En un primer momento pensó que la sombra que se reflejaba en la pared blanca era la de mamá, y el corazón le empezó a palpitar con rapidez.

Pero era Mary, que estaba junto a la cocina, hirviendo leche en un cazo.

– No te vayas, querida -dijo Mary con voz tierna-. Hazme compañía y yo te prepararé el chocolate.

– ¡Ah, no, no te molestes! De veras, lo haré yo.

– ¿Cómo va a ser molestia si de todos modos estoy preparando una taza para mí? Por cierto, podrías pedirle a Andrew que la preparara él de vez en cuando, para variar. Le malcrías tanto como le malcriaba antes mamá.

– ¡No, no, te aseguro que fui yo quien se ofreció!

– Pero querida, ¿por qué tienes siempre tanto miedo? -Mary sonrió y al ver que empezaba a hervir la leche, añadió el chocolate en polvo, removió bien y, apagó el gas y demostró que había previsto la llegada de Martha sirviendo no una sino tres tazas de chocolate caliente-. Eres una chica realmente encantadora -comentó, poniendo dos de las tazas en una bandeja-. Demasiado encantadora para esta familia. Te aseguro que Andrew no te merece. Y Joshua acabará haciéndote picadillo.

Al oír el nombre mágico de su cuñado, la dulce carita de Martha se iluminó.

– ¡Oh, Mary! ¿No te parece que Joshua es un hombre maravilloso?

En cuanto Martha pronunció ese adjetivo, desapareció toda la animación del rostro de Mary.

– Sí, por supuesto, es un hombre maravilloso -dijo con un tono de cansancio.

Martha notó la reacción de su cuñada y su rostro se oscureció.

– Muchas veces me he preguntado… -empezó a decir. Pero de repente se acobardó, perdió el valor y enmudeció.

– ¿Qué te has preguntado?

– No le tienes simpatía a Joshua, ¿verdad? Mary se puso tensa primero y empezó a temblar.

– ¡Le odio! -exclamó.


Mamá estaba excitada. De alguna manera, ese invierno Joshua había cambiado. Se mostraba más vital, más entusiasta, más seguro de sí mismo, quizás incluso más místico. Tal vez fuera la madurez; sí, debía de haber madurado. Ya tenía treinta y dos años, edad en la que hombre y mujer unían definitivamente su cuerpo y su espíritu. Se parecía mucho a su padre, era uno de esos hombres que daban frutos tardíos. ¡Oh, Joshua!, ¿por qué tuviste que morir? Por fin te estabas convirtiendo en lo que realmente querías, ibas a triunfar después de todo. Y, sin embargo, me sorprendió que no tuvieras la sensatez de encontrar un lugar de vacaciones antes de que la muerte te viniera a buscar.

Pero eso no iba a sucederle a Joshua, pues él era superior a su padre y por sus venas corría también la sangre de ella, y aquí residía su mayor ventaja. Ella era todavía lo suficientemente joven para ayudarle. Sus brazos todavía resistirían muchos años de trabajo y le quedaban toneladas de fuerza espiritual.

Cada noche se encargaba de su cama con tanta eficacia, como se encargaba de la casa durante el día. Primero llenaba la bolsa del agua caliente con agua hirviendo, a pesar de que dijeran que podía perder el tapón. Ella lo enroscaba con tanta fuerza que eso jamás le iba a suceder. Después envolvía la bolsa con una toalla gruesa para que no le quemara la piel y la sujetaba con imperdibles. Luego la colocaba en la parte superior de la cama, donde él apoyaría los hombros, ponía la almohada encima y la tapaba con las mantas. A los cinco minutos de reloj empezaba a mover la bolsa hacia abajo y continuaba haciéndolo cada cinco minutos hasta llegar a los pies. Entonces se quitaba la chaqueta, el jersey, la falda, las enaguas, la camiseta, las gruesas medias de lana y el sujetador y se ponía el camisón transparente que siempre usaba a pesar del frío. Sólo usaba pantalones para salir de casa y se negaba a utilizar los pijamas de felpa. A pesar de que ni tan siquiera lo admitía para sus adentros, cuando hacía demasiado frío padecía cistitis y jamás se hubiera perdonado manchar un pantalón de pijama al tratar de sacárselo en un apuro.

Su última tarea consistía en levantar la ropa de la cama justo lo necesario para meterse debajo, volviendo simultáneamente hacia arriba la parte caliente de la almohada. Se metía en la cama con la velocidad de un rayo, calentita, muy calentita. Era el mayor placer del día, poner a su cuerpo en contacto con un auténtico radiador de calefacción. Y así permanecía tendida, casi paralizada, dejando que el calor le traspasara la piel, después la carne y llegara a los huesos, y se sumía en un estado de éxtasis comparable al de una criatura frente a su golosina preferida. Después con los pies calentitos enfundados en los escarpines de lana, levantaba lentamente la bolsa del agua caliente hasta alcanzarla con las manos y se abrazaba a ese objeto maravillosamente cálido y así permanecía durante el resto de la noche. Por la mañana, usaba ese agua, que aún estaba algo tibia, para lavarse las manos y la cara.

Decididamente, Joshua estaba llegando a su punto de máxima fortaleza. Su hijo mayor era un gran hombre. Desde el día en que se enteró de que lo había concebido, supo que aunque tuviera otros hijos, ése sería el más importante. Y dedicó toda su vida y la de sus otros hijos al mismo objetivo: ayudar a su primogénito a cumplir su destino.

Tras la muerte de Joshua, todo le resultó espantosamente difícil, no desde el punto de vista económico, pues heredó el dinero de su familia, sino porque le faltaban aptitudes para hacer de padre y de madre a la vez. Sin embargo, logró salir adelante, en parte gracias a la ayuda de Joshua, al cual le asignó el rol de padre de los demás. Y sin duda eso hizo madurar a Joshua, porque desde niño se vio obligado a asumir el papel de hombre. Su hijo mayor no solía evadir las responsabilidades ni quejarse.

Joshua se disponía a acostarse en el gran dormitorio situado en la parte delantera del segundo piso, que compartía con su madre y su hermana, mientras que el tercero quedaba para sus dos hermanos casados. Su madre solía ponerle una bolsa de agua caliente en el centro de la cama, pero él la empujaba hasta los pies y permanecía tendido sin sentir el frío, ni siquiera en esas noches de treinta grados bajo cero, cuando despertaba con el cabello congelado sobre la almohada. A diferencia de su madre, usaba pijamas de felpa y un par de medias gruesas; no había gorro de dormir que se aguantara toda la noche sobre su cabeza: su sueño era tan agitado que su madre había llegado al extremo de coserle la ropa de cama a la altura de los pies, convirtiéndola en una especie de saco de dormir mucho más incómodo y estrecho que los edredones que usaban los alemanes y la mayoría de la gente.

Alguien debía decírselo a toda esa gente azorada que vagaba por allí afuera, temerosa en ese nuevo mundo intimidante: Ya que no pueden tener hijos, cultiven plantas en invierno y verduras en verano, ocupen sus manos en la artesanía y desafíen a la inteligencia de sus cerebros. Y si el Dios de la Iglesia en que ha sido educado ya no parece tener la menor relación con usted y sus sufrimientos, tenga el valor de salir a buscar su propio Dios. Pero no pierda el tiempo lamentándose, ni maldiga a un gobierno, al que no le quedó elección posible y que se vio obligado a tomar las medidas, cuyas consecuencias sufrimos ahora. Piense solamente que puede vivir y mantener viva a Norteamérica si les lega a los niños del futuro unos valores y un sueño hechos a medida para ellos. No desee lo que pudiera haber sido, lo que su madre y su abuela tuvieron en abundancia y su bisabuela en exceso, porque poder tener un hijo es infinitamente mejor que no poder tener ninguno. Uno es más que cero. Uno es la belleza. Uno es el amor. Un hijo perfecto vale más que cien genéticamente imperfectos. Uno es uno es uno es uno es uno es uno…

Capítulo 2

Había nevado un poco, pero no lo suficiente como para entorpecer el tránsito de los autobuses y la temperatura era lo suficientemente normal como para impedir que la gente se congelara al emprender una caminata.

La doctora Judith Carriol estaba sentada en medio del autobús frío y lleno de aire viciado, envuelta en sus pieles, que resultaban demasiado calurosas, pero también era una buena barricada contra los empujones del hombre que se apretaba contra sus muslos. Su parada se acercaba y levantó su mano enguantada para tirar del cordón del timbre y después se puso en pie para enfrentarse al hombre en una batalla directa. Sin duda él no estaría dispuesto a dejarla pasar por su lado sin molestarla. En ese momento, él trataba de introducir la mano por debajo de las pieles mientras miraba a otro lado con aire inocente. El autobús redujo velocidad. El pie de la doctora encontró el del individuo y descargó sobre sus dedos un fuerte pisotón con su tacón alto. Tuvo que admitir que el sujeto no era débil, pues ni siquiera gritó, sólo alejó el pie y retiró su cuerpo del de ella. Desde el pasillo, Judith se volvió a mirarle con expresión triunfante y bajó en su parada.

¡Ah, si pudiera tener un coche! Ello supondría el aislamiento completo contra los abusones que acechaban a las mujeres en los autobuses. Cuando un hombre subía a un autobús vacío y se sentaba junto al único asiento ocupado por una mujer, ella podía imaginarse que le esperaba un viaje incómodo, por no decir otra cosa. Y era inútil pedir ayuda al conductor, pues siempre se desentendían.

Como cabía la posibilidad de que en el último momento el hombre bajara también del autobús, Judith permaneció en la vereda con aire agresivo y no se movió hasta que el vetusto vehículo arrancó. A través de la sucia ventanilla su agresor le dirigió una mirada relampagueante, y ella alzó la mano, a modo de burlón saludo. Estaba a salvo.

El Ministerio del Medio Ambiente ocupaba toda una manzana. El autobús la había dejado en la calle North Capítol, cerca de la calle H, pero la entrada que ella utilizaba se encontraba en la calle K, así que debía recorrer la calle North Capítol, pasar junto a la entrada principal y doblar por la calle K.

Cuando pasó frente a la entrada principal, a pesar de que era una mujer alta, elegante y bien vestida, la multitud que se aglomeraba en la vereda ni siquiera la miró; tenían los ojos clavados en algo que había sobre el suelo. Les miró de soslayo y apenas advirtió que las fuerzas de seguridad se estaban ocupando de un nuevo caso de suicidio. Los desesperados solían dirigirse siempre a los alrededores del Ministerio del Medio Ambiente para plantear sus casos de la forma más dramática que conocían, porque estaban convencidos de que todo era culpa del Medio Ambiente y que, por lo tanto, el Ministerio debía ver con sus propios ojos hasta qué extremos de agonía les conducían. La doctora Carriol no sintió curiosidad por saber si se había ahorcado o si se había cortado las venas, si se trataba de un caso de envenenamiento o de drogas, de una bala certera o de algún método más novedoso. Su labor consistía en lograr que desaparecieran los motivos que llevaban a la gente a poner fin a sus vidas sobre los blancos escalones del edificio. Éste era un trabajo que le había encomendado el mismo Presidente.

Su puerta de entrada poseía una cerradura accionada por la voz, y la frase que debía pronunciar cambiaba cada día, de acuerdo con un código establecido por el mayor bromista de las altas esferas, el mismísimo Harold Magnus, ministro del Medio Ambiente. La doctora Carriol pensó con un deje de amargura que su jefe podría encontrar cosas más útiles en qué ocupar su tiempo. Reconocía que estaba llena de prejuicios contra él. Al igual que a todos los empleados públicos con carrera y años de experiencia, consideraba al ministro como una especie de pesadilla. Eran cargos políticos que nombraba cada Presidente, que nunca ejercían como empleados públicos y pasaban por la previsible secuencia de convertirse de grandes emprendedores en un deshecho inservible, si es que conseguían durar algún tiempo en el cargo. Harold Magnus mantenía aún su posición porque tenía la sensatez de permitir que sus empleados de carrera siguieran adelante con sus tareas, porque interiormente se sentía lo suficientemente seguro como para no pretender obstruirles sin ningún motivo.

– Rumbo a un mar sin sol -murmuró frente al micrófono de la pared exterior del edificio.

La cerradura hizo click y la puerta se abrió de par en par. ¡Qué mierda! Nadie en el mundo era capaz de imitar su voz hasta el punto de engañar a los sistemas electrónicos que la analizaban. No hubiera sido necesario cambiar la contraseña cada día. Le producía la desagradable sensación de no ser más que un títere que se movía a su antojo, obedeciendo al menor capricho de Harold Magnus, y en definitiva, ése era justamente su propósito.

El Ministerio del Medio Ambiente agrupaba a varias secretarías menores, como la de la Energía, cuya existencia se remontaba a la segunda mitad del siglo anterior. Era la niña bonita de ese notable ejecutivo llamado Augustus Rome, que manejó con tanta habilidad al pueblo y a ambas Cámaras del Congreso y que consiguió cumplir cuatro períodos consecutivos como Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica; guió los destinos del país a lo largo de sus épocas más turbulentas, en las que Gran Bretaña pasó a formar parte de la Comunidad Europea, se produjeron las incruentas revoluciones de izquierda que llevaron a todo el mundo árabe a refugiarse bajo el paraguas comunista, la firma del Tratado de Delhi y los reajustes masivos que éste produjo. Algunos afirmaban que Augustus Rome les había vendido; otros sostenían que sólo gracias a su habilidad había logrado mantener y consolidar la esfera de influencia de los Estados Unidos en el hemisferio occidental. Ciertamente, en los últimos veinte años, el mundo occidental había dado un giro hacia los Estados Unidos, a pesar de que los cínicos afirmaban que fue así porque no les quedó otra alternativa.