Cuando James hizo pasar a la señora Patti Fane al consultorio, el doctor Christian no estaba sentado detrás del enorme escritorio que ocupaba por completo un ángulo de la habitación, sino en el sofá destartalado, más amistoso y acogedor.
– ¿Qué sucedió? -preguntó él sin más preámbulos.
– ¡Fue un desastre! -contestó la señora Fane, sentándose al otro extremo del sofá.
– Cuéntemelo.
– Bueno, todo empezó bien. Después de cuatro meses de ausencia, todas las chicas se alegraron de verme y les impresionó la tapicería que había hecho. Milly Thring -creo que nunca le he comentado lo tonta que es- no logró reponerse cuando se enteró de que estoy ganando dinero haciendo restauraciones para anticuarios.
– ¿Y fue usted la causante del desastre?
– ¡Oh, no! Mientras les iba explicando esto, todo fue bien, hasta que les conté que la causa de mi depresión fue la carta que recibí de la Oficina del Segundo Hijo, notificándome que no había tenido suerte en el sorteo.
Aunque la estaba observando atentamente, no detectó en ella una verdadera angustia cuando se refirió a esta amarga desilusión. ¡Espléndido! ¡Espléndido!
– ¿Mencionó que yo la estaba tratando?
– ¡Por supuesto! En cuanto les di la noticia, Sylvia Stringman intervino con sus comentarios de siempre. Según ella, es usted un charlatán porque Matt Stringman, el mejor psiquiatra del mundo, asegura que usted es un charlatán. Dice que yo debo estar enamorada de usted, porque, de lo contrario, me daría cuenta de la verdad. En serio, doctor, no sé cuál de los dos es más imbécil, si Sylvia o su marido.
El doctor Christian contuvo una sonrisa y siguió observando a su paciente, que en ese día había vivido su primera prueba de fuego, pues desde que cayera en la depresión, era la primera vez que se había atrevido a asistir a una reunión de las Pat-Pat.
La habían elegido socia de honor de la tribu de las Pat-Pat, si podía definirse de esa manera a ese grupo de mujeres, que tenía más o menos la misma edad; cinco mujeres llamadas Patricia, que eran grandes amigas desde el día en que el destino las reunió en la misma clase de la Escuela Secundaria de Holloman. La confusión resultante fue tan grande que sólo permitieron que la mayor de ellas -Patti Fane, entonces Patti Drew- conservara el típico diminutivo de las Patricias. Y aunque las siete Pat-Pat eran muy distintas de carácter, aspecto físico y antecedentes étnicos, esa casualidad bautismal las unió en un grupo tan estrecho que desde entonces nada consiguió separarlas. Todas continuaron sus estudios en Swarthmore y después todas se casaron con altos ejecutivos o profesores de la Universidad de Chubb. A lo largo de los años continuaron reuniéndose una vez al mes, ofreciendo sus casas por turno para esas reuniones. Y eran tan fuertes los lazos afectivos que las unían, que sus maridos e hijos pasaron a engrosar las filas de las Pat-Pat en calidad de tropas auxiliares y aprendieron a aceptar con resignación la fuerte solidaridad Pat-Pat.
Patti Fane -catalogada como Pat-Pat primera por el doctor- había llegado a su consultorio tres meses antes, presa de una honda depresión, que comenzó cuando extrajo una bola azul -perdedora- en el sorteo de la Oficina del Segundo Hijo, un fracaso que le resultó más duro de soportar porque ya había cumplido los treinta y cuatro años y, por lo tanto, iba a ser borrada de la lista de madres potenciales de un segundo hijo de la Oficina. Afortunadamente, cuando el doctor consiguió traspasar las defensas externas de su depresión, encontró a una mujer cálida y sensata, dispuesta a entrar en razones y fácilmente orientable hacia pensamientos más positivos. En realidad, ése era el caso de la mayoría de sus pacientes, porque sus problemas no eran imaginarios, sino demasiado reales y sólo se solventaban cuando los razonamientos se apoyaban en la fortaleza de espíritu.
– Le aseguro que cuando les conté el motivo de mi depresión fue como si removiera un nido de podredumbre -continuó diciendo la señora Patti Fane-. Me gustaría saber por qué las mujeres son tan reservadas cuando piden permiso a la OSH para tener un segundo hijo. Doctor, todas las Pat-Pat hemos estado presentando esa solicitud anualmente. Pero ninguna de nosotras lo había admitido abiertamente una sola vez. Y, ¿no le parece increíble que ninguna de nosotras haya conseguido extraer una bola roja? A mí me resulta sorprendente.
– No es de extrañar -contestó él en un tono bondadoso-. En la OSH las probabilidades del sorteo son de diez mil a una, y ustedes no son más que siete.
– Pero todas disfrutamos de una buena posición económica; hemos superado con éxito todas las pruebas médicas desde nuestra boda; tuvimos ya nuestro primer hijo y no olvide que todo ello suma muchos puntos a nuestro favor.
– Sí, pero, a pesar de todo, las probabilidades son pocas, Patti.
– Hasta hoy -contestó ella con un deje de amargura-. Es curioso, pero en cuanto la vi entrar tuve la impresión de que Margaret Kelly parecía increíblemente orgullosa de sí misma. Por supuesto, al principio todas se interesaron por saber cómo estaba yo y qué me había sucedido, y no hacían más que maravillarse de mi curación, de cómo había superado la crisis y de mi buen estado de ánimo. -Se detuvo para sonreír al doctor Christian con sincera y afectuosa gratitud-. Realmente doctor, si no hubiese oído a esas dos mujeres hablar de usted en Friendly, no sé qué habría hecho.
– Y ¿qué pasó con Margaret Kelly? -preguntó él.
– Sacó una bola roja.
Él comprendió y le hubiera podido describir detalladamente todo lo que sucedió a continuación, pero se limitó a asentir, alentándola a que contara la historia a su manera.
– ¡Dios mío! En mi vida había visto cambiar con tanta rapidez a un grupo de mujeres. Estábamos tomando café y conversando tranquilamente como solíamos hacer siempre hasta que, de repente, Cynthia Cavallieri -ese día estábamos reunidas en su casa- miró a Margaret Kelly y le preguntó por qué ponía esa cara de gatita que ha conseguido su plato de crema. Margaret explicó que acababa de recibir una carta de la OSH, en la que le comunicaban que estaba autorizada a concebir un segundo hijo. Seguidamente, sacó de su bolso un fajo de papeles; cada página estaba sellada con varios tampones oficiales. Supongo que la OSH debe hacer todo lo posible para evitar la falsificación de permisos y esas cosas.
Patti Fane se detuvo para evocar la escena de la sala de estar de Cynthia Cavallieri; se estremeció primero; luego, se encogió de hombros.
– Todas guardaron absoluto silencio -continuó diciendo-. Hacía frío en la habitación, pero le aseguro que, en cuestión de pocos segundos, la temperatura bajó a varios grados bajo cero. Entonces Daphne Chornik se levantó de un salto. ¡Jamás la había visto moverse con tal rapidez! En un segundo se plantó frente a la pobre Margaret, le arrancó los papeles de las manos y yo… yo nunca había oído hablar así a Daphne. Quiero decir que entre nosotras siempre nos burlamos un poco de ella porque iba tan a menudo a la iglesia y siempre nos sermoneaba acerca de las buenas acciones, y la verdad es que teníamos que medir nuestras palabras cuando ella andaba cerca. Pero en ese momento rompió en pedazos los papeles de la OSH, mientras acusaba a Nathan Kelly de haber utilizado sus influencias en Washington, porque además de ser presidente de Chubb, algún antepasado suyo había llegado en el Mayflower. Después dijo que era ella quien debía haber sido elegida por la OSH, porque habría educado a su segundo hijo en el temor y en el amor a Dios, como había hecho con Stacy, mientras que Margaret y Nathan no le enseñarían más que a ser un ateo. Añadió que nosotras vivíamos de una forma profana y malvada, que desafiábamos las leyes de Dios, que nuestro país no tenía el menor derecho a firmar el Tratado de Delhi y que no comprendía cómo Dios había permitido que sus representantes espirituales apoyaran ese tratado. Y, acto seguido, comenzó a vomitar las peores palabras que se pueda imaginar y que nunca sospeché que ella conociera. ¡Si usted supiera lo que dijo del pobre Gus Rome, del Papa Benedicto y del reverendo Leavon Knox Black!
– ¡Muy interesante! -comentó el doctor Christian, sintiendo que en ese momento ella esperaba que le diera alguna opinión.
– En ese momento, Candy Fellowes se puso en pie de un salto y empezó a atacar a Daphne. Le dijo que quién se había creído que era y que con qué derecho atacaba a Gus Rome, que era el mejor Presidente de todos los tiempos. Después empezó a decir a voz en grito que despreciaba a los beatos porque no era más que un hato de hipócritas que se agujereaban las medias de tanto rezar arrodillados, pero que después, no dudaban en pisar a cualquiera con tal de ganar un dólar o de ascender un poco en la escala social. ¡Dios mío! Creí que iban a sacarse los ojos.
– ¿Y se los sacaron?
Patti Fane se mostró muy satisfecha.
– ¡No, yo lo impedí, yo, doctor! ¿No le parece increíble? Las obligué a tomar asiento y tomé la voz cantante. Les dije que se estaban portando como niñas y que me avergonzaba de ser miembro de las Pat-Pat. Y entonces salió a relucir la verdad: todas habíamos enviado anualmente la solicitud a la OSH. Les pregunté por qué se avergonzaban de tratar de tener otro hijo y de que se les denegara.
– Entonces, me imagino que debe vivir con un tremendo agobio.
– Así es, ése es el problema. Es la mujer del presidente de Chubb, vive en una casa inmensa, tiene servicio, tiene un coche permanentemente a su servicio y la semana pasada cenó en la Casa Blanca. Las Pat-Pat son su único contacto con el mundo exterior, tal vez no desde el punto de vista económico, pero estamos en una situación más privilegiada que el resto del mundo. Y yo pensé que a Margaret podía hacerle mucho bien hablar con usted.
Él se inclinó hacia delante.
– Patti, ¿cree que podría contestarme con sinceridad a una pregunta dolorosa?
La seriedad del tono del médico apagó por un instante el júbilo de la paciente.
– Lo intentaré.
– Si Margaret Kelly le preguntara, si usted cree que ella debe o no concebir ese hijo que le acaban de autorizar, ¿qué le contestaría?
Era una pregunta dolorosa, pero ya había quedado atrás esa época en que se pasaba las veinticuatro horas del día mirando fijamente a una pared, tratando de encontrar el método más seguro para matarse. Y lo único importante era que esa época ya no se repetiría.
– Le contestaría que siguiera adelante y que concibiera a su hijo.
– ¿Por qué?
– Porque ha sido una buena madre para Homer y porque vive lo suficientemente aislada como para estar protegida del despecho y del rencor de las demás.
– Muy bien. ¿Y si en lugar de tratarse de Margaret Kelly fuese Daphne Chornik?
Pati frunció el entrecejo.
– No lo sé. Yo creía leer en Daphne como en un libro abierto, pero hoy me resultó una revelación. Así pues, la verdad es que… no sé que contestarle.
Él asintió.
– ¿Y si la afortunada hubiese sido usted? Después de vivir su depresión y de ver la reacción que tuvieron las Pat-Pat, ¿qué cree que hubiera decidido?
– ¿Sabe que tal vez hubiera roto la autorización de la OSH? No estoy en una mala situación económica, mi marido es un buen hombre y a mi hijo le va muy bien en el colegio, pero francamente, no sé si hubiera podido soportar el dolor de las demás. Hay muchas Daphne Chornik por ahí.
El doctor suspiró.
– Lléveme con Margaret.
– ¡Pero si vino conmigo!
– Claro, quiero decir que me acompañe a la sala de espera y me la presente. Ella no me conoce a mí, la conoce a usted. Por lo tanto, no puede confiar en mí y, en cambio, confía en usted. Sea el puente para que me conozca y pueda confiar en mí.
De todos modos, fue un puente muy corto. El doctor entró en la sala de espera de la mano de Patti Fane y se acercó directamente a la pálida y bonita mujer que aguardaba en la silla del rincón.
– Margaret, querida, éste es el doctor Christian -dijo Patti.
Él tendió sus manos a Margaret sin pronunciar una palabra. Ella las tomó sin pensarlo dos veces y pareció estupefacta al descubrir que esa unión física era un hecho.
– Querida, creo que usted no necesita hablar con nadie -dijo él sonriéndole-. Vuelva a su casa y tenga a su hijo.
Ella se levantó, le devolvió la sonrisa y apretó con fuerza sus manos.
– Lo haré -afirmó.
– ¡Espléndido! -exclamó él, soltándole las manos.
Instantes después había desaparecido.
Patti Fane y Margaret Kelly salieron por la puerta trasera y empezaron a recorrer las dos manzanas que las separaban del cruce de la calle Elm con la carretera 78, por donde pasaban los autobuses. Sin embargo, perdieron por pocos segundos el autobús de North Holloman y no les quedó otro remedio que esperar cinco minutos; en invierno, por lo general, no había que esperar más tiempo.
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