– ¿Y el precio de esa ayuda? -se las arregló para preguntar Niall.

– Un porcentaje de las ganancias, Niall -dijo ella con voz severa y seca, y después continuó-: Dentro de unos días abordaremos el Santa María Madre de Cristo, el barco que transporta el tesoro del rey Felipe para la reina de Inglaterra. No quiero que ella vea ni una moneda de oro de ese cargamento.

Niall estaba tan atónito que no pudo decir palabra durante unos minutos. Las emociones más diversas se alzaban y se hundían en él como las de una marea embravecida; sorpresa y admiración por la valentía de su esposa, rabia porque ella los ponía en peligro a todos con su deseo de venganza, pena por no haber estado allí para protegerla de Dudley. No sabía si besarla o asesinarla.

– No puedes pegarme -dijo ella anticipándose-. Estoy esperando un hijo.

– ¡Por Dios, mujer! -estalló él, y ella empezó a llorar. Entonces Niall rompió a reír-. Eres la hembra más imposible desde que Dios creó el mundo, Skye. Le haces la guerra a Inglaterra y te las arreglas para retener todo lo que posees en ese país. ¿Alguna vez se te ha ocurrido pensar que podrían atraparte?

– No.

– Ah, no. ¿Y por qué no? -Él estaba fascinado.

– No hay nada que nos relacione ni a mí ni a De Marisco ni a los O'Malley con los piratas.

– ¿Estás segura?

– Sí. Mis barcos no llevan bandera. Mi gente se comunican con silbidos y gestos. Las cargas robadas desaparecen rápidamente y hasta pirateé dos de mis barcos el año pasado para que nadie sospechara.

– Pero es obvio que Cecil ha enviado a De Grenville a capturar a los piratas. No puedes morder esa carnada.

– Mi flota zarpa esta noche desde Lundy. Para cuando Dickon y los suyos se encuentren con los españoles, no tendrán nada que custodiar. La carga estará bien guardada en las cuevas de Innishturk. Es mi última aventura contra la reina, Niall, lo juro.

– ¿Y el beso de Adam de Marisco? Supongo que ésa también es la última aventura para él, ¿verdad?

– Se estaba despidiendo -dijo ella con suavidad.

Él la abrazó y le rozó los labios con los suyos.

– ¿Para cuándo esperas el bebé?

– Nuestro hijo nacerá cuando empiece el invierno.

– No quiero más aventuras, señora -dijo él con severidad-. Y quiero tu palabra.

– Tengo que pensarlo -dijo ella con tono travieso.

– Nada de eso. Tu palabra -ordenó él con voz de trueno.

– De acuerdo, milord -murmuró ella con voz dócil, y él la miró, lleno de sospechas. Skye rió-. Voy a hacerme un collar y unos pendientes con las esmeraldas que lleva ese barco. Y después los usaré ante la reina. ¡Ah, cómo voy a disfrutarlo!

Niall volvió a reír.

– ¡Realmente imposible! -dijo, y la besó de nuevo.


Menos de una semana después, la noche de San Juan, Skye y Niall estaban de pie en la torre oeste del castillo de Lynmouth y miraban cómo se encendían las hogueras de celebración en Lundy. Tres, en una línea perfecta, así que Skye supo lo que quería saber: El Santa María Madre de Cristo era suyo y la carga ya había desaparecido en las cuevas. Una satisfacción profunda la recorrió de arriba abajo. Se volvió y dijo con el corazón las palabras que su esposo había estado esperando durante tanto tiempo:

– Te amo, Niall. -Él dejó escapar un suspiro de alegría y la abrazó y la besó con pasión.

El verano en Devon fue largo, más dulce ese año que ningún otro desde que Skye vivía allí. Pero, en Londres, Isabel Tudor ardía de rabia e impotencia. El barco del tesoro de Felipe había sido pirateado en las narices de De Grenville. El rey de España estaba furioso por el incidente y se burlaba de la poca capacidad de Isabel para mantener el orden en sus propias tierras. Eso molestaba más a Isabel que la pérdida del tesoro. Ahora estaba endeudada y varios de sus acreedores le habían dado muestras de que el poder real no los intimidaba.

– ¿No hay forma de conectar a lady Burke con todo esto, Cecil? Seguramente hay algo que podamos usar contra ella. -William Cecil había terminado por confiarle sus sospechas a su discípula.

– No, Majestad, no hay absolutamente nada. Todos los barcos de la O'Malley están donde deben estar y no hay evidencias de que tengan el botín. Por ningún lado. Ya hemos registrado Innisfana y Lundy.

– Quiero que la arresten, Cecil.

– ¿Bajo qué cargos, Majestad?

Isabel giró en redondo para mirarlo de frente y él vio el enojo en las manchas rojas de sus mejillas.

– Soy la reina, Cecil. ¡No necesito cargos! Lady Burke me ha ofendido y quiero que sea confinada en la Torre.

– ¡Majestad! -Cecil estaba atónito y aterrado-. Esto no es digno de vos.

– Maldita sea, Cecil, ambos sabemos que es culpable.

– Lo sospechamos, milady Isabel. -Cecil no le había hablado con tanta amabilidad ni dulzura desde que ella era reina-. Solamente lo sospechamos, y desde que cayó el Santa María Madre de Cristo nadie ha atacado otros barcos a pesar de que ésta es la mejor época para hacerlo.

La reina no cedió.

– La quiero en la Torre -ordenó-. Tal vez si la asustamos, la obliguemos a confesar. ¡Necesito el oro, Cecil! Mis acreedores me están acosando.

Cecil suspiró. Si lady Burke ya odiaba a Isabel, la odiaría todavía más ahora. Los irlandeses eran tan emocionales… Ofender a los O'Malley y a los Burke juntos podía hacer que todo el condado de Connaught se alzara en armas, podía provocar un estallido en toda Irlanda. «No necesitamos una guerra con Irlanda, no ahora», pensó Cecil con amargura.

– ¿Y lord Burke? -preguntó.

– Él se quedará en Devon -dijo Isabel-. Le prohíbo venir a Londres, le prohíbo ir a Irlanda. Que cuide de los hijos de su esposa.

– La condesa tiene muchos admiradores, Majestad. No se sentirán felices cuando la sepan en prisión sin razones aparentes. Los comentarios podrían ser muy despectivos y dañinos para Vuestra Majestad.

– Entonces, hazlo en secreto, Cecil. Envía a De Grenville. Ya que ha sido él quien ha perdido el barco, que se redima llevando a la condesa a la Torre en secreto. Dile al gobernador de la prisión que no quiero que la dama entre en ningún registro. Si nadie sabe que ella está en Londres, y su esposo, confinado en Devon, no habrá chismes en la corte.

– No estoy de acuerdo con esto, Majestad -dijo Cecil una vez más.

– Pero me obedeceréis de todos modos, milord -le replicó Isabel.

Él asintió.

– Sois la reina y siempre habéis aprendido de vuestros errores. Espero que esta vez también lo hagáis. -Cecil no podía retirarse sin dejar sus opiniones en claro.

La cabeza de la reina se alzó bruscamente. La cara de Cecil permaneció impasible, pero ¿había tal vez un brillo en esos ojos?


El verano de Devon ofrecía la promesa de una buena cosecha. A lo largo del camino, las rosas silvestres tardías y las margaritas libraban su batalla territorial de todos los años. Hacía mucho que se había guardado el forraje y las espigas yacían apiladas en los campos. Los manzanos estaban cargados de fruta, algunos ya listos para la recolección y otros, todavía verdes. Las prensas de Devon pronto se ocuparían de fabricar la famosa sidra.

A través de ese campo tranquilo y agradable cabalgaba Richard de Grenville junto con una tropa de jinetes de la reina. Dickon estaba amargado y preocupado, hasta horrorizado, porque ni siquiera entendía las órdenes que se le habían dado. Al principio, no había dado crédito a lo que decía Cecil.

– Sé que os gusta el vino, milord -había observado Cecil-, y que se os suelta la lengua cuando bebéis. -De Grenville se había sonrojado con ademán culpable-. Sería una completa tontería que soltarais algo de esto ante cualquiera, porque la reina quiere guardar un absoluto secreto. -De Grenville había asentido con seriedad, asustado.

Los cascos de los caballos de Richard de Grenville y sus hombres retumbaron sobre el puente levadizo y luego sobre el patio del castillo de Lynmouth. Richard desmontó y entró en el castillo, donde le informaron de que lord y lady Burke estaban en el salón familiar. Dickon se detuvo en la puerta de esa habitación, sin ser visto, y miró a Skye y a su familia. Sintió que le dolía el corazón. Ella estaba sentada junto a Niall Burke. El brazo de él le rodeaba la cintura un poco más ancha ya por el embarazo, y una mano acariciaba el vientre que empezaba a llenarse. Ella yacía con la cabeza sobre el hombro de Niall y le sonreía, una sonrisa de una dulzura tan grande que De Grenville pensó que iba a empezar a llorar. Bueno, no podía quedarse allí de pie por siempre. Se aclaró la garganta y entró en el salón haciendo todo el ruido posible.

– ¡Dickon! -exclamó Skye-. ¡Me alegro de verte!

Robin y Willow corrieron a saludarlo.

– Señora -le dijo Dickon con frialdad, sin preámbulos-. Os arresto en nombre de la reina.

La bienvenida murió antes de haber empezado. Niall Burke se puso en pie lentamente. Tenía la voz tranquila, pero no podía esconder su rabia.

– Si esto es una broma, De Grenville, me parece de muy mal gusto. A mi esposa no le conviene sufrir impresiones de este tipo en este momento.

– No es una broma, milord.

– ¿Y los cargos, señor?

– No me han dado la lista de cargos, milord. Mis órdenes son escoltar a lady Burke a Londres tan pronto como sea posible.

– ¿Y en Londres…?

– Debo conducirla a la Torre -dijo De Grenville con suavidad.

Skye dio un grito y los niños se reunieron a su alrededor, asustados.

– No permitiré que saquéis a mi esposa de mi casa en su estado. Lleva en su seno al heredero de los MacWilliam.

– A menos que estéis preparado para luchar contra los hombres de la reina, milord, pienso llevármela hoy mismo.

Niall no tenía espada, pero era mucho más alto que su oponente, y se puso de pie a su lado.

– ¡Sobre mi cadáver, inglés!

De Grenville sacó la espada y Skye gritó.

– ¡Milores! ¡Basta! -Se puso de pie con cierta torpeza-. Dickon, por el amor de Dios, ¿qué es todo esto?

– Pongo a Dios por testigo que no lo sé, Skye. Mis órdenes son llevarte cuanto antes a Londres y entregarte al gobernador de la Torre. Lord Burke, la reina os prohíbe dejar Lynmouth. Eso es lo que me ordenaron que os comunicara y es cuanto sé.

– No podéis llevaros a Londres a una mujer embarazada de seis meses.

– Cumplo órdenes, milord.

– Puedo usar el coche -dijo Skye con tranquilidad, y los dos hombres se volvieron para mirarla-. Si vamos despacio y con cuidado, el niño no correrá peligro. No entiendo las razones de la reina, pero si tengo que ir a Londres para ver de qué se trata y aclararlo todo, iré. Me darás tiempo para prepararme, ¿verdad, Dickon? Mis sirvientes y yo estaremos listos por la mañana.

– Solamente puedes llevarte una sirvienta, Skye.

– Muy bien -dijo ella. Y luego-: Niall, estoy cansada. ¿Me acompañas, por favor? Comprenderás, Dickon, que esta noche prefiero cenar en mis habitaciones, con mi esposo y mis hijos.

De Grenville murmuró su permiso mientras Niall sacaba a su esposa del salón. Cuando estuvieron arriba, en el dormitorio, Skye envió a los niños con Daisy y se volvió hacia Niall.

– No saben nada -dijo, segura-. Si supieran algo, Dickon tendría la lista de los cargos.

– Pero sospechan -remarcó él-. Lo suficiente como para encarcelarte.

– No pueden probar nada -discurrió Skye con firmeza-. Tratarán de asustarme, pero no me asusto fácilmente. Si tuvieran alguna evidencia, habrían revisado Lundy y Lynmouth hasta hacerlos pedazos. No tienen nada. La perra Tudor quiere hacerme creer que sabe algo, pero soy superior a los enemigos a los que ella suele enfrentarse.

– Puede tenerte prisionera el tiempo que desee, Skye.

– Lo sé. No la desobedezcas, Niall. Debes quedarte en Lynmouth y cuidar de Robin y Willow. Debes cuidar Lynmouth.

– Pero si me quedo aquí, ¿cómo puedo ayudarte?

– Adam de Marisco -dijo ella con voz calmada-. Pon dos luces en la torre oeste al anochecer, una más abajo que la otra. ¿Te acordarás? Él vendrá a verme. Puedes avisar a Irlanda a través de él.

Él la abrazó y hundió su rostro en ese cabello negro y querido, y en el cuello suave de la mujer que amaba.

– Skye. -Había tanta angustia en su voz.

– Haz lo que te pido, Niall. No quiero poner en peligro la herencia de Robin ni darle a la reina una oportunidad de robarme el hijo de Southwood. ¡Estoy segura de que eso le encantaría, como buena arpía infértil que es!

Él la abrazó sin saber qué hacer, era consciente de que no tenía un papel claro en esa guerra privada. Ella la había empezado sin él y ahora parecía querer terminarla del mismo modo. Lo único que podía darle era su fuerza, para que se la llevara a la prisión con ella.

La cena resultó lúgubre. Skye les dijo a los niños:

– No os asustéis. Voy a volver a casa. Obedeced a Niall como me obedecéis a mí. Espero que me lleguen buenos informes de vuestro comportamiento. -Luego, los metió en la cama y los besó a los dos con ternura. Después, supervisó los preparativos de Daisy y las otras sirvientas que estaban empaquetando sus cosas-. No os olvidéis del edredón de plumas -les dijo-. Hará frío tan cerca del Támesis en invierno. Y Daisy, quiero que pongáis algunos barrilitos de borgoña y de vino de malvasía en el equipaje. Prefiero beber mis propios vinos. -Después, se quedó recostada junto a Niall, acurrucada junto a él, y él la sintió temblar, la oyó sollozar en voz muy baja. No dijo nada, solamente la apretó contra él como para protegerla.