– Los caballos estarán listos al amanecer. ¿Qué hay para cenar?

– Pasteles de carne -dijo Robbie.

– Bueno, por lo menos nos calmarán el hambre -contestó Niall, y Adam gruñó para mostrar su acuerdo.

Comieron casi sin hablar, mientras masticaban pedazos de los pasteles calientes y hojaldrados, y los ayudaron a bajar con el vino. Terminaron la comida con queso cheddar y manzanas maduras. El tabernero los condujo a una habitación grande que quedaba debajo del tejado a dos aguas y los tres se durmieron inmediatamente sobre los colchones.

El tabernero en persona se encargó de despertarlos al amanecer.

– No ha despejado, caballeros. Tengo un desayuno caliente esperándolos.

Los tres se lavaron la cara con agua fría para despertarse, se pusieron las botas y bajaron a la sala común. Apenas vieron a la guapa hija del tabernero colocando una buena porción de avena sobre los platos de madera y cubriéndola con manzanas cocidas, descubrieron que tenían apetito. La muchacha les sirvió rebanadas de pan de trigo untadas con mucha mantequilla y miel, y trajo tres jarras de cerveza oscura para acompañar el desayuno. Mientras ella ponía los humeantes tazones sobre la mesa, Adam de Marisco le pasó un brazo por la cintura con atrevimiento.

– ¿Dónde estabas tú cuando llegamos bajo la lluvia, cansados y hambrientos, palomita mía? -le preguntó en broma.

– A salvo en mi cama, de virgen, lejos de los que se parecen a vos, mi señor -replicó la muchacha y se le escapó.

Niall y Robert sonrieron, pero Adam insistió.

– ¿Y piensas enviarme allá afuera, a la fría lluvia, con toda esa larga cabalgada por delante sin siquiera un beso como recuerdo para calentarme en el camino, muchacha? -La mano de Adam trató de meterse bajo las escurridizas faldas.

– Me parece que ya estáis demasiado caliente, milord -respondió la muchacha-. Creo que lo que necesitáis es que os enfríen un poco -añadió y volcó una de las jarras de cerveza sobre la cabeza de Adam. Luego, se apartó para alejarse del alcance de sus dedos.

Lord Burke y Robert Small se echaron a reír a carcajadas y Adam, que se sabía vencido, rió también, de buen humor. El tabernero se acercó con una toalla, aliviado al ver que la impertinencia de su hija no había ofendido a los señores y que éstos no pensaban hacérselo pagar de algún modo.

– Perdonad, milord, pero Joan es una muchacha impetuosa. Es la menor y está muy malcriada. ¡A la cocina, niña!

– No la echéis. Es lo más hermoso que he visto en muchos días y sabe cuidar de sí misma. Sabe cómo guardarse para su futuro marido -dijo Niall. Después se volvió hacia la muchacha-. Pero no le tires más cerveza a De Marisco, niña. Le vas a provocar un resfriado y no tengo tiempo para detenerme a curarlo.

– Entonces que se meta las manos en los bolsillos, milord -contestó Joan, haciendo volar sus rizos alrededor de su cabeza.

– Te prometo que no volverá a pasar -aseguró Niall y Adam asintió.

Terminaron de comer en paz. Pronto estuvieron listos para partir, con las capas apretadas alrededor del cuerpo y los sombreros bien encasquetados. Pagaron lo que debían y se fueron caminando hacia la puerta. Joan estaba barriendo cerca de la entrada y De Marisco, que no pudo resistirse, la estrechó entre sus brazos y la besó en la boca color fresa apasionadamente. Fue un beso lento, experto, delicado, lo que le abrió la boca para pasar la lengua más allá de los labios, y después de la primera resistencia, la muchacha le respondió con placer.

Satisfecho, Adam la dejó ir, la ayudó a recobrar el equilibrio y le puso una moneda de oro en el corsé.

– No te conformes con menos de eso, palomita mía. Recuerda que el matrimonio es para mucho tiempo -les dijo a esos ojos abiertos como estrellas. Después, se alejó con sus compañeros.

El día estaba tan frío y desapacible como el anterior, y cuando finalmente se detuvieron a pasar la noche, estaban helados hasta los huesos, exhaustos y a sesenta kilómetros de Londres. La taberna estaba llena de ruido y de gente. La comida y el servicio eran pésimos.

– Yo digo que sigamos esta noche -propuso Niall-. Podemos alquilar caballos frescos aquí y cambiarlos por los nuestros en otro momento. La verdad es que preferiría pasar unas horas más mojándome en el camino y dormir en una cama más limpia, sin miedo a que me roben.

Los otros dos hombres asintieron y Robbie hizo notar:

– No me gusta. Aquí pueden reconocerte, Niall, estamos demasiado cerca de Londres.

Así que después de la cena, siguieron galopando en la noche ventosa y oscura bajo la lluvia y, finalmente, llegaron a Greenwood a las dos de la mañana. Niall había pensado que era mejor no quedarse en la casa de los Lynmouth, porque alguien podría notar que estaba habitada. El guardián los dejó pasar, asustado, cuando reconoció a Robert Small.

Niall le dijo al viejo que no debía decir a nadie que habían llegado. Si le preguntaban, debía negar que hubiera estado allí. La vida de lady Skye dependía de eso. El guardián miró a Robbie para ver si el capitán apoyaba lo que decía lord Burke, y éste asintió con solemnidad.

Los sirvientes estaban confundidos y adormilados, pero Robert Small los calmó. Las mujeres prepararon tres dormitorios y encendieron los fuegos. Trajeron luego tres grandes tinas de roble y las colocaron junto al fuego de la cocina. Los tres hombres se bañaron para calentarse y quitarse el frío de las articulaciones. La sirvienta principal, que parecía llena de cariño materno, les preparó vino caliente y pan recién hecho con loncha de jamón. Limpios, secos, envueltos en batas que habían pertenecido a lord Southwood, los tres se sentaron a la mesa a comer, beber y hablar del viaje.

Cuando les avisaron de que las camas estaban listas, se fueron cada uno a la suya a toda velocidad.

Niall se alegró de que le hubieran calentado las sábanas, pero cuando se metió entre ellas, extrañamente desvelado, supo que lo que realmente necesitaba era otro tipo de calor. Su cuerpo se quejaba pidiendo una mujer. No, no una mujer cualquiera, quería a Skye. Desde que ella se había ido, el otoño pasado, él le había sido fiel. Enredado en los problemas que le traían las propiedades de su esposa, el cuidado de los niños y la obsesión de cómo liberarla, no había tenido tiempo para pensar en sus necesidades.

A la mañana siguiente, él, Robbie y De Marisco irían a ver a Cecil y a la reina. Niall quería recuperar a su esposa y a su bebé. ¡El bebé! ¿Era el varón que su padre y él habían deseado tanto? Lo sabría dentro de pocas horas. Niall suspiró y, de pronto, bruscamente, se quedó dormido.


El sol estaba alto cuando se despertó e inmediatamente tiró de la cuerda para avisar a los sirvientes. Enseguida apareció una muchachita con una jarra de agua para el lavado matinal.

– ¿Ya están despiertos sir Robert y lord De Marisco?-preguntó él.

– Acaban de despertarse. -La muchacha hizo una reverencia-. Los timbres de ellos han sonado unos minutos después del vuestro.

– ¿Ya has hecho cepillar la ropa de mis alforjas?

– Sí, milord. Os la traeré.

Niall se lavó y se vistió lentamente. La ropa, que había seleccionado con astucia y cuidado para la ocasión, era lujosa pero muy sobria. La camisa era de purísima seda blanca; el jubón de terciopelo azul oscuro, bordado en plata con un diseño muy discreto. Las calzas eran a rayas plateadas y azules, y usaba una pesada cadena de plata y un pendiente con un zafiro. Se había afeitado el mentón, que lucía rígido, en un gesto de determinación que William Cecil no dejaría de notar.

Desayunó en su habitación: pan fresco, queso y cerveza. Después, se unió a De Marisco y Robert Small. Caminaron hasta el jardín y llamaron a un barquero para que los llevara por el río hasta el palacio de Greenwich, donde residía la reina en esa época. Niall se envolvió bien en su capa para que nadie le reconociera. Había parado de llover, pero el día seguía gris y el cielo, amenazante.

Cuando llegaron a Greenwich, desembarcaron y se apresuraron a caminar hasta el palacio. La suerte estaba de su lado. Cecil todavía no había llegado a su despacho y solamente había un joven secretario que no reconoció a ninguno de los tres. Cuando llegó el canciller, envuelto en una larga bata de terciopelo negro y pieles, los tres hombres lo rodearon inmediatamente y lo llevaron a sus habitaciones privadas.

Lord Bughley, que no tenía miedo, se acomodó con tranquilidad tras su escritorio y le dijo al secretario, que lo miraba lleno de preocupación y angustia:

– No quiero que me molesten, señor Morgan. -El secretario se inclinó y salió, y Cecil se volvió hacia sus tres visitantes. Los miró con frialdad y después dijo-: Milord Burke. Recuerdo perfectamente haberos prohibido que vinierais a Londres.

– He venido a buscar a mi esposa y a mi hijo, milord. Habéis retenido aquí a lady Burke durante casi seis meses y todavía no me han informado sobre las acusaciones que tenéis contra ella.

– Está bajo sospecha, milord.

– ¿Seis meses bajo sospecha? ¿Y de qué?

– De piratería -fue la respuesta.

– ¿Qué? ¿Estáis loco, hombre?

– ¡Niall, Niall! -dijo Robbie-. Cecil, amigo mío, sed razonable. Lady Burke es una mujer hermosa que ha roto muchos corazones. Pero, ¿barcos? Creo que no. ¿Qué pruebas tenéis?

Cecil frunció el ceño y Robbie casi gritó de alivio. No tenían pruebas. ¡Todavía no!

– Seré franco con vos, Cecil -dijo-. Me había dado cuenta de que sospechabais de piratería porque ella tiene los barcos de la familia O'Malley. El pobre Niall, en cambio, no le ve la lógica al asunto.

– ¿Y tú sí? -preguntó Cecil.

– Claro. Los O'Malley de Innisfana tienen acceso a los barcos y los conocimientos que hacen falta: las costas, los honorarios de partida de otras naves y los sitios en los que es posible desembarcar. Además, tienen un castillo solitario sobre la costa, y con eso, ya están todos los ingredientes necesarios para hacer piraterías, excepto, claro, uno importante.

– ¿Cuál, Robert? -Cecil estaba fascinado.

– El motivo, milord -dijo Robbie-. ¿Cuál puede ser el motivo de lady Burke? Ya es una de las mujeres más ricas de Inglaterra, posiblemente la más rica, y no es ambiciosa, no desea más dinero. Todo el mundo sabe que es generosa y caritativa. No está buscando aventuras, no es ese tipo de mujer. ¿Por qué razón querría arriesgar la herencia de su hijo y su posición, quebrantando las leyes de la reina? Sobre todo, sabiendo que es una buena madre. No, no tenéis por qué sospechar, ni justificación alguna para retenerla aquí. Nada excepto los celos de Bess Tudor y vos los sabéis.

Cecil parecía incómodo y muy disgustado.

– Los actos de piratería cesaron cuando la apresamos -dijo.

La mirada de Niall estaba oscura como una nube de tormenta, pero Robert Small le puso una mano sobre el brazo, como para calmarlo.

– La piratería terminó hace casi un año, seis meses antes del arresto de lady Burke, Cecil.

– ¡Pero el Santa María Madre de Cristo fue atacado cerca de Irlanda en primavera!

– Cierto, pero lady Burke no lo hizo -replicó Robbie-. Acababa de casarse, estaba de luna de miel. El español fue víctima de un ataque de piratas berberiscos, tenemos la prueba. El gigante que me acompaña, Cecil, se llama Adam de Marisco, es el señor de la isla de Lundy. -Cecil miró a Adam francamente interesado-. Hace un mes De Marisco descubrió un barco fantasma cerca de su isla. Naturalmente lo abordó para ver si había supervivientes.

– Naturalmente -murmuró Cecil.

Robbie ignoró el sarcasmo y siguió con la historia.

– Cuando abrieron las bodegas y vieron el tesoro, se dieron cuenta enseguida de lo que significaba. Fueron a ver a lord Burke inmediatamente y Niall me avisó a mí. El diario de a bordo está en árabe, y yo sé un poco de árabe. Hay una anotación de principios del verano pasado que coincide con la fecha del ataque al Santa María. Dice: «Hemos abordado un maldito español hoy.» Es obvio que ese barco tomó parte en el ataque. Partía para piratear cerca de las costas del Nuevo Mundo y es obvio que siguió con su viaje. Había varias anotaciones sobre transferencia de la carga entre ese barco moro, que se llama Gacela, y otro barco pirata.

»La mayor parte de lo que mandaba el rey Felipe se vendió en Argel antes de que en Londres se tuviera noticia del ataque. Solamente encontramos una mínima parte del tesoro español en el Gacela, y también cargas de otros barcos. Estoy seguro de que el escrito que os dio el embajador español incluye estos objetos en la lista. -Sacó una bolsa de terciopelo del jubón y dejó caer un arroyuelo de esmeraldas verdes sobre el escritorio de Cecil.

El canciller abrió la boca al ver el fuego verde azulado que yacía ardiendo ante él. Durante un momento, la habitación quedó en absoluto silencio, y luego Cecil logró hablar de nuevo: