– No volverá a suceder, Niall. Solamente Dios podrá separarnos de ahora en adelante. Te lo prometo.
– Es una promesa que pienso hacerte cumplir, amor mío -dijo él, y la besó, y el ardor que había guardado durante meses explotó en una ola de fuego que, si hubiera tenido sustancia, habría acabado con la casa y con toda la ciudad de Londres. Los labios de los dos exploraron el territorio conocido que les había sido negado durante tanto tiempo.
Ella se aferró a él. Los dedos de Niall le acariciaron con dulzura la cara vuelta hacia arriba, limpiándole las lágrimas que corrían lentamente por sus mejillas.
– No dejaré que te aparten de mí otra vez -repitió-. Te dejaré hacer lo que quieras en muchas cosas, pero no en todo, Skye. Eres demasiado empecinada. Este asunto podría haber terminado muy mal si no hubiera sido por la suerte de Adam de Marisco y por su inteligencia. Él te ama, amor mío. Y es doloroso verlo sufrir por eso. Y Robbie… Para él eres la hija que nunca ha tenido, Skye, y lo has asustado mucho. Si te hubiéramos perdido, no sé si te habría sobrevivido mucho tiempo.
– No volveré a eso, Niall. Te lo juro.
Él sonrió con su sonrisa lenta.
– Te deseo -dijo con tranquilidad.
– Y yo a ti -le contestó ella.
Él le tendió la mano y ella la tomó, y el placer de sentir cómo los dedos cálidos de su esposo se cerraban sobre los de ella la llenó de alegría con su sensación familiar. Salieron juntos de la biblioteca y subieron al dormitorio de Skye, el que daba al río. Se quitaron la ropa sin decir ni una palabra.
Mientras se desvestía, Skye sintió que la asaltaban los recuerdos. Caminó hasta la ventana y miró la noche que había empezado a clarear. Nubes de tormenta perseguían a la Luna en el cielo y, de vez en cuando, se veían las estrellas.
Recordó el momento en que había estado de pie en ese mismo lugar, mientras Geoffrey entraba en la habitación. ¿Cuánto tiempo había pasado? Debía de hacer más de una vida. Todo eso había terminado. Sonrió con el recuerdo de su conde Ángel colgado de una enredadera y, luego, lo descartó.
Volvió a prestar atención a Niall. Él estaba de pie, mirándola luchar con sus recuerdos, y la comprendía. Ella fue hacia él con paso orgulloso, y de puntillas, lo abrazó por el cuello y lo besó.
– Ahora es nuestro tiempo, esposo mío. Nuestro tiempo. Ahora y siempre. -Él sonrió y la tomó entre sus brazos para llevarla a la cama.
Por la mañana, el sol se alzó tibio y radiante por primera vez en muchos días. La primavera había llegado a Inglaterra. Skye se despertó contenta y relajada. Hacía muchos meses que no se sentía así, y enrojeció al pensar en el placer de la noche anterior.
Con gesto travieso, se subió sobre Niall, que dormía boca arriba, y él le contestó con un murmullo amodorrado. Después dijo, sin despertarse del todo todavía:
– Eso es hermoso, Rose querida, no te detengas.
– ¿Rose? ¡Desgraciado! -chilló ella, furiosa. Agarró un puñado del cabello negro de él y tiró de él con todas sus fuerzas.
– ¡Auj! -rugió él, sacudido por espasmos de risa. Se volvió y la aprisionó y ella sintió su pene, erecto, que la buscaba. Estaban mirándose cara a cara, y los ojos plateados brillaban. Él la levantó con cuidado y luego la bajó sobre su cuerpo, introduciéndose poco a poco en su vagina. Los ojos de ella estaban abiertos de sorpresa y pronto se llenaron de deseo.
Las manos de él se levantaron para jugar con las frutas redondas y perfectas de los senos y al levantar la cabeza para beber de uno de los pezones oscuros, los ojos se le abrieron de sorpresa cuando sintió cómo la leche le llenaba la boca. Fascinado, siguió chupando, y Skye, excitada de pronto, descubrió que sus caderas se movían al ritmo del placer y no supo cuándo habían empezado a moverse. Estaba escandalizada por su propia reacción y por la de él, pero ninguno de los dos podía detenerse. Incapaz de controlarse, se apartó un poco de él, arqueó el cuerpo, echó hacia atrás la cabeza y se dejó ir en el clímax. Y el placer llegó al cenit cuando sintió que él hacía lo mismo.
Después se derrumbó sobre el cuerpo de él, que la colocó a un lado con mucha suavidad.
Cuando se le tranquilizó la respiración, él dijo, como si no estuviera del todo decidido a hablar:
– Skye, lo lamento, lo lamento mucho.
– No te entiendo, amor mío.
– Lamento haberle robado el desayuno a mi hijita -le contestó él, avergonzado.
Ella rió con suavidad.
– No te preocupes, Niall. Tengo dos.
– ¿Dos?
Skye rió bajito, realmente divertida.
– Dos senos, mi tonto señor. Uno es más que suficiente para el desayuno de Deirdre y será mejor que la mande buscar, porque Cecil me dijo ayer que tenemos que abandonar Londres hoy a más tardar.
– No te vayas, amor mío -rogó él-. Hace tanto tiempo.
– Tuviste a Rose para acompañarte mientras yo estaba en la Torre.
– No, amor mío. Desde el día que nos reconciliamos y nos casamos realmente, no ha habido nadie más. Nadie. -Los ojos color zafiro se hundieron en los ojos de plata.
Skye supo que Niall le decía la verdad.
– Gracias, Niall -dijo ella-. Gracias por eso.
Hubo un golpeteo en la puerta y se oyó la voz de Eibhlin:
– Tu hija necesita comer y tenemos que empezar el viaje pronto. Si no os habéis unido en todo este tiempo, nada puede ayudaros.
Skye rió, se envolvió en una bata y abrió la puerta para tomar a Deirdre de manos de su hermana.
– Que Daisy me prepare un baño, Eibhlin, por favor -dijo-. Si voy a pasar los próximos días viajando, quiero empezar limpia.
Eibhlin sonrió.
– Estás radiante, hermanita -aseguró, y se fue.
Skye volvió a la cama y colocó a Deirdre sobre la colcha. Fascinado, Niall se inclinó y miró a su hija, que levantó la carita y empezó a llorar.
– Dios mío, ¿qué he hecho? -dijo Niall, y retrocedió, asustado.
Skye fue hasta la cama y puso al bebé en su pecho. Las manitas de Deirdre la tocaron, y aunque miraba a su padre con ojos azules llenos de sospechas, empezó a chupar con fuerza.
– Se ha asustado. Dentro de unos días se acostumbrará a ti, amor mío.
Satisfecho, Niall miró con placer cómo su esposa alimentaba a su hija. Después los dos pasaron unos minutos jugando con Deirdre. El bebé tocó los dedos de su padre, y luego los cogió mientras su padre la acunaba. Era un juego que le gustaba mucho y empezó a mirar a Niall con menos desconfianza.
Cuando llegaron las sirvientas con la tina de Skye, Deirdre salió en brazos de su tía para prepararse para el largo viaje. Niall se retiró a la habitación vecina, vestido con sus ropas de viaje, y después controló el coche en el que viajaría Skye.
El coche de los Lynmouth había permanecido escondido en el establo de Greenwood para que nadie supiera que los Burke estaban allí. El cochero y el sirviente habían pasado unos días felices en compañía de las sirvientas de Greenwood. Ahora, bajo el ojo vigilante del amo, sacaron el coche del establo y engancharon a los seis caballos grises. Se colocó el equipaje en su lugar y se cargó agua. Se llenaron y aseguraron botellas con vino. Se acomodó con cuidado una canasta de junco en un riel de hierro que quedaba justa por encima del asiento del centro. Forrada de seda, con un pequeño colchón, albergaría inmediatamente a lady Deirdre. Daisy se sentaría a un lado y la tía de Deirdre al otro. Debajo del asiento, una de las mujeres de la cocina acomodó dos canastas llenas de pan, queso, huevos duros, jamón y fruta.
En el pequeño comedor familiar de Greenwood, Robbie, Adam, Eibhlin, Skye y Niall disfrutaron de un buen desayuno de jamón y huevo, budín, pan y fruta. Tenían un duro día por delante y estaban ansiosos por emprender el viaje, ansiosos por alejarse de la pesadilla en que se había convertido Londres para ellos.
Daisy y el bebé ya estaban en el coche cuando subió Eibhlin.
– ¿Cerramos las cortinas? -preguntó Daisy.
– Por favor, no -contestó la monja-. Lo único que he visto de Londres ha sido un río oscuro y la Torre. Nunca había estado aquí y no pienso volver. Me gustaría llevarme un recuerdo de esta ciudad a Irlanda.
Niall ayudó a su esposa a montar a caballo. Sentada sobre el animal, Skye sintió que la libertad la mareaba. Sabía que tenían que viajar en secreto, así que se colocó la capucha de la capa sobre la cabeza y notó que el escudo de armas había sido retirado del coche.
El coche y los cuatro jinetes se movieron a través de las calles de Londres y los sonidos de la mañana los rodearon.
– ¡Leche! ¿Quién quiere comprar mi leche buena y fresca?
– ¡Violetas! ¡Violetas perfumadas!
– ¡Arenque! ¡Arenque fresco, medio penique el kilo!
– ¡Ollas! ¡Arreglo las ollas rotas!
El solemne grupito, bien escondido detrás de capuchas y cortinas, siguió adelante hasta tomar el camino que llevaba a las afueras. Después de viajar varios kilómetros más allá de las últimas calles, Skye echó la capucha hacia atrás con un gesto exuberante y dejó que el cabello negro y largo flotara sobre su espalda. Le brillaban los ojos azules y tenía las mejillas rosadas de excitación y alegría por la sensación de cabalgar.
En la cima de la colina, se detuvo y miró la ciudad allá abajo.
– ¿Cómo convencisteis a Cecil de que me liberara? -preguntó a los tres hombres que la habían rescatado.
– ¿Cómo? ¿Niall no te lo ha contado? -preguntó Robbie.
– Supongo que tenía otras cosas en mente -murmuró De Marisco.
– Bueno, ¿cómo lo hicisteis? -repitió ella, y entonces, se lo contaron-. ¿Quieres decir que sacrificaste tu parte del Santa María Madre de Cristo, Adam? ¿Fue tu parte lo que se encontró en el Gacela? -preguntó Skye cuando terminaron de explicárselo-. ¡Te compensaré! ¡Lo juro!
– Estás libre, Skye, eso es lo único que importa -protestó él, avergonzado.
– Yo puse tus esmeraldas, las que habíamos separado de ti. Las puse en el tesoro del Gacela -dijo Niall con calma.
– ¿Pusiste mis esmeraldas?
Todos esperaron la explosión. Pero Skye rió.
– Por Dios -dijo-. He vencido a Isabel Tudor en todo y de una forma que ni yo misma esperaba.
– ¿Qué quieres decir, Skye? -preguntó Robert Small.
– Pero Robbie, ¿no te das cuenta? La reina no tiene más que algo de oro y unas piedras frías, pero yo tengo el verdadero tesoro. Os tengo a vosotros tres. A Niall, mi amado esposo, y a mi amigo Adam y a mi querido Robbie. Hasta que Bess Tudor tenga un esposo y amigos leales como los míos, no posee nada de valor. Le tengo lástima.
Los tres la miraron extrañados y se dieron cuenta de que era cierto. Skye le tenía lástima a la reina, y los tres sonrieron, sin vergüenza.
Skye los miró a los ojos, uno por uno, un largo rato, con cariño. Su sonrisa era tan brillante como la mañana.
– ¡Caballeros! ¡Vámonos a casa! -exclamó.
Y haciendo girar en redondo a su caballo, salió galopando bajo el sol de abril hacia el camino de Devon.
Bertrice Small
Bertrice Small nació el 9 de diciembre de 1937 en Manhattan, Nueva York. Está casada con George Small y tienen un hijo. Ha vivido al este de Long Island durante los últimos 35 años. Sus grandes pasiones son sus mascotas, que son parte de la familia, Finnegan y Sylvester, sus gatos; su jardín; su trabajo y la vida en general.
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