El Ministerio del Medio Ambiente actual había sido construido en el año 2012, remplazando a las oficinas que hasta entonces se dispersaran por la ciudad. Era el edificio ministerial más grande y estaba provisto de unas modernas instalaciones de conservación de energía. El calor que se desperdiciaba en el sótano del edificio, donde se hallaban las computadoras, provocaba la envidia de los Ministerios de Relaciones Exteriores, Justicia, Defensa, y demás, que en vano intentaban obtener los mismos resultados en edificios que no habían sido construidos teniendo en cuenta esa posibilidad. El Ministerio del Medio Ambiente era completamente blanco para obtener la máxima iluminación; tenía techos bajos para ahorrar espacio y calor; era acústicamente perfecto para evitar la neurosis del ruido y resultaba absolutamente monótono para recordar a los que allí trabajaban que, después de todo, seguía siendo una institución.

La Cuarta Sección ocupaba el último piso por completo y daba a la calle K. En ese piso se encontraban las oficinas del ministro. Para llegar hasta allí, la doctora Carriol subió con agilidad los siete pisos de gélidas escaleras, recorrió varios corredores y se detuvo frente a otra puerta dirigida por el sonido de su voz.

– Rumbo a un mar sin sol.

Y sus palabras tuvieron el efecto mágico de un «ábrete Sésamo». La Cuarta Sección estaba en plena actividad, como siempre. La doctora Carriol prefería trabajar de noche, así que rara vez aparecía por allí antes del almuerzo. La gente que se topaba con ella la saludaba con respeto, pero sin familiaridad, como correspondía. No sólo tenía gran antigüedad en su cargo, sino que era la jefa de la Cuarta Sección. Y ésta era el cerebro del Ministerio. Por lo tanto, la doctora Carriol poseía un inmenso poder.

Su secretario era el hombre con el nombre más cómico de todo el Ministerio: John Wayne. Medía poco más de un metro setenta, era miope y padecía de un leve síndrome de Klinefelter, que le había impedido llegar a la plena madurez sexual, por lo que no le había crecido la barba y hablaba con una voz demasiado infantil. Pero su nombre ya no le resultaba una carga tan odiosa como antes y hacía tiempo que había dejado de lamentar que el propietario original del nombre hubiera sobrevivido a casi todos sus contemporáneos del cine hasta llegar a convertirse en una especie de figura del culto moderno.

John vivía para su trabajo y lo llevaba a cabo de forma increíble, aunque, por supuesto, rara vez llevaba a cabo algunas de las tareas básicas de los secretarios, pues para eso contaba con sus propios secretarios.

Siguió a la doctora Carriol hasta su oficina, donde permaneció en silencio hasta que ella se desembarazó de los metros de piel de marta que la cubrían, y que había adquirido justo antes de dejar de comprar ropa para comprarse una casa. Bajo las pieles lucía un sencillo vestido negro sin alhajas ni más adornos. Su aspecto era sorprendente, aunque no era una mujer bonita ni atractiva, en el habitual sentido de la palabra. Estaba rodeada de un halo de sofisticación y serena elegancia y tenía algo de «intocable» que impedía que su nombre figurara entre la lista de las bellezas del Ministerio. Sus ocasionales citas eran siempre con hombres de gran éxito, extremadamente mundanos y seguros de sí mismos. Se peinaba su cabello ondulado al estilo de Walis Warfiel Simpson, con raya al medio y sujeto por un moño a la altura de la nuca. Sus ojos eran grandes y de párpados pesados y de un extraño tono verde. Su boca era ancha, rosada y bien dibujada. Su piel era muy pálida y no se entreveían venas en su cara ni demasiado color. El contraste de esa palidez con el cabello y las cejas y pestañas negras, le conferían una distinción de la que ella era muy consciente y que utilizaba. Sus manos eran largas y delgadas, de uñas cortas y sin esmalte y movía los dedos como las patas de una araña. Su cuerpo era esbelto, con estrechas caderas y poco busto, y se movía con tal fuerza sinuosa e inesperada celeridad, que en el Ministerio la apodaban la Víbora.

– Hoy es el gran día, John.

– Sí, señora.

– ¿No ha habido modificaciones con respecto a la hora?

– No, señora. A las cuatro en la sala de conferencias.

– Perfecto. No me hubiera sorprendido nada que él hubiese cambiado el horario en el último momento para poder prescindir de mí y estar presente.

– No lo hará, señora. Esto es demasiado importante y su jefe vigila todo muy de cerca.

Se instaló detrás de su escritorio, se volvió en su silla giratoria y bajó la cremallera de sus botas de cuero negro, que remplazó por unos sencillos zapatos negros, de tacón igualmente alto, que estaban cuidadosamente guardados en el último cajón de su escritorio. La doctora Carriol era obsesivamente ordenada y formidablemente eficaz.

– ¿Café?

– ¡Qué idea tan excelente! ¿Hay alguna novedad que deba conocer antes de la reunión?

– Creo que no. El señor Magnus está ansioso por hablar con usted antes de la reunión, pero eso era de esperar. Supongo que se alegra de que por fin se haya terminado la fase preliminar de la Operación de Búsqueda.

– ¡Me alegro muchísimo! A pesar de que ha sido interesante. ¡Pero duró cinco años! ¿Cuánto tiempo hace que te uniste a nosotros, John, tras renunciar a tu puesto en el Departamento de Estado?

– Hace… más o menos dieciocho meses.

– Probablemente hubiéramos tardado menos en organizar todo esto si hubiera contado contigo desde el principio. En medio de ese caos que es el Departamento de Estado, encontrarte fue como tropezar con una mina de oro.

Él se ruborizó un poco y, bajando la cabeza con incomodidad, desapareció por la puerta a la mayor velocidad que pudo.

La doctora Carriol descolgó el auricular de uno de los lados de la centralita beige de su despacho.

– Habla la doctora Carriol. Por favor, señora Taverner, comuníqueme con el ministro.

La conexión no se hizo esperar ni un instante.

– Señor Magnus, habla la doctora Carriol.

– ¡Quiero estar presente! -exclamó el ministro con tono lastimero y casi petulante.

– Señor ministro, mi equipo de investigadores y sus jefes siguen teniendo la impresión de que la Operación de Búsqueda ha sido un ejercicio puramente teórico. Y quiero que sigan creyéndolo, por lo menos, hasta que puedan tener los resultados frente a sus narices, y para eso todavía faltan algunos meses. Pero si usted se presenta hoy en la reunión, olerán a gato encerrado. -Contuvo el aliento al comprender que había dado un paso en falso. «¡Qué imbécil eres, Judith!», pensó, porque cuando se trataba de palabras, no había nadie más rápido que Harold Magnus.

Pero él estaba absorto pensando que había quedado excluido y no lo advirtió.

– Usted simplemente tiene miedo de que yo le revuelva las manzanas antes de que usted pueda señalarme la mejor, porque usted está convencida de que yo elegiría la peor.

– ¡Qué tontería!

– De todos modos, esperemos que la segunda parte del trabajo sea más rápida que la primera. Y me gustaría ocupar todavía este sillón cuando lleguen al resultado final.

– Revisar un pajar de heno siempre lleva más tiempo que colocar las manzanas en un cajón, señor Magnus.

Él sofocó una risita.

– Bueno, manténgame informado.

– Por supuesto, señor ministro -contestó ella con tono obediente, y cortó la comunicación, sonriendo.

Cuando John Wayne entró en la oficina, la doctora miraba pensativamente al teléfono, mordiéndose los labios.


Esa tarde, a las cuatro en punto, la doctora Carriol entró en el salón de conferencias de la Cuarta Sección, acompañada de su secretario privado. Él anotaría todo lo que se dijera utilizando el antiguo sistema taquigráfico, decisión que ambos habían adoptado cuando se trataba de una reunión altamente secreta. Las grabadoras eran demasiado peligrosas; aunque alguien consiguiera apoderarse de las notas taquigráficas, tendría que enfrentarse con la dificultad de interpretar las modificaciones que John Wayne había hecho en los signos. Después él mismo traducía sus notas en una antigua máquina de escribir sin memoria, a la que no se podía adaptar un micrófono, como ocurría con las modernas máquinas de escribir. Luego destruía personalmente sus notas y sus borradores, antes de copiar el informe final para guardarlo en carpetas, en cuya portada se leía «SECRETO».

Era una reunión de muy poca gente. Incluyendo a John Wayne eran sólo cinco personas, ubicadas dos a cada lado de la larga mesa ovalada, presidida por la doctora Carriol, que tendiendo los dedos sobre la pila de expedientes que tenía frente a ella, fue directa al grano.

– Doctor Abraham, doctora Hemingway, doctor Chasen. ¿Están listos?

Todos asintieron con aire solemne.

– Entonces empezaremos por el doctor Abraham. ¿Tu informe, Sam, por favor?

Se puso las gafas para leer y sólo el leve temblor de sus dedos delató el alto grado de excitación en que se encontraba. Adoraba a la doctora Carriol, le estaba infinitamente agradecido por haberle brindado la oportunidad de participar en una operación de esa envergadura y no le resultaba tentadora la idea de tener que volver a dedicarse a actividades más mundanas.

– La carga de mi computadora era de treinta y tres mil trescientos sesenta y ocho al empezar, y he seguido el régimen prescrito para reducir esa cifra a mi selección final de tres personas. Mi investigador jefe seleccionó a las mismas tres personas siguiendo un camino absolutamente diferente al mío. Enumeraré a mis candidatos en mi orden de preferencia. -Se aclaró la garganta y abrió la primera de las tres carpetas que había sobre la mesa, a su mano derecha.

Mientras el doctor Abraham hablaba, se oía un crujir de papeles de las carpetas que iban abriendo los demás.

– Mi primera elección recae sobre el maestro Benjamín Steinfeld. Se trata de un norteamericano de cuarta generación cuyos antepasados eran judíos polacos. Tiene treinta y ocho años, está casado y tiene un hijo de catorce años que acude a la escuela y tiene un diez de promedio. Su comportamiento como marido y como padre es de diez puntos en una escala de uno a diez. Estuvo casado previamente y se divorció dos años después. El juicio fue iniciado por su esposa. Se graduó en la Escuela Musical de Juilliard y en la actualidad es director del Festival de Invierno de Tucson, Arizona, y es el responsable de la serie de conciertos y actividades musicales que la «CBS» ha televisado en todo el país con una audiencia cada vez mayor. Como ustedes sabrán, los domingos dirige en la «CBS» un forum sobre problemas de actualidad con el tacto suficiente como para no exacerbar ni el dolor ni la emoción del pueblo. Es el programa que cuenta con el nivel más alto de audiencia en los Estados Unidos. Estoy seguro de que ustedes le habrán visto, así que no entraré en detalles acerca de la personalidad del maestro Steinfeld, de su habilidad oratoria o de su posible carisma.

La doctora Carriol siguió la exposición de su subordinado en la carpeta que había abierto. Con el entrecejo fruncido, levantó una fotografía del maestro para estudiarla a la luz, analizándola despiadadamente como si nunca la hubiera visto. Examinó la estructura ósea, los labios firmes y bien dibujados, los grandes ojos oscuros y brillantes y el mechón castaño que le caía sobre la ancha frente. Sin duda se trataba del típico rostro de un director de orquesta y se preguntó por qué tendrían siempre tanto pelo colgando.

– ¿Alguna objeción? -preguntó, mirando al doctor Chasen y a la doctora Hemingway.

– Sam, con respecto al primer matrimonio, ¿investigaste los motivos por los que su primera esposa decidió divorciarse? -preguntó la doctora Hemingway, con una expresión de perrito inteligente, que mostraba que estaba disfrutando intensamente de tan esperada sesión informativa.

El doctor Abraham se mostró escandalizado.

– ¡Naturalmente! No hubo ninguna enemistad y el asunto no arroja ninguna sombra sobre la personalidad del maestro. Su primera esposa descubrió que ella prefería a las personas de su propio sexo. Le confió sus sentimientos al maestro Steinfeld; él la comprendió totalmente y quiero añadir que también la apoyo durante los primeros años, bastante angustiosos, de su relación lesbiana. Él pidió el divorcio para volverse a casar, pero permitió que fuera su esposa la que iniciara el juicio porque en esa época ella se encontraba en una situación laboral bastante difícil.

– Gracias, doctor Abraham. ¿Alguna otra objeción? ¿No? Muy bien, entonces háblenos acerca de su segundo candidato -dijo la doctora Carriol, guardando la fotografía del maestro Steinfeld en la carpeta correspondiente. Después la cerró y la colocó cuidadosamente a un lado antes de abrir la siguiente.

– Shirley Grossman Schneider, una norteamericana de octava generación con sangre judía de varias procedencias, pero mayoritariamente alemana. Tiene treinta y siete años, está casada y tiene un hijo de seis años, clasificado como muy inteligente. En una escala de uno a diez, ella ha obtenido la máxima calificación como esposa y como madre. Es astronauta y sigue trabajando en la NASA; fue directora de la serie de misiones espaciales Phoebus, que construyeron el generador solar piloto en la órbita terrestre; es autora del bestseller Domesticando al sol, y actualmente ejerce como jefa de portavoces de la NASA ante el pueblo norteamericano. Es presidenta de la Sociedad Científica de Mujeres de América. Durante sus años universitarios fue una renombrada feminista y fue responsable de la adopción de la palabra «hombre» como término genérico en cualquier situación en que se encontrara involucrado cualquiera de los dos o ambos sexos. Es posible que ustedes recuerden su famosa frase: «¡Cuando yo presido una reunión no pretendo ser una figura, estoy decidida a ser un excelente presidente. Su manera de hablar en público puede ser calificada de elocuente, ingeniosa y emocionalmente conmovedora. Y, cosa poco habitual en una feminista declarada y militante como ella, es tan popular entre los hombres como entre las mujeres. Además de ser sumamente personal, esa señora posee muchísimo encanto.