Asustado, el capitán de la guardia se volvió hacia ella:

– ¡Milady! -exclamó. Saltó los escalones que lo separaban de la prisionera y la sostuvo con su brazo; la ayudó a subir lo que quedaba de la escalera hasta la habitación y gritó para pedir ayuda mientras la acompañaba. La puerta se abrió de par en par y aparecieron Eibhlin y Daisy, que se acercaron a Skye para cogerla de manos del capitán.

– ¿Necesitáis algo? -preguntó él, preocupado.

Eibhlin sonrió para darle ánimos.

– No, gracias, capitán. Tenemos todo lo necesario. Sin embargo, me gustaría que informarais en la Torre de que lady Burke está empezando un parto prematuro. -Bajó la voz para convertirla en un murmullo que Skye y Daisy podían oír fácilmente-. Espero que no los perdamos a los dos. Toda esa estupidez de arrestar a mi hermana… ¿Y cuáles son las acusaciones, capitán? ¡No hay acusaciones! Bueno, gracias por vuestra ayuda. Sois un buen cristiano y rezaré por vos. -Después cerró la puerta y dejó al guardián fuera.

– ¡Eibhlin! -Skye reía entre una contracción y otra-. ¡Eres la monja menos santa que conozco! Has aterrorizado a ese pobre hombre. Ahora correrá directo a sir John y le dirá que me estoy muriendo.

– ¡Me alegro! Haremos que se sientan culpables -gruñó Eibhlin mientras Daisy ayudaba a Skye a desvestirse-. ¿Qué quería Cecil?

– Que confesara mi relación con los piratas. Es tal como te dije. No tienen pruebas. -Hizo una mueca cuando el dolor le recorrió el cuerpo. De pronto, se le rompió la bolsa y el líquido formó un charco a sus pies-. ¡Eibhlin! Creo que este niño va a nacer ahora mismo.

– ¡Daisy, rápido muchacha! Lleva la mesa frente a la chimenea.

Daisy luchó con la mesa de roble para empujarla a través de la habitación.

– ¡Eibhlin! ¡Ayúdala! Puedo mantenerme en pie sola.

Entre las dos mujeres llevaron la mesa frente a la chimenea encendida. Después, Daisy corrió por las escaleras hasta el dormitorio, que quedaba más arriba, y volvió con las almohadas de pluma de ganso, un banquito y una sábana que entre las dos pusieron sobre la mesa. Ayudaron a Skye a subir a ella y se recostó con las piernas separadas y las almohadas sosteniéndole los hombros, mientras seguían los dolores. Eibhlin metió las delgadas y elegantes manos, en la vasija que Daisy le había traído. Unas semanas antes, la monja le había enseñado lo que debía hacer cuando llegara el momento, y la muchacha lo estaba cumpliendo al pie de la letra.

La comadrona se inclinó para examinar a su paciente.

– ¡Por Dios! ¡Este niño ya casi está fuera! -exclamó. Se estiró y dio la vuelta al bebé dentro del vientre de la madre.

– Te…, te lo dije -jadeó Skye sacudida por una nueva contracción. Y en ese momento, el niño, ya fuera, empezó a gritar con fuerza-. ¿Es…, está bien el niño? ¿Los dedos, las manos, los pies?

Eibhlin secó al bebé y contempló la carita arrugada.

– ¡Está muy bien, y es niña, Skye! ¡Tiene todos los dedos, no te preocupes!

– ¿Una niña? ¡Al diablo! -Después Skye rió débilmente-. Willow tendrá una hermanita, eso le encantará. Y yo me alegro de tener una hija más. Pero el MacWilliam se sentirá muy defraudado.

– Tendrás más hijos -dijo Eibhlin con sequedad.

Skye la miró, divertida, pensando que era hermoso tener a su hermana con ella. Cuánto tiempo le permitiría quedarse la reina, reflexionó, ahora que el bebé había nacido ya, y en ese preciso momento, se oyó un golpear en la puerta.

– Rápido, Daisy, dile a quien sea que no puede entrar -indicó Eibhlin.

Daisy se acercó la puerta y abrió apenas una rendija.

– No podéis entrar -le dijo a sir John, el gobernador de la Torre-. Milady está pariendo.

– He traído a mi esposa para que os ayude -explicó sir John, y antes de que Daisy pudiera impedirlo, lady Alyce entró en la habitación y se acercó a Skye. Al ver al bebé sobre el vientre de la parturienta, lady Alyce la miró. Le brillaban los ojos como a una conspiradora. Se inclinó y dijo:

– Quejaos, querida, con fuerza. -Skye la comprendió enseguida y se quejó.

– Ay, querido -gritó lady Alyce, y corrió de vuelta hasta su esposo que continuaba en la puerta-. Pasarán horas, John. Mejor será que te vayas. Bajaré cuando tenga novedades. Cierra la puerta, muchacha.

Daisy lo hizo inmediatamente y suspiró con alivio mientras lo hacía. La esposa del gobernador de la Torre se rió con suavidad y después sonrió, mirando a Skye.

– Ya está, querida. Eso os dará un poco de tranquilidad durante un rato. Además, no está bien dejar que los hombres sepan que a veces es fácil dar a luz.

– Gracias, señora. Nunca había parido un bebé con tanta rapidez. Creo que cada vez vienen más rápido.

– ¿Cuántos habéis tenido ya, querida?

– Éste es el sexto, pero es mi segunda hija.

– Ah, una niñita. Yo tuve una una vez. Cumpliría catorce este año. Murió de garganta blanca hace ocho años. Se llamaba Linaet.

– Yo perdí a mi esposo y a mi hijo menor de la misma forma -dijo Skye.

Las dos mujeres se quedaron en silencio y lady Alyce preguntó:

– ¿Cómo vais a llamarla?

– Deirdre.

– ¡Skye! -exclamó Eibhlin-. El destino de Deirdre fue trágico.

– Era prisionera del rey. Mi niña es inocente y es prisionera de la reina. Ha nacido en cautiverio, en un lugar infame, Eibhlin. Creo que el nombre le cuadra. Y como no hay por aquí ningún sacerdote, tendrás que bautizarla tú, hermana.

Lady Alyce parecía preocupada.

– ¿Por qué estáis en la Torre, querida? -preguntó.

Daisy cogió a Deirdre de manos de Skye y empezó a limpiarla y a vestirla. Eibhlin limpiaba a su hermana. Skye le explicó a la mujer con amabilidad:

– Nadie me ha dicho la razón, señora. No hay acusaciones formales contra mí. Esperaba…, esperaba que vuestro esposo lo supiera -agregó Skye, con dudas en la voz.

– Lo lamento, querida, no… Ojalá pudiera ayudaros -exclamó lady Alyce-. Parece tan injusto.

– No os preocupéis, milady. Nosotros, los irlandeses, estamos acostumbrados a que los ingleses nos maltraten -dijo Skye con dulzura.

– Bueno, por lo menos puedo quedarme unas horas -dijo la esposa del gobernador-. Si creen que está naciendo el niño, os dejarán en paz. Le diré a mi esposo que vuestra hermana tendría que quedarse por lo menos un mes o dos si quiere que vos y ese débil bebé tengáis alguna oportunidad de sobrevivir.

Skye sonrió.

– Sois realmente una amiga, milady. Pero no hagáis nada que pueda poneros en mala situación frente a la reina, ni a vos ni a sir John. Los Tudor pueden ser muy desagradables, incluso con sus amigos. Lo sé por experiencia.

– ¿Qué puede saber la reina de lo que pasa en la Torre? Quien la informa es mi esposo -replicó la dama. Y se sentó en una cómoda silla frente al fuego-. Me han dicho que tenéis el mejor vino de malvasía de Inglaterra. Y me gusta mucho el vino de malvasía.


A la mañana siguiente, lady Alyce informó a su esposo de que la pobre lady Burke se las había arreglado, aunque sólo el Señor sabía cómo, para dar a luz a una niñita débil.

– Ella y la niñita están mal y necesitarán cuidados constantes durante un mes si queremos que sobrevivan -aseguró con firmeza. Su marido reconocía ese tipo de humor en su esposa. Cuando estaba así, no toleraba interferencias.

– Querida -dijo con voz dócil-, estoy totalmente de acuerdo con que lady Burke tenga a su hermana con ella durante un mes, pero la decisión final no es mía, como bien sabes.

– Tienes influencias, John. Úsalas. No entiendo la razón por la que la reina tiene aquí a lady Burke y no nos informa sobre las acusaciones.

– Cállate, querida. Veo que nuestra huésped te ha conquistado, pero supongo que debemos creer que tanto la reina como lord Burghley saben lo que hacen. Informaré a la reina de lo que me dices.

Cuando recibió la noticia del nacimiento de lady Deirdre Burke, Isabel estaba sufriendo uno de sus dolorosos e infrecuentes períodos menstruales.

– ¡Por Dios! -dijo, irritada-. Lo ha hecho a propósito.

– ¿Hacer qué, Majestad? -preguntó Cecil.

– ¡Dar a luz al bebé en la Torre! El tono de la misiva de sir John está lleno de simpatía hacia ella. No estoy segura de que eso me guste. ¿Cómo puede sonar tan comprensivo con esa… rebelde irlandesa y tan…? Suena como si me desaprobara.

– Las madres y los recién nacidos suelen despertar afectos -dijo Cecil, tratando de tranquilizarla.

Isabel se volvió y el largo y rojizo cabello giró con ella. Tenía la cara pálida y llena de dolor.

– Ahora no podréis interrogarla durante varias semanas. ¡Maldita sea! ¡Quería hacer público que es una pirata y una traidora! ¿Sabéis que echó a Dudley de su palacio en medio de una tormenta de nieve el invierno pasado?

«¡Ja, ja! -pensó Cecil-. Así que ésa es la razón de esta vendetta. El precioso lord Robert fue ofendido. Ni siquiera se me ocurrió que con esto de los piratas le daría una oportunidad a Dudley para vengarse. Debo tener en cuenta esto.» Sonrió a la reina con amabilidad.

– Vamos, querida, a la cama de nuevo. No estáis bien, y esto puede esperar. Tenéis razón. No podremos seguir adelante hasta que lady Burke se haya recuperado del nacimiento de su hija. La esposa de sir John, lady Alyce, estuvo presente en el parto y dice que fue complicado. Supongo que a lady Burke le llevará varias semanas recuperarse.

Isabel volvió a meterse en cama y se tapó con la colcha.

– ¡Ah, Cecil! -se quejó-. A veces creo que sería mejor si hubiera nacido como una muchacha cualquiera. La realeza me pesa tanto y soy una criatura tan frágil en el fondo.

– No, Majestad, parecéis frágil, pero no lo sois. Cuando salisteis del vientre de vuestra madre, semilla de Enrique Tudor, erais dueña ya del corazón del león. No tenéis por qué desconfiar de vuestra habilidad.

Isabel suspiró.

– Ah, Cecil, sois mi fuerza. Ahora quiero descansar. -La reina cerró los ojos-. Haceros cargo de lo de lady Burke como queráis.

William Cecil salió del dormitorio de Isabel Tudor, con su sonrisa glacial, como siempre.

– No os fallaré, Majestad.

– Nunca me habéis fallado, viejo amigo -dijo la reina con suavidad, mientras se dormía.

Capítulo 25

Adam de Marisco no se podía creer su suerte. Durante varios meses, desde que lo habían llamado a Lynmouth para contarle la suerte de Skye, se había sentido inútil, indefenso, débil. Ahora tenía los medios para liberarla y había sucedido por casualidad, por designio de Dios. La idea de cómo utilizar la oportunidad, en cambio, era de De Marisco, y apenas la tuvo volvió a sentir confianza en sí mismo. Ahora saludó a lord Burke y le dio la bienvenida a Lundy.

El irlandés había adelgazado de preocupación y falta de sueño.

De Marisco le ofreció un trago de whisky.

– Bebe, hombre. Sé cómo hacer que vuelva a casa a salvo.

– ¿Cómo? -Lord Burke se tragó el líquido color ámbar y se dejó ir en la sensación de ardor que se extendió desde su vientre a sus venas.

– Hay una caleta escondida cerca de mi faro y en esa caleta hay ahora un barco, un barco lleno de cadáveres. Las corrientes que giran por ese lado de la isla son erráticas y llevaron a esa nave a la orilla. Ya he dado órdenes de que nadie se acerque a ella y he trasladado a sus bodegas el tesoro del Santa María Madre de Cristo. Los hombres que han transportado la carga son una familia de mudos. Siempre los he cuidado, y como están muy agradecidos, nunca se lo dirán a nadie. Sé que no me traicionarían aunque pudieran hablar.

»El barco es de diseño inglés, pero los cadáveres son árabes o moros. Apostaría a que son piratas berberiscos. No sé qué los mató, pero si puedo remolcar el barco y llevarlo a Londres, creo que convenceremos a Cecil de que esos hombres son parte del grupo que fue responsable de los actos de piratería de estos dos últimos veranos. Especialmente si encuentran el botín. ¿Te parece que eso podría dejar a Skye libre de sospechas?

La cara de Niall Burke empezó a relajarse mientras digería la idea de De Marisco.

– Sí, es posible. -Pensó un momento-. ¿Encontraste el diario de a bordo?

– Sí, pero está en una escritura muy rara que no se parece a nada que yo haya visto antes.

Una sonrisa lenta iluminó la cara de Niall y le arrugó las comisuras de los párpados.

– Seguramente es árabe, y probablemente tienes razón, De Marisco. Son piratas berberiscos. Pero tenemos un problema. No podemos destruir el diario de a bordo. Sería muy sospechoso. Y si Cecil encuentra a alguien que lea árabe, el diario podría probar que el barco no era pirata. Tenemos que hacer que alguien lea ese diario.

– ¿Y quién diablos sabrá leer árabe? -preguntó De Marisco. Estaba empezando a preocuparse.

– Skye -contestó Niall, riéndose.