La Pasión Del Doctor Christian
Título original A CREED FOR THE THIRD MILLENNIUM
Traducción de EVA SÁNCHEZ
Fooa myse tintóla, myse in e eye, myse fish-en fooa ucklun!
Capítulo 1
El viento era especialmente penetrante y frío en aquel mes de enero, en Holloman, Connecticut. Cuando el doctor Joshua Christian dobló la esquina de la calle Cedar para la calle Elm, una ráfaga del ártico le golpeó de lleno en el rostro. Sintió como si se le clavaran agujas en los pocos centímetros de piel de la cara que había dejado al descubierto para ver por dónde andaba. Conocía tan bien ese camino que casi no le hubiera sido necesario ver para seguirlo.
Cómo había cambiado todo. Era todo tan distinto en los viejos tiempos, cuando la calle Elm era la arteria principal del ghetto negro y las gentes paseaban luciendo orgullosas todos los colores del arco iris; se escuchaban risas por todos lados y se veía a los niños salir de sus casas en patines y patinetes. Eran jóvenes hermosos, radiantes y divertidos. La calle brindaba diariamente este espectáculo, pues era el mejor lugar para jugar, el escenario donde todo ocurría.
Tal vez algún día Washington y el resto de las capitales del mundo encontrarían el dinero suficiente para hacer algo con respecto a las ciudades interiores del Norte. Pero, por el momento, estaban abocadas a prioridades más importantes y no podían perder el tiempo en decidir lo que debían hacer con esas miles de calles desiertas, cuyas casas tenían capacidad para tres familias y que se encontraban en la mayoría de los pueblos y ciudades del Norte. Mientras tanto, los tablones de madera clavados sobre puertas y ventanas seguían pudriéndose, la pintura gris se caía, las tejas grises se desprendían de los tejados, los pórticos se iban desvencijando y los ventanales grises se abrían como bocas. Afortunadamente, el viento rompía aquel silencio. Aullaba entre los alambres y lanzaba quejidos entre los angostos boquetes. De vez en cuando, un breve sollozo surgía de su poderosa garganta mientras reunía el aliento necesario para volver a ulular; luego seguía murmurando mientras barría las hojas congeladas y las latas vacías, amontonándolas; resonaba como un trueno contra el tanque de hierro vacío situado junto al bar clausurado de Abie, el de la esquina de Maple.
El doctor Joshua Christian era un típico habitante de Holloman. Allí nació, creció, se educó, y no concebía la posibilidad de vivir en otra parte. Amaba ese lugar, amaba Holloman por encima de todo. No importaba si éste era un rincón desierto, despreciado por todos, feo o antieconómico. Él seguía amando a su ciudad; Holloman era su hogar. De alguna manera, allí se había formado, había vivido la ciudad en su última agonía, y ahora simplemente estaba vagando a través de sus despojos desecados.
A la luz del atardecer todo era gris: las hileras de casas desiertas, las calles, los árboles desnudos y el cielo. He trabajado sobre el mundo y el mundo será gris. El color del no color; el compendio del dolor; la forma de la soledad; la quintaesencia de la desolación… Joshua, no uses el color gris, ni siquiera mentalmente.
Mejor, mucho mejor. Al internarse más en Elm, observó que ocasionalmente había alguna casa ocupada. Las viviendas habitadas parecían sutilmente menos arruinadas, pero básicamente, tanto las casas desiertas como los habitantes ofrecían el mismo aspecto. Todas tenían las ventanas y puertas claveteadas con tablones, a través de los cuales no se alcanzaba a vislumbrar el menor atisbo de luz, si bien los porches y galerías de las casas habitadas habían sido barridos, las malezas arrancadas, y las partes laterales habían sido recubiertas de un aluminio extragrueso, que les daba un particular aspecto de renovación y frescura.
Las dos casas del doctor Christian tenían capacidad para tres familias cada una y estaban ubicadas en la calle Oak, a la vuelta de la esquina de la calle Elm, justo detrás de la unión de esta calle con la carretera 78, aproximadamente a tres kilómetros de la oficina central de Correos de Holloman, a la cual se dirigía en esa tarde gris para enviar su correspondencia y ver si había cartas en su buzón, pues el cartero ya no recorría la ciudad.
Al acercarse caminando por la vereda a los números 1.045 y 1.047 de la calle Oak, bajo los árboles centenarios cuyas raíces asomaban por entre las baldosas, el doctor Christian se detuvo automáticamente a examinar sus residencias. Perfecto. No se veía luz alguna. Ver luz desde el exterior significaría que entraba aire, aire frío e indeseable. La apertura y cierre de la puerta trasera y el inútil tiro de la chimenea eran más que suficientes para renovar el aire, indispensable pero congelado. Ambas casas eran grises, como casi todo el resto, y habían sido edificadas, al igual que la mayoría, a finales del siglo xx para alojar a tres grupos independientes de inquilinos. Sin embargo, sus dos casas estaban unidas a la altura del segundo piso por un pasadizo y habían sido restauradas con un propósito distinto del original. En el número 1.045 instaló su clínica y en el 1.047 vivía toda su familia.
Satisfecho al ver que todo estaba en orden, cruzó la calle sin molestarse en mirar a ambos lados, ya que en Holloman no circulaban coches y por la calle Oak no pasaba ninguna línea de autobús, con lo cual casi un metro de nieve se amontonaba a lo largo de la calle, adonde era arrojada cada vez que limpiaban las veredas.
Se accedía al 1.045 y al 1.047 por las puertas traseras. El doctor Christian pasó por debajo del puente que comunicaba ambas viviendas y dobló hacia el 1.047; no esperaba a ningún paciente y no quería tentar al destino entrando por el 1.045.
Hacía ya mucho tiempo que habían sido cerrados el pequeño rellano, donde anteriormente terminaba la escalera de la puerta trasera y la sólida puerta, por encima de los escalones. Metió la llave en la cerradura y entró en el cubículo que contenía una zona de aislamiento muy necesaria contra el mundo inclemente. Otra llave y otra puerta le condujeron al vestíbulo exterior original, donde colgó su sombrero de piel, la bufanda, el abrigo, y se quitó las botas. Después de ponerse las zapatillas abrió una tercera puerta, que no estaba cerrada con llave y se encontró por fin dentro de su casa.
Mamá estaba en la cocina, frente al horno, como de costumbre. Teniendo en cuenta su carácter y la clase de vida y ocupaciones que había elegido, debería haber sido una mujer regordeta de sesenta y tantos años, con la cara surcada de arrugas y tobillos gruesos. Al pensar en esa ridiculez, el doctor lanzó una carcajada y ella se volvió sonriente, tendiéndole los brazos en un generoso gesto de bienvenida.
– ¿Qué te ha hecho tanta gracia, Joshua?
– Me estaba divirtiendo con una especie de juego mental.
Como era madre de varios psicólogos, el contacto familiar con ellos hacía que, en muchas ocasiones, pareciera más inteligente y culta de lo que realmente era, como en ese momento, en que en lugar de preguntar: «¿Un juego? ¿Qué juego?», preguntó: «¿Qué clase de juego?»
Él se sentó en una esquina de la mesa balanceando el pie y examinó el frutero hasta encontrar una manzana que le pareciera apetitosa.
– Estaba pensando -explicó entre bocado y bocado- que tu aspecto no se parece en nada a tu forma de vida. -Le sonrió y entrecerró los ojos en un gesto burlón-. Ya sabes a qué me refiero: una mujer vieja y poco atractiva, marcada para siempre por una vida sacrificada.
Ella tomó el comentario con buen humor y lanzó una carcajada. El rostro se le arrugó deliciosamente y se dibujaron unos hoyuelos en sus mejillas. Sus labios, que nunca había pintado, se abrieron mostrando una dentadura perfecta, y sus grandes ojos azules, curiosamente atractivos como los de todos los miopes, brillaron bajo las largas pestañas oscuras. No se vislumbraba una sola hebra plateada en su cabello dorado como el trigo, que era grueso, ondulado, brillante y largo, y que ella recogía sencillamente en un moño a la altura del cuello.
Contuvo el aliento, una vez más estupefacto, al comprobar que su madre seguía siendo la mujer más hermosa que había visto en su vida, aunque ella no fuera consciente de ello o, por lo menos, así lo creía él. No, ciertamente, no había vestigio de vanidad en su cuerpo. Y aunque él tenía ya treinta y dos años, a ella le faltaban cuatro meses para cumplir cuarenta y ocho. Se había casado siendo apenas una criatura. Decían que había amado apasionadamente a su padre, un hombre mucho mayor que ella, y que, deliberadamente, había hecho todo lo posible por quedar embarazada para vencer los escrúpulos que a él le causaba casarse con una jovencita tan hermosa. Resultaba reconfortante comprobar que tampoco su padre había logrado resistirse a los encantos de su madre.
Joshua Christian tenía sólo un vago recuerdo de su padre, ya que éste había muerto cuando él tenía apenas cuatro años, y el doctor nunca supo con seguridad si realmente le recordaba o si le veía retratado en el espejo de las múltiples historias que le contaba su madre. Él era el vivo retrato de su padre, pobre tipo, ¿qué diablos tendría para que su madre estuviera tan enamorada de él? Era muy alto y delgado, de cabello oscuro, ojos negros, con uno de esos rostros de mejillas hundidas y nariz grande y aguileña.
Volvió a la realidad sobresaltado y se dio cuenta de que su madre le observaba con ojos llenos del amor más simple y puro, tanto que jamás le resultaba una carga, sino que lo aceptaba sin miedo ni culpa.
– ¿Dónde están todos? -preguntó acercándose a la cocina para poder conversar más cómodamente con ella.
– Todavía no han vuelto de la clínica.
– Realmente, pienso que deberías dejar ciertos trabajos domésticos para las chicas, mamá.
– No es necesario -contestó ella con firmeza. Era un tema que surgía a cada instante-. Las chicas deben estar en el 1.045.
– Pero esta casa es demasiado grande para que tú sola te encargues de todo.
– Lo que complica el manejo de una casa son los niños, Joshua, y en esta casa no hay niños. -Lo dijo con un tono de voz levemente triste, pero tratando de eliminar cualquier tono de reproche. En seguida hizo un esfuerzo visible por sobreponerse y siguió hablando animadamente-. Además, no tengo que limpiar el polvo, cosa que debe ser la única ventaja de estos inviernos modernos. Es absolutamente imposible que entre polvo en casa.
– Me siento orgulloso de que seas tan optimista, mamá.
– ¿Te imaginas el mal ejemplo que daría a tus pacientes si me quejara? Algún día James y Andrew tendrán hijos y yo volveré a estar en mi elemento, porque pronto volverán a ser necesarias las madres en el 1.045 y, después de todo, yo soy la que tengo más experiencia en este sentido. Pertenezco a la última generación afortunada, tuve la libertad de tener todos los hijos que quise y te aseguro que hubiera deseado tener docenas de ellos. Di a luz a cuatro en cuatro años y si tu padre no hubiera muerto, habría tenido muchos más. Y ésa es una bendición que siempre tengo presente, Joshua.
El doctor permaneció en silencio, aunque ardía en deseos de contestarle: «¡Oh, mamá, qué egoísta fuiste!» Cuatro hijos. «El doble de seres humanos de lo que sumabais tú y papá, en una época en que el resto del mundo las parejas no sólo no tenían cuatro hijos, sino que se conformaban con uno solo, y cada vez había más gente que se preguntaba escandalizada por qué en Norteamérica podíamos seguir teniendo todo lo que quisiéramos. Ahora tus cuatro hijos debemos pagar por tu ceguera y tu falta de previsión. Ésa es la verdadera carga que llevamos sobre los hombros, no el frío ni la falta de comodidades o de intimidad cuando viajamos, ni siquiera las estrictas normas, tan lejanas al corazón de cualquier norteamericano de verdad. Nuestra verdadera carga son los hijos. O, más bien, el no poder tenerlos.»
Sonó el interfono.
La madre del doctor contestó antes de que él llegara a hacerlo, escuchó un instante y, tras pronunciar unas palabras de agradecimiento, cortó la comunicación.
– Dice James que si no estás muy ocupado, le gustaría que fueras hacia allí. Ha venido la señora Fane con otra de las Pat-Pat.
Probablemente debería ver a James antes de reunirse con la señora Patti Fane y la otra Pat-Pat, así que decidió subir un piso y pasar al 1.045 por el puente, evitando así la sala de espera.
Como era previsible, James le esperaba al final del pasadizo.
– No me digas que ha recaído, porque no lo creería -comentó el doctor Christian mientras caminaba con su hermano hacia su consultorio, situado en la parte delantera del segundo piso.
– Al contrario, lo ha superado estupendamente bien -comentó James.
– Entonces, ¿cuál es el problema?
– La haré subir. Ella te lo explicará mejor personalmente.
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