó mar adentro con la proa apuntando hacia su hogar, navegando de costado sobre las olas como un cangrejo en la arena.
Ella se quedó allí, de pie, perpleja, y después se encogió de hombros. ¡Los hombres! Siempre estaban tratando de decirles a las mujeres lo que tenían que hacer, y siempre se defendían unos a otros. Pero las palabras de Adam la perseguían. ¿Cómo era en realidad Niall Burke? Se dio cuenta de que ya no lo sabía. Pensó en el pasado y recordó lo malcriada que había sido a los quince años; la hermosa Skye O'Malley, la oveja negra. Y recordó lo que había sentido cuando conoció a Niall Burke, una súbita iluminación, la seguridad absoluta de que ése era el hombre al que amaría eternamente. ¡Qué inocente había sido entonces! Porque después había amado a dos hombres y ahora sabía que era posible amar a más de uno a lo largo de la vida.
Pero ¿y Niall? ¿Lo había amado realmente, o había sido simple atracción sexual? El odio profundo que había sentido entonces contra el despreciable Dom la había acercado más a lord Burke. ¿Qué sabía la Skye O'Malley de hacía diez años sobre el mundo, sobre los hombres, sobre las mujeres?
Había sido terrible para ella verse casada con Niall, así, de pronto, sin haberlo pensado, sin haber dado su consentimiento. Y, sin embargo -Skye frunció el ceño al recordarlo ahora-, lo cierto era que había vuelto a ser la niña de hacía años en lugar de actuar como una mujer. Y si eso era cierto, ¿era tan sorprendente en realidad que él la tratase como a una niña?
Después de todo, Niall entendía su necesidad de libertad, y eso era un buen comienzo. Era atractivo y no tenía costumbres asquerosas como algunos, no eructaba ni echaba gases en público. Le gustaban los niños y éstos estaban encantados con él. Cuando pensaba en el tipo de hombre que podía haberle tocado como marido, Niall Burke le parecía, en comparación, una joya.
Pero él era quien había hundido su bote y la había acusado de tener un amante. Skye suspiró. No había logrado decidir si Niall era un ángel o un demonio.
Volvió al gran salón y lo encontró jugando con Robin y Willow en medio de un gran alboroto. Se sentó sobre la tarima en silencio y los miró con una suave sonrisa en los labios. Él era tan bueno con sus hijos… Pensó con sentimiento de culpa que le había dado hijos a Khalid y a Geoffrey, y que Niall no tenía ni siquiera uno.
– ¿Tenéis hambre? -Él se sentó a su lado-. ¡Fuera, pequeñas bestezuelas! Un beso a vuestra madre y a la cama.
Skye abrazó a sus hijos, jugueteó con el cabello dorado de Robin y besó la oscura cabellera de Willow.
– Buenas noches, mamá -dijo su hijito.
– Buenas noches, Robin. Que Dios te dé hermosos sueños.
– Buenas noches, mamá -sonrió Willow-. A mí me gusta nuestro nuevo padre, ¿y a ti? -agregó con entusiasmo.
Los labios de Niall se torcieron y los ojos de plata miraron un segundo los de color zafiro. Skye se sonrojó mientras él decía con su voz profunda:
– ¿Y bien, mamá? ¿Te gusto?
– ¡No seas tonto, Niall! -musitó ella-. Que Dios te dé buenos sueños, Willow. Ahora vete.
Los dos niños corrieron a abrazar a Niall y después se alejaron.
– ¿Dónde estabas? -preguntó él con tranquilidad.
Ella se tragó la respuesta grosera que le vino a los labios.
– Estaba en la cueva del bote -dijo.
– ¿Y las señales de luces desde la torre oeste?
¡Así que las había visto!
– Ah, tengo que decirle a Daisy que las apague -se excusó Skye, como hablando consigo misma. Después se volvió y mintió. Una mentira bien intencionada-: Las luces son señales para mis barcos en la isla de Lundy. MacGuire está allí.
Niall la miró. De pronto lo entendía todo. MacGuire era el que fumaba.
– ¿Ahí era en donde estabas la otra noche? ¿En Lundy?
– Sí.
– ¿Y por qué diablos no me lo dijiste? -¡Dios mío! Ella había estado con MacGuire y él se había portado como un tonto celoso. ¡Un amante!
– No me gustó la forma como me lo preguntaste -le contestó ella con orgullo, sabiendo hacia dónde iban los pensamientos de su esposo, pero sin querer corregir una impresión equivocada sobre su verdadera compañía aquella noche.
– Maldita sea, Skye, siempre me porto como un tonto contigo. Perdóname, querida.
Ella sintió una oleada de cariño hacia él al oír la disculpa. No le había mentido del todo al decirle que MacGuire estaba en Lundy. Era él quien había supuesto que ella había pasado la noche con el capitán de los O'Malley. Las horas que ella había pasado con De Marisco no habían sido menos inocentes, pero eran mucho más difíciles de explicar. No estaba segura de que Niall la creyera si le explicaba que el gigante de ojos azules era solamente su amigo. Era mejor dejar las cosas como estaban.
– Claro que te perdono, milord -dijo con dulzura. Estaba de pie. Lo miró con pudor y dijo-: ¿Nos vamos a la cama? -Y caminó lentamente hacia las escaleras.
Él se quedó allí unos minutos, sentado en el banco ante el fuego, con una copa de vino blanco en la mano. Esa mujer era un enigma. Y él acababa de darse cuenta de que ella no le había dicho la razón por la que había hecho señales a su gente en Lundy. Y de que no le había dicho tampoco lo que estaban haciendo sus barcos en esa isla. «Bueno -pensó-, tengo que aprender a confiar en ella. Con el tiempo me lo dirá. Por ahora, parece que estoy empezando a derretir el hielo.»
Cuando llegó a su dormitorio, descubrió que Mick lo estaba esperando con un baño. Se lavó con rapidez, se secó con fuerza y se envolvió en una bata. Después entró en el dormitorio de Skye. Dos sirvientas sacaban la tina de roble de delante de la chimenea.
– Eso es todo, Daisy -dijo Skye. Lo único que tenía puesto era un chal.
La puerta se cerró detrás de las tres sirvientas y la tina. Niall Burke se quedó de pie, dudando, sin saber qué hacer. Tenía miedo de haber descifrado mal las señales.
Ella se volvió y dejó que el chal se deslizara hasta el suelo. Le sonrió cuando los ojos plateados se acaloraron, mirándola con admiración. Luego caminó hacia él, lentamente, y le desató el cinturón de la bata. Puso una mano sobre el pecho de su esposo y la otra se movió bajo la tela, acariciándole el cuerpo, jugando con las tetillas, enredándose en el sedoso vello. Niall sintió que el aliento se le trababa en la garganta. Ella movió la mano hacia arriba para tocarle el hombro y luego la espalda, atrás, y hacia abajo, arañándolo suavemente con las uñas. Niall tembló de pies a cabeza.
Los ojos azules lo tenían prisionero y así, de pie, ella curvó la seductora boca en una sonrisita. Después, le abrió la bata, se la sacó y apretó su cuerpo contra el de él. Le mordió el lóbulo de la oreja despacio y le acarició las nalgas. Y después, le murmuró al oído:
– ¡Hazme el amor, mi señor esposo!
– Skye. -La voz de él sonaba ronca, no estaba seguro de poder moverse y sentía un dolor agudo en las tripas.
– ¡Ven! -Ella le cogió la mano y lo condujo hasta la cama. Lo empujó sobre la colcha de pieles.
Él se sentía un niño. Todavía no se creía del todo el hermoso regalo que ella le estaba haciendo y tenía miedo de empezar a disfrutarlo y después perderlo inmediatamente. Sorprendido, dejó que ella lo besara y lo acariciara y lo besara. Dejó que ella se le subiera encima y jugara con su sexo entre los senos. Casi sollozó de placer cuando ella agarró su pene con las manos y lo frotó contra sus pezones. Después, mientras se recobraba, ella levantó el cuerpo y dejó que el sexo de Niall se hundiera bien adentro entre sus piernas. Él se quedó un momento quieto, enterrado entre los muslos de seda, y después, como si hubiera recibido una señal, la agarró de las nalgas y con un movimiento suave, le dio la vuelta para ponerla debajo.
– Es mejor que el potro monte a la potranca y no al revés -dijo, y la besó con pasión.
La mente de Skye giraba como un remolino enloquecido. Una vez, hacía ya tanto tiempo que parecía un sueño y no parte de su vida, él le había arrebatado la inocencia. Y ahora, justo cuando había pensado que nunca lo haría, se estaba entregando a él de nuevo. Era tan hermoso como el recuerdo, y no entendía la razón por la que no había querido hacerlo antes.
– Te amo, Skye -dijo él cuando la tormenta pasó, y la tuvo entre sus brazos con más tranquilidad-. Tal vez algún día me devuelvas tu amor, pero por ahora te doy las gracias por esto.
– No me negaré de nuevo, Niall. Y en cuanto al amor, debemos empezar de nuevo, tú y yo. Lo que ha pasado entre nosotros no tiene importancia comparado con lo que hay en este momento. Tienes que aceptar en tu corazón que amé profundamente a otros dos hombres. Sé que aceptas el fruto de esas uniones: te he visto jugar con los niños. ¿Por qué no aceptas el hecho de que la unión existió? Yo acepté que te volvieras hacia Constanza cuando me creíste muerta. Ahora todos ellos, los que invadieron nuestras vidas durante un tiempo dulce y corto, se han ido y estamos solos de nuevo. Empezaremos desde ahí. Y si es la voluntad de Dios, volveré a amarte.
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