– ¡Qué hombre tan extraordinario! -comentó Margaret Kelly mientras se guarecía tras una pared de hielo de tres metros de altura.

– ¿Lo has percibido de veras?

– Sí, ha sido como un shock eléctrico.

El doctor Christian volvió en seguida al 1.047, y estaba de nuevo de pie junto a la cocina conversando con su madre cuando entraron sus dos hermanos acompañados de sus esposas, y su hermana.

Mary era la segunda y su única hermana. A los treinta y un años todavía era soltera. Se parecía muchísimo a su madre y, sin embargo, no era nada bonita. «Carece de atractivo -pensó el doctor-, nunca fue atractiva. ¿Será tal vez lo que suele ocurrirles a las chicas que tienen una madre realmente hermosa? Mirar a mamá y mirar luego a Mary es como ver a mamá en un espejo sutilmente distorsionado.» Mary tenía siempre un gesto agrio. Y, sin embargo, en la clínica, donde trabajaba como secretaria, era maravillosamente bondadosa y dulce con los pacientes y nada le resultaba demasiado pesado.

James era el hijo del medio; Mary se libraba de la desventaja que ello suponía por ser la única mujer. Él también se parecía a mamá, pero de una forma opaca y neutra, al igual que Mary. Miriam, su mujer, era una joven enérgica, alegre y pragmática. Se encargaba de la terapia de grupo y era un pilar de fortaleza para la clínica y hacía muy feliz a James.

Andrew era el niño bueno, papel que el hijo menor de la familia encajaba a la perfección. Era muy parecido a mamá, pero muy masculino, rubio como un ángel y duro como una roca. Resultaba extraño que se relegara siempre a un segundo plano. Martha, su mujer, que se encargaba de realizar los tests psicotécnicos en la clínica, era varios años mayor que él y la apodaban Mouse, porque realmente parecía una ratita. Era dulce y bonita como una ratita y fácilmente asustadiza. A veces, cuando Joshua se encontraba preso de un excéntrico estado de ánimo, se le ocurría imaginarse a sí mismo, no en el papel de un gato, sino de un gigantesco par de manos, listas para asestar el golpe que mataría en el acto a la muchacha.

– ¿Costillas de cordero, mamá? ¡Estupendo! -Miriam era inglesa y muy cuidadosa en sus modales y lenguaje. Inspiraba una especie de temor religioso a los miembros de la familia Christian, no sólo porque era considerada como la mejor terapeuta, sino porque además era una renombrada lingüista. Su broma más reiterada era que no sólo hablaba francés, alemán, italiano, español, ruso y griego, sino también norteamericano, y los Christian la querían tanto, que nunca se atrevieron a decirle que esa broma ya no resultaba graciosa.

Mamá se había encargado de todo, por supuesto. Ella creó ese grupito notablemente eficaz y autosuficiente para que complementara a su hijo mayor y más querido. Independientemente de la profesión que Joshua hubiera elegido, mamá habría incitado a James, Andrew y Mary para que se dedicaran a la misma actividad y pudieran así ayudarle. La medida de su éxito en el lavado de cerebro que había hecho a sus hijos menores se notaba en la elección de esposas hecha por James y Andrew, pues ambos se habían casado con mujeres altamente cualificadas para unirse a la actividad y al grupo familiar. Hacía falta una terapeuta profesional en la clínica y James se casó con una. Andrew se casó con una experta en tests psicológicos, pues la clínica necesitaba una. Ambas mujeres habían asumido encantadas el hecho de que se cediera el primer lugar a mamá y se conformaban con que sus maridos le cedieran el primer lugar a Joshua. Mary nunca se rebeló contra su mediocre destino de oficinista, ni siquiera cuando muchos años atrás Joshua le ofreciera su apoyo frente a mamá para mejorar su posición.

Si el doctor Joshua hubiera advertido alguna señal de descontento, habría pasado por encima de la autoridad de su madre en beneficio de aquéllos a quienes consideraba más como hijos que como hermanos, pues a pesar de que quería y admiraba mucho a su madre, reconocía sus deficiencias y sabía que no era una mujer demasiado inteligente y que a veces le faltaba criterio. Pero nunca se vio obligado a librar una batalla por su familia, pues ninguna tensión había empañado jamás la alegría y la satisfacción que a todos les producía vivir y trabajar juntos. Así que agradecido, no sin cierta perplejidad, Joshua había aceptado la posición de jefe de familia, que su madre le había asignado.

Se sentaron a cenar en el comedor. Mamá se sentó en el extremo de la mesa que quedaba más cerca de la cocina; Joshua, en la cabecera opuesta; a un lado estaban Mary, James y Miriam; al otro Andrew y Martha. Mamá había decidido que no debía hablarse de asuntos de trabajo hasta que la comida hubiera llegado a su fin y se hubiera servido el café y el coñac, regla que todos respetaban escrupulosamente, pero que, de hecho, provocaba largos silencios porque, a excepción de mamá, todos trabajaban en la clínica de la casa contigua y prácticamente no salían de los edificios de la calle Oak. Sólo podía hablarse de temas positivos, con lo cual quedaban igualmente suprimidos los temas de actualidad mundial o nacional, estatal o urbana, porque siempre resultaban depresivos, a menos que en ese día se hubiera llegado a algún hito importante en el largo trayecto hacia el Equilibrio de la Energía de la Población Humana del Mundo.

Todos disfrutaron de la comida porque estaba apetitosa y bien presentada. Mamá era una artista desde el punto de vista culinario y había enseñado a sus hijos a apreciar las cosas refinadas que todavía podían obtenerse. En este sentido, su batalla más difícil la libró con Joshua, al cual nunca le preocuparon demasiado sus necesidades materiales, la comodidad o la autoindulgencia, no porque tuviera tendencias masoquistas, ni porque fuera excesivamente austero: simplemente, eran aspectos de la vida que no le interesaban.

El café y el coñac se servían en la sala de estar, un gran salón que se comunicaba con el comedor a través de una arcada. Se sentaban en semicírculo alrededor de una mesita laqueada en tonos rosados.

Las paredes eran de un blanco satinado; más allá del marco de las ventanas ni siquiera se alcanzaba a ver el alféizar, que había sido retirado para que nadie recordara que por allí, medio año antes, se advertía el espectáculo de la calle. El piso estaba cubierto de baldosas de cerámica y, frente a los sillones, había réplicas sintéticas de alfombras de piel de oveja, pues habían llegado a la conclusión de que con toda el agua que derramaban los domingos, las pieles auténticas correrían el riesgo de pudrirse. Los sofás y sillones estaban tapizados en suaves tonos rosados y verdes, haciendo juego con las mesitas laqueadas.

Había plantas por todos lados, en su mayoría verdes, pero también las había de tonos rojos, rosados y púrpuras. Estaban colocadas sobre pedestales blancos de distintas alturas, caían en cascada o se erguían extendiendo delicadamente sus ramas por doquier. Y cada hoja, palma o zarcillo resplandecían bajo la brillante luz blanca, que entraba a través del cielorraso. En primavera, la casa se convertía en una explosión de flores: los largos tallos de las orquídeas se arqueaban entre los jacintos y los narcisos; había veinte clases diferentes de begonias en flor, ciclámenes, gloxíneas y violetas africanas, una mimosa completamente cubierta de pequeñas bolitas doradas, y por toda la casa se expandía la fragancia de los azahares de los naranjos en flor, de los jazmines y las gardenias. En verano empezaban a florecer los hibiscus, que conservaban la flor a lo largo del otoño y hasta principios del invierno, junto con la buganvilla rosada, que se adhería al enrejado de la pared frontal de la sala de estar. En pleno invierno desaparecían las flores, pero aun así las plantas mantenían su esplendor y sus tonos verdes, como si no sintieran la necesidad de exhibir una gloria mayor.

El aire siempre era fragante y dulce y se establecía una relación simbiótica respiratoria; el dióxido de carbono alimentaba a las plantas, el oxígeno a los seres humanos, y cada uno inhalaba lo que el otro exhalaba. La planta baja era siempre mucho más calentita que el primer piso, donde se encontraban los dormitorios, porque las plantas producían calor, al igual que la luz fluorescente, en constante funcionar miento. En ese piso consumían casi toda la preciosa ración de electricidad y casi todo el gas que les estaba permitido consumir para calefacción, que ahorraban para las épocas en que el frío era tan intenso, que sólo la energía radiante conseguía mantener vivas a las plantas. Durante el día, vivían en ese piso; los dos pisos superiores eran exclusivamente para dormir.

La familia dedicaba todo el domingo a las plantas, las regaban, las nutrían, las lavaban y podaban las hojas secas, curaban sus heridas y combatían las pestes. Todos disfrutaban enormemente con ese cambio en la rutina diaria y no les parecía una fastidiosa obligación, pues sentían que sus trabajos eran premiados. Los domingos, las plantas más sufridas que habían pasado la semana en la clínica, eran trasladadas a la planta baja del 1.047 y, remplazadas por otras en el 1.045.

Pero ese día había sido el más desagradable del mes para el doctor Joshua. Era el día que dedicaba a rellenar todos los formularios para enviarlos a Holloman, Hartford y Washington para satisfacer el apetito burocrático de papeles y más papeles; la jornada en que debía pagar todas las cuentas y revisar los libros. En ese día, que él llamaba de expiación, no solía visitar la clínica, pero aquel día la inesperada crisis de las Pat-Pat a última hora había distraído su atención, y deseaba saber qué opinaban los demás respecto a los últimos acontecimientos ocurridos en casa de la quinta integrante del clan Pat-Pat.

Mamá le sirvió el café y James la copa de coñac. La comida, incluso la de mamá no interesaba demasiado al doctor, en cambio, mientras cerraba los ojos para saborear su coñac «Napoleón», pensó que sin duda la combinación del buen café y el coñac caldeaba el cuerpo, desde el estómago hasta el extremo de la espina dorsal. En esas épocas era el mejor preludio para la cama, lo que posiblemente explicaba el incremento en el consumo de bebidas fuertes después de las comidas, producido en los últimos años, y el descenso en el consumo de esas bebidas antes de las comidas.

Su bisabuelo y su abuelo paterno habían sido comerciantes mayoristas de vinos y coñacs franceses, así como entusiastas bebedores, y habían construido en esas épocas importantes bodegas familiares. Con el paso de los años, los vinos desaparecieron, porque resultaba imposible mantener las botellas a la temperatura constante que necesitaban; un sótano frío las deterioraba tanto como una alacena demasiado calurosa. Sin embargo, el coñac logró sobrevivir y, a pesar de que los glaciares iban descendiendo a través de Canadá, Rusia, Escandinavia y Siberia a una velocidad vertiginosa, Francia todavía conseguía producir coñac y armañac la mayoría de los años, de tal modo que las bodegas del doctor Christian se mantenían bien surtidas. En la actualidad, la familia no consumía demasiado vino, pues el coñac le resultaba mucho más provechoso.

– Nuestra Pat-Pat tuvo hoy un éxito resonante -comentó el doctor Christian.

– ¡Ya lo creo! -exclamó Miriam, con orgullo.

– Le di de alta.

– Me parece perfecto. ¿Te comentó que ella y su marido van a solicitar que les reubiquen? Por lo visto, hace tiempo que «Texas A & M» quiere contratar a Bob, pero él se aferraba a Chubb alegando los motivos de siempre: que sólo las ratas abandonan el barco que se hunde, miedo a lo desconocido, la típica desconfianza que sienten los yanquis por cualquier parte del país que no sea Nueva Inglaterra. Por otra parte, a Patti le horrorizaba la idea de ser la primera Pat-Pat que se iba de Holloman, quebrando así la unidad del grupo -comentó Andrew en su habitual tono mesurado.

– Me fascinan las Pat-Pat -dijo James-. Es raro encontrar a un grupo de mujeres que antepongan la amistad a su matrimonio. Gracias a Dios que una de ellas ha conseguido ver el grupo de una forma más objetiva. Y una reubicación será la mejor manera de liberarse. Me sorprende que ninguno de sus maridos haya pensado antes en la reubicación como una forma de solucionar el problema.

– La reubicación es un paso muy trascendente -comentó Mary con aire pensativo-. Comprendo que hayan dudado. No olvidéis que son gente de Chubb, de los pies a la cabeza.

El doctor Christian hizo caso omiso de los comentarios de James y Mary y reaccionó ante la noticia que le acababa de dar Andrew.

– No, Andrew, Patti no me comentó que hubieran solicitado la reubicación. ¡Me alegro muchísimo por ella y la aplaudo! Ya era hora de que antepusieran las necesidades y el bienestar de su familia a las del grupo de las Pat-Pat. ¿Llegó a admitir que le daba miedo ser la primera en romper la unidad del grupo?