– ¿Dónde está la tripulación de ese barco, milord De Marisco? No pensaréis que voy a creerme ese cuento de hadas sobre un barco que flota vacío hasta vuestra isla. Demasiado conveniente.
– La tripulación del Gacela está en el barco todavía, milord; todos los hombres en distintos estados de descomposición -replicó Adam-. Los habría enterrado, pobres bastardos, pero Robbie dijo que no nos creeríais a menos que los vierais, y ahora veo que tenía razón. -Meneó su enorme cabeza, como desencantado ante esa muestra de desconfianza.
– ¿Dónde está ese barco? -gruñó Cecil.
De Marisco sonrió de oreja a oreja, una sonrisa malvada con los dientes cegadoramente blancos contra la piel bronceada y la negra barba. Cecil no había notado hasta ese momento que el gigante usaba un pendiente de oro. El cabello negro de ese hombre era crespo y sus ojos color humo azul, tan burlones que obligaron al canciller de la reina a bajar la vista.
– El Gacela está en remolque del Nadadora de Robbie en Londres, milord. Podéis sacar la carga y examinar los cadáveres antes de que lo hundamos. El diario de a bordo no dice nada sobre la causa de las muertes y, de todos modos, ahora se lo considerará un barco de mal agüero. Nadie querrá usarlo. Estará mejor en el fondo del mar con todos sus hombres.
Cecil no podía creer lo que oía.
– ¿Me estáis diciendo que hay un barco lleno de cadáveres en el puerto de Londres? ¡Por los huesos de Cristo! Ese barco puede llevar la peste. ¿Estáis loco?
– No murieron de peste -dijo Robbie con calma-. Habrá sido otra enfermedad que subió a bordo cuando rescataron a las víctimas de algún naufragio.
– Pero ¿un barco con cadáveres en estado de putrefacción? ¿En Londres?
– No ibais a creerme sin los cuerpos, Cecil. También traje el diario. Tal vez encontréis a alguien que hable árabe en Londres y podáis corroborar nuestra historia.
Cecil miró con amargura a los tres hombres, decidido a encontrar a alguien que leyera árabe. Sin embargo, sabía que si Robert Small se mostraba tan confiado, debía de estar seguro de su historia. A él todo eso le parecía sospechoso. Había algo demasiado conveniente en todo el asunto.
– Os llevaremos al puerto, Cecil -dijo lord Burke-. Y después, tal vez me devolveréis a mi esposa y a mi bebé. A propósito, me gustaría saber si tengo una hija o un hijo.
– Una hija -le aclaró Cecil, distraído-. Tendré que informar a la reina sobre esto. Es interesante. Muy bien. Subiremos a bordo del Gacela. Quiero ver lo que contiene. ¿Dónde os alojáis?
– ¡Una hija, una hija! -exclamó Niall, exultante, sin sentir ninguna desilusión-. ¡Tengo una hija!
– Estamos en Greenwood -dijo Robbie-. La residencia de Skye cerca de la casa de los Lynmouth. Creímos que así sería un poco más discreto.
Cecil asintió, contento de que hubieran pensado en eso.
– Quiero ver a mi esposa y a mi hija -dijo Niall.
– Todo a su tiempo. Cuando la reina lo decida.
– Por Dios, Cecil, ¿es que no tenéis piedad?
– ¡Milord! Os he prohibido Londres, pero habéis venido de todos modos. No estáis en posición de pedirme nada. Esperad mi decisión en Greenwood y agradeced que no ordene vuestro arresto. Y que nadie os vea. ¡Señor Morgan!
El secretario casi tropieza al entrar.
– Señor Morgan, sacad de aquí a estos caballeros por mi entrada privada.
Los estaban despidiendo. Cecil volvía a tener el control de la situación. Robbie veía que Niall quería discutir, miró a De Marisco y Adam puso una de sus grandes manos sobre el hombro de lord Burke.
– Vamos, hombre -dijo con amabilidad.
Niall suspiró, un suspiro furioso, frustrado, pero asintió y siguió a Robbie y a De Marisco.
En la Torre, Skye se había despertado con una sensación de futilidad y desesperanza. Hizo sus necesidades en la vasija del dormitorio y después cambió el pañal mojado de Deirdre. Subió otra vez a la cama con su hija, y le dio de mamar. La interrogarían de nuevo, como habían venido haciendo casi todos los días desde hacía un mes, y ella volvería a luchar como había luchado todo este tiempo. Pediría una lista de cargos, exigiría que la dejaran en libertad y no diría nada más. Dudley ya no estaba entre los que la interrogaban, pero el conde de Shrewsbury la asustaba con sus ojos fríos y sus modales exageradamente formales.
Deirdre succionaba ruidosamente, cerrando los pequeños labios con placer, y Skye le sonrió. El día anterior habían amenazado con quitársela. Ella los había mirado en un silencio de piedra, negándose siquiera a aceptar que había escuchado la amenaza, pero sabía que tendría que enviar a su bebé a Devon con Eibhlin muy pronto. En los últimos tiempos, hasta Daisy había tenido que dejar de ir al mercado cuando lady Alyce le había dicho que si salía, no la dejarían volver.
Y ahora Dudley, que ya no estaba en el grupo de interrogadores, había empezado a rondar la Torre como un lobo alrededor de un cordero atado a un poste y Skye estaba realmente asustada. Era prisionera de la reina y si el favorito de Su Majestad quería atacarla, no tenía defensa.
El bebé hipó, y Skye le palmeó la espalda. «No dejaré que me hagan daño -pensó-. No.»
En Greenwood, Niall Burke paseaba de un lado a otro en su habitación. Fuera llovía suavemente y las gotas grises caían sobre al río. A lo largo de las riberas, los amarillos sauces habían empezado a echar sus hojitas verde claro, pero la lluvia no daba signos de detenerse. Esos árboles llenos de gracia hacían que Niall pensara en su hijastra.
Willow había venido a verlo antes de la partida hacia Londres y le había dicho:
– ¿Traerás a mamá a casa, Niall? ¡Prométemelo! -Y él había mirado esa carita preocupada, una carita en forma de corazón, como la de su madre, pero con rasgos que Niall no reconocía. Niall se lo había prometido.
Río abajo, en el puerto, lord Burghley se inclinaba sobre la barandilla del Gacela, vomitando todo lo que tenía en el estómago en las negras aguas del Támesis. A su lado y tan descompuesto como él estaba el secretario segundo del embajador español, un converso que leía suficiente árabe como para deletrear a su modo los fragmentos que le señalaba Robbie. Había corroborado la historia de De Marisco y Small.
Lo que habían visto los hombres en el barco era horrendo, una visión infernal que ninguno de ellos olvidaría nunca. Cadáveres. Cadáveres putrefactos, pedazos de ropa y carne que colgaban todavía de los esqueletos. Y el olor…, el terrible, espantoso olor, que ni siquiera las bolas de perfume que habían esparcido podían borrar. Cecil no recordaba cómo lo habían llevado a la Nadadora, pero estuvo allí después de un momento y le entregaron una taza de vino rojo y fuerte. Se tambaleó y siguió oliendo la podredumbre a su alrededor. Por fin logró dominar su estómago y se tomó un traguito de vino. Sentía el cuerpo frío y húmedo de transpiración. El olor de la muerte todavía estaba en su nariz y volvió a tener una arcada que le trajo el gusto amargo de su propio estómago vacío mezclado con el vino fuerte.
Un capitán Robert Small, todo simpatía y comprensión, le alcanzó una vasija para que devolviera.
– Tratad de tomar otro trago, milord. Finalmente, lo lograréis.
Cecil volvió a tragar un poco de vino, y esta vez, aunque se le revolvió el estómago, consiguió no vomitarlo. El calor empezó a llenarle el cuerpo de nuevo.
– Bueno -dijo Robbie-. Ya habéis visto la evidencia con vuestros propios ojos y el español ha confirmado lo que os dijimos. ¿Dejaréis libre a lady Burke?
– Sí -dijo Cecil con voz débil-. Parece que hemos cometido un…, un desafortunado error.
– ¿Cuándo? -La voz de Robbie sonaba severa.
– Dentro de unos días, sir Robert. Tengo que comunicárselo a la reina y ella es la que debe firmar la orden de liberación.
– ¿Dejaréis que lord Burke vea a su esposa y a su hija?
El vino estaba fortaleciendo a Cecil.
– No -dijo con firmeza-. Lord Burke tenía prohibido dejar Devon. La reina no tiene que enterarse de que está aquí, porque se enojaría mucho si supiera que la desobedecen. Le diré que mandé por él para que escoltara a su familia a su casa, sabiendo que Su Majestad hubiera pensado en eso inmediatamente. De esta forma, cuando liberemos a lady Burke, la presencia de su esposo no ofendería a la reina.
En Greenwich, Isabel Tudor había despedido a sus damas de honor y yacía feliz en brazos de Robert Dudley, calentándose y sonriendo frente a un gran crepitante fuego. Tenía abierta la bata hasta el ombligo y ronroneaba de placer cuando Robert le acariciaba los pequeños senos.
– ¡Bess, por el amor de Dios, déjame! -le rogaba él como había rogado tantas veces antes. No sabía por qué razón permitía que la reina hiciera eso con él. Lo usaba para satisfacer su curiosidad de mujer con respecto a lo sexual, pero nunca le daba nada de sí misma.
– No, Rob -le dijo ella con calma-. Tengo que ser virgen cuando me case. -Isabel notaba el deseo en el hombre que la acompañaba y se preguntaba, como tantas veces antes, por qué la atraía tanto Dudley, que era egoísta, vacío y ambicioso.
«Cuando me case», había dicho ella. No «cuando nos casemos», pensó él con amargura. ¿Era cierto lo que decían las malas lenguas de la corte? ¿Había perdido ya sus posibilidades de ser rey? Se inclinó enojado y la besó. Fue un beso brutal, un beso cruel, con tal intensidad de amor y odio unidos que Isabel tembló de placer.
– Te deseo, Bess -murmuró él con furia-, y pienso tomarte.
La puso bajo su cuerpo, la montó y le levantó las faldas para exponer las piernas largas y delgadas, y los muslos blancos como la leche, adornados con las medias negras y las ligas de cinta de oro.
– ¡Rob! ¡Rob! -protestó ella, mientras él trataba de desvestirse-. ¡Lo que haces es traición! ¡Basta! ¿Vas a violar a la reina? -Pero los ojos negros le bailaban de excitación. Era lo más lejos que habían llegado en sus jueguecitos.
– Sí, Bessie, claro que quiero violarte. Este jueguecito tuyo está llegando demasiado lejos. Después puedes colgarme si quieres, pero por Dios que voy a tomarte ahora. -Se las había arreglado para sacar su hinchado miembro de sus pantalones. «No va a colgarme -pensaba-. Una vez solamente y me pertenecerá para siempre. Tendría que haber hecho esto hace tres años.»
Por debajo de él, la reina luchaba física y mentalmente. Él frotaba su endurecido instrumento contra el clítoris palpitante de Isabel y ella se preguntaba si se atrevería a dejar que él le hiciera el amor hasta el final. Tal vez solamente esta vez, para saber de qué se trataba. ¡No! ¡No debía permitir que ningún hombre tuviera dominio sobre ella! ¡Tenía que pensar en lo que le había pasado a su propia madre, a Anne de Cleves, a la pobre Cat Howard! Sometidas a su padre por el amor, la lujuria y la ambición habían tenido que pagar un precio muy alto. Si dejaba que Robert le hiciera eso una vez y quedaba embarazada, tendría que casarse. ¡Y eso, nunca! ¡Nunca!
De pronto, llamaron a la puerta.
– Majestad, es lord Burghley. Dice que es urgente.
– ¡Dile que se vaya! -rugió Dudley.
– ¡Lo recibiremos! -exclamó la reina y el conde de Leicester juró con violencia:
– ¡Perra! ¡Dios, Bess, eres una perra! -Se levantó tratando de poner en orden su ropa-. Arréglate el vestido, por favor. Si para ti es más importante ser reina que ser mujer, mejor será que parezcas una reina.
Se abrió la puerta y una de las damas de honor anunció:
– Lord Burghley, Majestad.
La dama era la pelirroja Letice Knollys. Miró a Dudley, divertida, y él supo que ella se daba cuenta de lo que estaba pasando. Probablemente había estado escuchando. ¡Otra perra!
– Majestad -se inclinó Cecil ante ella-. Lamento perturbar vuestro tiempo de descanso, pero he recibido una información muy importante referida al asunto de lady Burke.
– ¿Ha confesado? -preguntó Isabel, ansiosa.
– No, Majestad. Parece que no es culpable. La evidencia que me han presentado es irrefutable. Sir Robert Small y Adam de Marisco, el señor de la isla de Lundy, vinieron desde Devon para presentarla.
– ¿Cuál es la evidencia?
El canciller contó la historia con simpleza, pero con cuidado.
– Parece una explicación lógica de los ataques piratas que veníamos sufriendo y del ataque al barco del rey Felipe, especialmente porque hemos encontrado gran parte del tesoro en el barco. Como no podemos encontrar ninguna evidencia contra lady Burke, creo que no nos va a quedar otro remedio que liberarla. Ya he mandado un mensaje a lord Burke para que venga a Londres.
– Me parece que tomáis demasiadas decisiones por vuestra cuenta, Cecil -dijo Dudley con arrogancia.
– ¿Habláis por la reina ahora, Leicester? -le ladró lord Burghley.
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