Cuando amaneció, Skye se vistió con ropas tibias, se puso las medias de lana y una enagua de seda y dos de lana liviana. Eligió un vestido azul oscuro de seda con botones de perlas, manga larga y un escote muy elevado. Se calzó botas forradas con piel. Después se arregló el cabello negro en un moño bajo.

Dijo adiós a sus hijos en la intimidad de sus habitaciones, porque no quería que se asustaran con los soldados que verían alrededor del coche.

– ¿Por qué te arresta la reina, mamá? -preguntó Willow por décima vez.

– No lo sé, amorcito mío -contestó ella-. Es un malentendido. No temas por mí.

– ¿Te…, te van a…, a cortar la cabeza? -tembló Robin, casi a punto de llorar.

– ¡Claro que no, mi niño! ¿De dónde diablos has sacado esa horrible idea?

– Willow dijo que eso es lo que le pasa a la gente que va a la Torre -le contestó él.

– La reina estuvo en la Torre una vez, cuando era princesa. Y también lord Dudley, y mucha gente que conoces, Robin. A ninguno le pasó eso.

– Pero Willow dijo… -insistió Robin, para defender a su hermana mayor.

– Willow es una nenita ignorante que no ha prestado atención a sus lecciones. Le vendría muy bien una buena azotaina -dijo Skye, abrazando con fuerza a su hijo. Se daba cuenta de que Willow estaba asustada por la partida y abrió los brazos para que la niña viniera a su lado-. Ven, amor mío, deja que te abrace a ti también. Pero no llores, no hay motivo para llorar, te lo aseguro. -Willow se arrojó en brazos de su madre y la apretó tanto como lo permitía el vientre hinchado de Skye, y Skye sintió que iba a llorar. Las dos cabecitas, una oscura como la de ella, la otra tan rubia como la de Geoffrey, se acercaron a la suya, y ella las besó, después las apartó y se alejó un poco.

– Ahora tengo que irme, queridas mías. Hacedle caso a Niall. Quiero estar orgullosa de vosotros.

– Adiós, mamá. -Los ojos de Willow se llenaron de lágrimas, aunque se notaba que estaba tratando de no llorar.

– A… Adiós, mamá. -Robin intentaba mantenerse firme.

– Adiós, milord conde -se despidió ella, y después se dio la vuelta para que los niños no la vieran llorar.

Niall la esperaba en el salón familiar. Al ver las lágrimas en su rostro, la atrajo hacia sí y le besó las lágrimas que corrían por sus mejillas.

– Es por mi estado -se excusó ella.

– Lo sé -la tranquilizó él-. Debe de ser por eso, porque tú nunca le darías a la reina la satisfacción de una victoria.

– No -sollozó ella, buscando un pañuelo-. Claro que no.

Él rió.

– ¡Así se habla!

Ella se secó los ojos.

– No tendría que hacer esperar a Dickon. -Guardó el pañuelo en un bolsillo interior de su capa.

– Eres la mujer más valiente que haya conocido, Skye. No temas amor mío, no permitiré que te pase nada. Tengo amigos, y tú también los tienes. Si la reina piensa hacerte daño realmente, creo que está olvidándose de eso. No podrá mantener en secreto durante mucho tiempo tu arresto.

– No tengo miedo, Niall -replicó ella. Tenía los ojos limpios ahora, y la voz tranquila.

Él sintió que se llenaba de orgullo al verla. «Qué Dios ayude a Isabel Tudor -pensó-, porque nunca se ha enfrentado a nadie como Skye.»

En el patio, los caballos pateaban el suelo bajo el aire fresco y se podía ver su aliento en el aire. Daisy, que había insistido en acompañar a su señora, ya estaba sentada en el coche. Niall ayudó a subir a su esposa con mucho cuidado. Luego, subió tras ella y le envolvió las piernas en una piel de zorro. Los ojos zafiro lo miraron con calma y Skye dijo con suavidad:

– Tal vez habrías hecho mejor casándote con una virgen dócil en vez de con una viuda salvaje.

Él rió y le contestó con la misma dulzura.

– Ya tuve dos vírgenes dóciles, señora, y prefiero a la viuda. Siempre la he preferido. -Después la besó, un beso dulce que hizo que el corazón de Skye se lanzara a galopar a toda velocidad.

– Dios, cómo voy a extrañarte, Niall Burke.

– Hay tiempo para escapar, amor mío. No tienes más que decir que has roto aguas y entonces nos iremos a Lundy por la cueva mientras ese bufón de De Grenville sigue esperándonos.

– ¡No! -dijo ella con firmeza-. Quiero ganarle a Bess Tudor y conservar todo lo que tengo.

– Eres una mujer empecinada, Skye O'Malley. Pero creo que le ganarás.

– Oh, sí, Niall, claro que sí.

Él le tomó la mano y la besó despacio, primero el dorso, después la palma.

– Adiós, querida. No te preocupes. Estoy contigo.

Ella sintió que la garganta se le cerraba cuando lo vio salir del coche y cerrar la puerta tras él. Lo miró caminar hasta Dickon y hablar con él, la expresión severa y dura.

– Será mejor que viajéis despacio, De Grenville. Os hago personalmente responsable de la seguridad de mi esposa y del hijo que lleva en su seno. ¿Lo habéis entendido bien? Si le pasa algo a alguno de los dos, mataré a vuestra esposa y a vuestra familia y os quemaré la casa.

– Tendré cuidado, milord -dijo De Grenville-. No me llevaría a Skye en su estado sin órdenes expresas de la reina.

– Eso lo sé -dijo Niall-. ¿Me informaréis de cualquier novedad? Y si luego le permiten recibir visitas, id a verla para que no esté sola.

De Grenville asintió. Montó en su caballo y condujo a la procesión de jinetes, el coche y el carro con el equipaje, a través del puente levadizo de Lynmouth, hacia el camino a Londres. Para su sorpresa, el camino estaba lleno de gente y lo estuvo durante por lo menos tres kilómetros. Granjeros, aldeanos, mercaderes, pescadores, cuidadores de ganado y de presas del coto de caza, y sirvientes del castillo; jóvenes y viejos, todos de pie uno junto a otro a los lados del camino, como para darle una silenciosa muestra de solidaridad a su señora. De vez en cuando, De Grenville oía una voz que decía:

– ¡Qué Dios guarde a la condesa y la traiga de vuelta a casa pronto!

«¿Qué demonios quiere Bess Tudor? -se preguntó De Grenville-. ¿Qué ha hecho Skye que ha ofendido tanto a la reina, algo tan terrible y tan secreto, algo que nadie sabe?»


El viaje, que tendría que haber durado apenas unos días, les ocupó más de una semana. El coche se movía despacio y se detenía frecuentemente para que la hermosa condesa estirara las piernas y se refrescara. Empezaban a viajar tarde y se detenían temprano. Cuando De Grenville sugirió que fueran un poco más rápido, Skye se quedó en cama y los retrasó un día más. De ahí en adelante, De Grenville apretó los dientes y mantuvo el ritmo lento del comienzo.

Cuando llegaron a Londres, De Grenville puso a Skye en una barca cerrada para que no se reconociera el blasón de los Lynmouth, que estaba grabado en la portezuela del coche de Skye. El coche y los sirvientes volvieron inmediatamente a Devon.

Privada de la familiaridad del coche y los sirvientes personales, Skye sintió que parte de su coraje se extinguía, pero nadie hubiera podido decirlo, porque su mirada seguía tan serena como antes. Skye había aprendido hacía tiempo que demostrar miedo solamente ayuda a los enemigos y los alienta. Cuidadosamente, De Grenville la ayudó a sentarse en la barca cerrada, luego ayudó a Daisy y luego entró él.

– Siempre quise llevarte por el río en mi barca -dijo en un intento de conversación.

– Claro, Dickon -le contestó ella-. Y te aseguro que ese viaje en tu barca sería mucho más agradable para mí que el que estamos haciendo ahora.

– Skye, dime, por favor, ¿qué pasa entre tú y la reina?

– Realmente no tengo ni idea, Dickon -le replicó ella con dulzura, y giró la cara para mirar el río.

Él suspiró y no lo intentó de nuevo.

Skye respiraba despacio, concentrada en el acto simple de darles aire a sus pulmones. Cada latido de los remos la llevaba más cerca de la prisión y Dios sabía de qué más. Ah, juró entre dientes, no admitiría nada. Nunca. Le ganaría a la reina en este juego del gato y el ratón, sí, le ganaría aunque fuera lo último que hiciera en su vida.

Empezó a lloviznar. El atardecer era un resplandor malva y gris que invadía el cielo alrededor de ellos. El río estaba tranquilo y callado, y parecía no haber ninguna otra barca navegando en él. Al cabo de un rato, el corazón de Skye se aceleró. Allá delante se alzaba la Torre de Londres, amenazadora, alta, oscura en la noche que llegaba. La barca puso rumbo a la orilla y el niño que crecía en el vientre de Skye le pateó cuando la barca golpeó el muelle de piedra. Ella se puso una mano en la cintura mientras pensaba: «No tengas miedo, amor mío, yo te protegeré.» «Sí -dijo otra voz quejosa en su mente-, pero ¿quién te protegerá a ti?» Skye tembló.

De Grenville saltó a tierra para ayudarla a desembarcar. Ella se quedó un momento de pie, saboreando sus últimos momentos de libertad; luego se volvió para empezar a subir por los escalones que conducían a la Torre. La escalera estaba gastada por el tiempo y resbaladiza por la lluvia, y Skye resbaló una vez, cosa que le dio mucha rabia. De Grenville la sujetó por el codo para evitar que se cayese.

Ella se detuvo para recuperar el equilibrio y después se separó de él.

– No tengo miedo, milord.

– Lo sé. Son los escalones, Skye -le contestó él, mientras pensaba en la valentía de la mujer a la que había traído a la prisión.

El gobernador de la Torre los esperaba en la entrada, y al ver el estado de Skye, la miró muy preocupado. Claro que no sería la primera mujer en dar a luz allí, pero odiaba tener que aceptar a mujeres embarazadas como prisioneras. Una mujer así podía provocar cualquier tipo de incidente. La recibió con todo el calor que pudo.

– Por favor, aceptad mi invitación a cenar, lady Burke. Mi esposa y yo estaremos encantados de teneros con nosotros mientras vuestra sirvienta prepara las habitaciones. Enviaré a mi gente por vuestro equipaje y me ocuparé de que se enciendan las chimeneas.

– Gracias, sir John -contestó Skye. Luego, se volvió y dijo-: Adiós, Dickon. Por favor, dile a Su Majestad que si realmente hubiera querido venir a Londres, lo habría hecho hace ya mucho. Espero recibir una lista de los cargos que hay contra mí, y si no hay ninguno, dile a la reina que este arresto es ilegal. -Se volvió de nuevo-. Sir John, vuestro brazo, por favor. Estos días estoy un poco torpe.


Richard de Grenville dejó la Torre y se fue a Whitehall donde residía la reina en esta época. Caminó hasta las habitaciones de Cecil y pidió verlo inmediatamente. El secretario del consejero, que ya estaba inmunizado contra las demandas urgentes, se sorprendió mucho cuando lord Burghley le dijo que dejara entrar a sir Richard sin perder tiempo. Cuando la puerta se cerró detrás de Dickson, Cecil indicó con un gesto a su invitado que tomara asiento y le preguntó:

– ¿Por qué habéis tardado tanto, sir? ¿Hubo dificultades en Lynmouth?

– No, milord, ninguna, aunque lord Burke se enfureció bastante y lady Burke parecía confundida y no entendía las razones de la reina. Pero sí hay una complicación, y por eso me ha llevado tanto tiempo volver. -Cecil lo miró y De Grenville siguió adelante con su explicación-: Lady Burke tendrá un hijo dentro de poco. Hemos tenido que viajar despacio.

– ¡Maldita sea! -se enfureció Cecil-. Se lo advertí a la reina y ahora… -Se detuvo.

– Milord -interrumpió De Grenville-, ¿por qué ordenó arrestar a la condesa? ¿Qué es lo que ha hecho?

– ¿Hacer? No estamos seguros de que haya hecho nada, sir Richard. Está bajo sospecha solamente.

– Ah. -Dickon deseaba preguntar bajo sospecha de qué, pero no se atrevía.

– Podéis marcharos, sir Richard. Recordaréis, espero que no debéis comentar esta misión con nadie.

– Sí, milord. -Lord De Grenville se volvió para marcharse, dudó y luego miró de nuevo a Cecil y preguntó-: ¿Puedo visitar a Skye de vez en cuando, milord? Se sentirá sola.

– No, no podéis, sir Richard. Su presencia en Londres debe permanecer en secreto. Si alguien os viera en la Torre, no podríais explicar vuestra presencia allí. -De Grenville lo miró, desilusionado, y entonces Cecil agregó con voz más amable-: Tal vez podáis verla antes de Navidad, y llevarle los saludos de su familia, sir.

A solas, Cecil pensó que, por lo menos, había logrado aislar a lady Burke. La dejarían sola durante algunas semanas para que pensara en las razones por las que estaba allí. Si realmente era culpable, se asustaría, y para cuando la interrogaran, estaría aterrorizada. Sonrió.


Unos días después, ya no sonreía. De pie frente a él había una implacable monja irlandesa que se identificó como la hermana Eibhlin, nacida O'Malley, del convento de St. Bride, en la isla de Innishturk.

– He venido -dijo con voz firme y suave- a atender a mi hermana en su parto.

Al principio, Cecil fingió ignorar de qué se trataba.