– Señora -le contestó con frialdad-, no tengo ni la menor idea de qué tiene que ver eso conmigo.

Eibhlin lo miró con una sonrisa burlona que a Cecil le resultó familiar.

– Milord, no perdamos tiempo. El arresto de mi hermana llevaba vuestra firma. He pasado muchos días viajando lo más rápido que he podido y casi me rompo el cuello para llegar a tiempo desde la costa oeste de Irlanda. Pienso estar con Skye y, a menos que me deis permiso para verla, encontraré los medios para llegar hasta la reina y hacer que esto se haga público. Los O'Malley hemos mantenido la paz con Inglatera hasta ahora, porque lord Burke nos aseguró que solamente se trata de un malentendido.

– ¿Y por qué, por qué, señora -se irritó Cecil-, os dejaría ver a vuestra hermana? No se lo he permitido a su esposo, ¿por qué a su hermana sí?

– Mi cuñado es un buen hombre, sir, pero yo soy comadrona. Skye me necesita.

– Tiene a su sirvienta con ella.

– ¿Quién? ¿Daisy? Una muchacha excelente cuando se trata de arreglar el cabello y cuidar ropa y joyas, pero ¿para el parto? Lo lamento, pero no. Cuando ve sangre, se desmaya, y hay mucha sangre en un parto, caballero. ¿Lo sabíais? El problema es que tal vez vos deseáis que mi hermana sufra.

– ¡Por Dios, mujer! -le ladró Cecil-. No deseamos hacer daño alguno a lady Burke. Hubiéramos mandado a alguien a ayudarla cuando llegara el momento.

– Sí, claro, me doy cuenta -le replicó Eibhlin con desprecio-. Alguna vieja con uñas sucias que infectaría a Skye y al bebé en tres segundos. ¿Acaso sabéis algo de partos, lord Cecil?

El consejero de la reina sintió que la irritación se le subía al rostro. Esa mujer era insufrible.

– Señora -tronó-, entrar en la Torre es muy fácil. Salir suele ser complicado.

La monja volvió a dedicarle su sonrisa burlona y esta vez él reconoció el gesto. Era la sonrisa de la condesa de Lynmouth. «Extraño -pensó-, no se parece para nada a lady Burke. Excepto en la boca. Nunca hubiera creído que eran parientes a no ser por esa sonrisa y esa actitud de indudable superioridad.»

– No tengo miedo, milord -le contestó ella y él se dio cuenta de que era cierto. «Ah, estas irlandesas», pensó de nuevo.

– Entonces id, señora. Mi secretario os dará los papeles -dijo.

– Espero poder ir y venir a mi antojo, milord. Necesitaré varias cosas cuando llegue el momento.

– No, señora -la cortó Cecil-. Sería muy simple planear una huida para lady Burke en vuestras ropas de monja. Lo que haga falta, lo llevaréis con vos o pediréis a los sirvientes que lo compren en el mercado. Podéis entrar en la Torre, pero una vez allí no saldréis más. Ésas son las condiciones.

– Muy bien -contestó Eibhlin-. Las acepto. -Le hizo una reverencia y se volvió con ademán orgulloso-. Adiós, milord. Muchas gracias.

Varias horas después, aferrando el papel en sus delgadas manos, Eibhlin O'Malley cruzaba la entrada de la Torre de Londres y llegaba a la celda de su hermana, arriba, en una de las muchas torres del complejo. Mientras subía por las escaleras, notó con alivio que los soldados que la escoltaban eran respetuosos con ella y que el edificio parecía limpio, relativamente libre de corrientes de aire y sin olores desagradables.

Skye dormía cuando ella llegó. Daisy casi se cae de espaldas. La miró con alivio.

– Ah, hermana, gracias a Dios que estáis aquí.

La boca generosa de Eibhlin se frunció, divertida.

– ¿Realmente ha sido tan terrible, Daisy?

– Es que yo nunca he ayudado a dar a luz ni siquiera a una gata, hermana. Estaba tan asustada. Cuando llegara el momento, hubiera estado sola con mi señora. Y lord Burke me habría matado si le hubiera pasado algo a ella o al bebé.

– Bueno, no te preocupes más, Daisy. He venido para quedarme.

Cuando Skye se despertó, Eibhlin ya se había instalado en las habitaciones que ocupaba la prisionera.

– ¿Cómo diablos has llegado aquí? -exclamó lady Burke abrazándola.

– Hace diez días un inglés gigantesco llegó a St. Bride y me dijo que me necesitabas. Crucé Irlanda sobre un caballo flaco, subí a un barco ruinoso y desembarqué en Lynmouth. Niall me contó el resto y me envió a Londres.

– ¿Y Cecil te ha dejado entrar? Me sorprende. Desde que llegué, no he visto a nadie, aparte de Daisy y los guardias. Pensé que Cecil estaba tratando de asustarme con tanta soledad.

– Pero como eres una mujer sensata, hermana, supongo que no estás asustada en absoluto.

Skye sonrió.

– No, Eibhlin. Claro que no.

– Entonces no tienes más sentido común que hace unos años, hermanita, no más que a los diez -replicó la monja con gracia y Skye rió.

– ¡Ah, Eibhlin, me alegro tanto de que estés conmigo!

La dos hermanas se acostaron juntas en la gran cama que ocupaba casi toda la habitación. Estaba adornada con las colgaduras de terciopelo rojo que había traído Skye. Las sábanas, el colchón de plumas, las almohadas de pluma de ganso y las mantas de piel, todo era de Lynmouth. Había fuego en el hogar, un fuego que calentaba la fría noche de diciembre y llenaba la habitación del perfume de la madera de manzano. Como su celda estaba en la parte superior de una de las torres, Skye estaba absolutamente sola y tenía toda la intimidad que pudiera desear. Era el único lugar donde no tenía miedo de que la oyeran. Así que ahora habló con su hermana, en voz baja, pero en libertad.

– ¿Te han presentado una lista formal de acusaciones? -preguntó Eibhlin.

– No, y eso confirma mis sospechas de que creen que hago piratería, pero no tienen pruebas. Ni siquiera me han interrogado. -Skye rió entre dientes con suavidad-. No, no tienen pruebas, Eibhlin. Después de un tiempo, tendrán que soltarme y yo habré hecho quedar a la reina Isabel Tudor como una tonta; no una, sino dos veces.

Eibhlin la miró con muchas dudas.

– Ten cuidado, hermana; tal vez te estás buscando una buena caída. Isabel es la reina de Inglaterra y, si quiere, puede dejarte aquí hasta que te pudras.

– Si lo intenta -dijo Skye con la voz mucho más dura de pronto-, los Burke y los O'Malley levantarán el condado de Connaught contra ella y si Connaught se rebela, lo seguirá todo Irlanda. Te aseguro que nuestra isla está llena de rebeldes que esperan una excusa cualquiera.

– ¡Dios mío, Skye, sí que estás furiosa! ¿Por qué? ¿Por qué ese odio contra la reina de Inglaterra?

Lentamente, sin olvidar un solo detalle, Skye le contó a su hermana lo que había decidido la reina en cuanto al tutor de Robin, y las violaciones y humillaciones constantes a las que la sometió lord Dudley. Niall no se lo había explicado.

– Y yo que pensaba que yo era la rebelde de la familia -dijo Eibhlin-. Por Dios, Skye, eres dura. Así que la reina sabía lo que pasaba y lo consentía. Entonces, se merece lo que le has hecho. Pero ahora el problema es cómo sacarte de aquí.

– ¡No puede hacerme nada sin pruebas! -insistió Skye con empecinamiento.

– No necesita pruebas para mantenerte aquí -replicó Eibhlin-. Lo que tenemos que hacer es convencerla de que no eres culpable con algo que parezca muy convincente, una contraprueba.

– ¿Qué clase de prueba?

– No lo sé todavía. Tengo que rezar para que se me ocurra algo.

Skye rió.

– Espero que tus plegarias sean muy poderosas, Eibhlin. Vete a dormir ahora. Mi conciencia está tan limpia como la de un bebé recién nacido. -Y mientras lo decía, ató las cintas de su gorra de dormir con firmeza bajo su barbilla, se recostó y poco después dormía profundamente.

Pero Eibhlin no durmió. Se quedó tendida boca arriba, pensando. Skye tenía razón. La reina no había presentado acusaciones formales de piratería contra la condesa de Lynmouth, y eso quería decir que no tenía pruebas. Pero hasta que se convenciera de que Skye no era culpable, la mantendría prisionera, aunque no se atreviera a actuar más abiertamente contra ella. Era un empate.


A la mañana siguiente, mientras Skye terminaba su ejercicio diario en su celda, llegó un capitán de la guardia.

– Buenos días, milady. Vengo a escoltaros. Lord Cecil desea veros.

– Muy bien -dijo Skye mientras sentía que los latidos de su corazón se aceleraban. Así que finalmente iban a interrogarla. Estaba esperando esa oportunidad. Quería medir su inteligencia con la de Cecil. Siguió al guardia a través del laberinto de corredores hasta que, finalmente, llegaron a una habitación recubierta de paneles de madera con una pequeña ventana que miraba hacia el río. En el centro de la pieza había una larga mesa a la que estaban sentados Cecil, Dudley y otros dos hombres. Skye creyó reconocer al conde de Shrewsbury y a lord Cavendish. Cuando se dio cuenta de que no había silla para ella, dijo con voz fría como el hielo:

– Supongo que no esperaréis que una mujer en mi estado se quede de pie todo el rato, milord.

– Por favor, recordad que sois una prisionera, señora -dijo lord Dudley con mala intención.

– Y por otra parte -contestó ella, furiosa y fría-, a menos que ese hombre salga de la habitación me iré ahora mismo, lord Burghley.

– Por favor, una silla para lady Burke -ordenó Cecil-. Dudley, callaos.

– Espero -hizo notar Skye mientras se sentaba con mucha alharaca-, que podáis explicarme ahora el motivo de este encierro. Hace semanas que estoy aquí sin saber por qué, y estoy empezando a pensar que la situación se está haciendo intolerable.

Una sonrisa amarga se insinuó en las comisuras de los labios de Cecil.

– Deseábamos hablar con vos acerca de los piratas que han asolado Devon en los últimos tiempos.

Skye enarcó una ceja.

– Si deseabais hablar conmigo sobre eso, sir, ¿por qué no lo hicisteis? ¿Necesitabais traerme a prisión? Sé bastante sobre los piratas, perdí dos barcos el año pasado. Lamento que la comisión de la reina no haya descubierto a los culpables, ¡Me costó mucho dinero!

– No parecéis haber sufrido demasiado desde el punto de vista financiero -hizo notar Cecil.

– Soy muy rica, como bien sabéis, milord Burghley. Pero, de todos modos, me molesta mucho perder dinero. Tengo que mantener mis barcos, pagar a mis capitanes y tripulaciones. Y ellos, a su vez, alimentan mi economía. Es un círculo muy satisfactorio cuando funciona, y cuando aparecen los piratas ese círculo se rompe.

– Eso que decís es inteligente, señora, pero no lo suficiente para que nosotros lo creamos -ladró Dudley.

Skye lo miró con ojos de hielo.

– Estáis panzón por la buena vida que os dais, milord. Pero vuestro cerebro sigue tan blando como siempre. -El conde de Leicester se puso rojo y su boca se cerró y se abrió varias veces sin articular palabra.

Shrewsbury y Cavendish se estremecieron como conteniendo la risa y hasta Cecil estuvo a punto de sonreír. Pero sabía que ahora era su turno y que Skye lo atacaría, así que prestó atención.

– Señores, si tenéis acusaciones formales que hacerme, hacedlas. Si no, dejadme marchar porque me estáis reteniendo ilegalmente. -La condesa miraba solamente al consejero-. Lord Burghley, me insultáis gravemente haciéndome venir ante esta gente. No volveré a presentarme sin acusaciones formales a las que responder, ni lo haré ante ninguna comisión que incluya a lord Dudley. Y no tenéis que preguntarme por qué, ya que sabéis muy bien las razones, no hay duda de ello. -Se puso en pie, se volvió y caminó hacia la puerta.

– ¡Detenedla! -gritó Dudley a los guardias.

Skye giró en redondo, elegante a pesar del vientre. Sus ojos azules brillaron de desprecio. Se puso las manos sobre el vientre, como para protegerlo y gritó con furia:

– Llevo en mi seno al heredero del MacWilliam. Si ponéis vuestras manos sobre mí y lo lastimáis, ni siquiera mis ruegos podrán detener la chispa que encenderá toda Irlanda. Si la reina quiere una guerra contra mi gente, la conseguirá con facilidad, os lo aseguro -después se volvió y dejó la habitación sin que nadie la detuviera.

– ¿Por qué no habéis detenido a esa perra irlandesa? -preguntó Dudley, furioso-. ¿A quién le importa si su cachorro se ahoga con el cordón?

– Milord -dijo Cecil con voz aséptica-, estáis en este comité porque la reina me lo pidió y yo soy su fiel servidor en todo. Pero no os he elegido yo, y le pediré a Su Majestad que considere la demanda de lady Burke al respecto. Estoy de acuerdo con ella, sois repulsivo. Caballeros, podéis retiraros. Mañana a la misma hora trataremos de interrogar otra vez a lady Burke.


Este segundo interrogatorio no llegaría, sin embargo, a llevarse a cabo porque Skye acababa de sentir los primeros dolores del parto. Apretó los dientes y se alejó con los guardias por el laberinto de pasadizos. Sintió que se desmayaba cuando subía por las escaleras hacia sus habitaciones y se obligó a subir más y más, aunque sentía que sus piernas eran de plomo y que no podía levantarlas. Al llegar arriba, gruñó y se dejó caer.