Con la mirada aún fija en la mano que sostenía la suya, dijo:

– Soy consciente de que hace poco que ha regresado a la sociedad civil, pero esto no se hace.

Había pretendido que su afirmación sonara fría y distante, calmadamente reprobadora; en lugar de eso, su voz sonó tensa, forzada, incluso a sus propios oídos.

– Lo sé.

El tono de sus palabras hizo que volviera a dirigir la vista a su rostro, a sus labios. A sus ojos. Y a la intensidad que había en ellos.

Moviéndose con aquella deliberación que tanto la afectaba, Trentham sostuvo su asombrada mirada y se llevó su mano a los labios. Le rozó los nudillos con ellos, luego, aún con la vista clavada en sus ojos, le dio la vuelta a la mano, ahora flácida, y depositó un beso, cálido y ardiente, en la palma.

Trentham alzó la cabeza y vaciló. Sus fosas nasales se ensancharon levemente, como si estuviera inhalando su aroma. Volvió a mirarla a los ojos, y siguió haciéndolo mientras volvía a bajar la cabeza y le posaba los labios en la muñeca. El pulso se le detuvo un instante, como un asustado cervatillo y luego se le aceleró.

Un calor surgió del contacto, ascendió por su brazo y se deslizó por sus venas. Si hubiera sido una mujer más débil, se habría desplomado a sus pies.

La expresión de su mirada la mantuvo erguida e hizo que la reacción la atravesara y le tensara la espina dorsal. También hizo que alzara la cabeza, pero no se atrevió a apartar los ojos de los de él. Aquella mirada depredadora no vaciló ni un segundo pero, al final, sus pestañas descendieron y ocultaron sus ojos.

Cuando habló, su voz sonó más profunda, un murmurante trueno que llegaba, sutil, pero sin duda amenazante.

– Ocúpese de su jardín. -Volvió a mirarla a los ojos-. Y déjeme a mí a los ladrones.

Le soltó la mano y, con un gesto de la cabeza, se volvió y se alejó en dirección a la verja.


«Ocúpese de su jardín.»

No estaba hablando de plantas. «Ocúpese de su hogar» era la orden más común que indicaba a las mujeres que centraran sus energías en la esfera que la sociedad consideraba adecuada para ellas, en su esposo e hijos, en su hogar.

Leonora no tenía esposo ni hijos, y no le gustaba que se le recordara dicha circunstancia. Sobre todo después de las expertas caricias de Trentham y las reacciones sin precedentes que le habían provocado.

¿Qué creía que estaba haciendo?

Sospechaba que él lo sabía bien, lo cual sólo aumentó aún más su furia.

Se mantuvo ocupada el resto del día para no pararse a pensar en esos momentos en el jardín, para evitar reflexionar sobre lo que había sentido ante las palabras de Trentham, para no dar rienda suelta a su irritación y dejarse guiar por ella.

Ni siquiera cuando el capitán Mark Whorton pidió liberarse de su compromiso cuando ella había estado esperando poder fijar el día de la boda se había permitido Leonora perder el control. Hacía tiempo que había aceptado que era responsable de su propia vida. Si seguía un camino seguro, mantendría las riendas. Y no debía permitir que ningún hombre, sin importar lo experimentado que fuera, la provocara.

Tras el almuerzo con Humphrey y Jeremy, pasó la tarde haciendo visitas, primero a sus tías, que se mostraron encantadas de verla, a pesar de que había ido demasiado temprano, a propósito para evitar encontrarse con cualquiera de las elegantes damas que más tarde honrarían el salón de la tía Mildred, y posteriormente a una serie de parientes mayores a los que tenía por costumbre visitar de vez en cuando. ¿Quién sabía cuándo necesitarían ayuda los ancianos?

Regresó a las cinco para supervisar la cena y asegurarse de que su tío y su hermano se acordaban de comer. Una vez vaciados los platos, los dos hombres se retiraron a la biblioteca mientras ella lo hacía al invernadero para evaluar las revelaciones de Trentham y decidir cuál era el mejor modo de actuar.

Sentada en su butaca favorita, con los codos apoyados en la mesa de hierro forjado, ignoró la orden que él le había dado y centró su pensamiento en los ladrones.

Una cosa era indiscutible: Trentham era un conde. Aunque era febrero y la buena sociedad escaseaba en Londres, seguro que se esperaría su asistencia en alguna cena que otra, o habría sido invitado a alguna velada elegante. Si ése no era el caso, entonces, sin duda, acudiría a sus clubes para jugar y disfrutar de la compañía de sus iguales. Y si tampoco era ése el caso, siempre quedaban los frecuentados lugares de mujeres de vida alegre. Dada el aura de sexualidad depredadora que irradiaba, Leonora no era tan inocente como para creer que no se relacionara con ellas.

¿Que le dejara los ladrones a él? Sofocó un bufido desdeñoso.

Eran las ocho y tras el cristal sólo había oscuridad. Al lado de la mansión, se cernía la casa del número doce, un bloque negro en la penumbra. Sin ninguna luz brillando en ninguna ventana ni parpadeando entre las cortinas era fácil adivinar que estaba deshabitada.

Ella había sido una buena vecina con el viejo señor Morrisey, que a pesar de ser un viejo bribón irascible, había agradecido sus visitas. Lo había echado de menos cuando murió. La casa había pasado entonces a manos de lord March, un pariente lejano a quien, teniendo una mansión en Mayfair, no le servía de nada la casa en Belgravia, así que no la había sorprendido que la vendiera.

Al parecer, Trentham y sus amigos conocían a lord March y, al igual que él, probablemente Trentham se estuviese preparando en ese momento para una noche en la ciudad.

Se recostó en la silla y tiró del pequeño cajón que había a un lado de la mesa circular. Se quedó mirando la grande y pesada llave que había en su interior, medio enterrada bajo viejas listas y notas.

Metió la mano, la sacó y la dejó sobre la mesa.

¿Habría pensado Trentham en cambiar las cerraduras?

CAPÍTULO 03

No podía arriesgarse a encender una cerilla para consultar el reloj. Con estoicismo, Tristan apoyó los hombros más cómodamente en la pared de la garita del conserje, en el vestíbulo principal. Y aguardó.

A su alrededor, en la sede del club Bastion reinaba el silencio. Fuera, soplaba un fuerte viento que lanzaba ráfagas de aguanieve contra las ventanas. Calculaba que serían más de las diez. Con ese tiempo tan frío, no era probable que el ladrón llegara mucho más tarde de la medianoche.

Esperar así, en silencio e inmóvil en medio de la oscuridad, un contacto, una cita o que se produjera algún hecho ilegal había sido algo habitual en su vida hasta hacía poco. Y pudo comprobar que no había olvidado cómo dejar pasar el tiempo. Cómo librar su mente del cuerpo, de forma que pareciera una estatua con los sentidos alerta, pendiente de todo a su alrededor, listo para reaccionar al instante, al más mínimo movimiento, mientras sus pensamientos vagaban, manteniéndolo ocupado y despierto pero en otro sitio.

Por desgracia, esa noche no le gustaba la dirección que su mente deseaba tomar. Leonora Carling era una distracción segura. Se había pasado la mayor parte del día reprendiéndose a sí mismo por la imprudencia de buscar la sensual respuesta que le provocaba y que ella, a su vez, e incluso con más fuerza, provocaba en él.

Era muy consciente de que Leonora no sabía qué le sucedía. A pesar de su vulnerabilidad, no lo veía como un peligro. Semejante inocencia normalmente habría apagado su ardor. Sin embargo, en ese caso, por alguna infame razón, aumentaba aún más su apetito.

La atracción que sentía por ella era una complicación que no necesitaba. Tenía que encontrar una esposa, y rápido. Necesitaba una mujer delicada, de temperamento dulce y dócil, que no le causara ni un solo instante de angustia, que se encargara de sus casas, mantuviera contento al ejército de ancianas a su cargo y, además, se dedicara a cuidar y criar a sus hijos. No esperaba que pasara mucho tiempo con él. De hecho, había pasado demasiado tiempo solo y ahora lo prefería así.

Con el reloj avanzando hacia el plazo establecido por las atroces condiciones del testamento de su tío abuelo, no podía permitirse distraerse con una quisquillosa fiera testaruda e independiente, una mujer que Tristan sospechaba que era soltera por voluntad propia y que además poseía una lengua mordaz y, cuando decidía hacer uso de ella, podía mostrarse extremadamente prepotente.

No servía de nada pensar en la joven. Pero parecía que no era capaz de parar de hacerlo.

Se movió para relajar los hombros, luego volvió a recostarse en la pared. El hecho de tener que tomar el control de su herencia, acostumbrarse a tener a una tribu de ancianas a su alrededor a diario, viviendo en sus casas y complicándole la vida, además de tener que considerar el mejor modo de asegurarse una esposa, había hecho que el pequeño asunto de conseguir una amante o cualquier otra posibilidad de alivio sexual quedara relegado a un lejano rincón de su mente. Aunque, si analizaba sus circunstancias, no era una sabia decisión.

Leonora había chocado contra él y había hecho que saltaran chispas. Sus posteriores encuentros no habían sofocado la llama. Su desdén altivo era el equivalente a un evidente desafío, un desafío al que él reaccionaba instintivamente.

Su artimaña de la mañana de usar la conexión sensual que había entre ellos para distraerla de los ladrones, aunque había sido sensata desde el punto de vista táctico, desde el personal había sido una imprudencia. Lo había sabido en ese mismo momento. Sin embargo, había utilizado fríamente la única arma que le garantizaba las mayores posibilidades de éxito, porque su objetivo primordial había sido asegurarse de que la mente de Leonora se centrara en otros temas que no fueran el ladrón.

Fuera, el viento aulló. Volvió a erguirse, se estiró en silencio y luego volvió a apoyarse contra la pared.

Por suerte para todos, él era demasiado mayor, demasiado prudente y demasiado experimentado como para permitir que la lujuria dictara sus actos. Durante el día, había trazado un plan para encargarse de Leonora. Dado que se había topado con ese misterio y ella, independientemente de lo que su tío y hermano pensaran, estaba en peligro, era comprensible, en vista de su formación y carácter, que decidiera resolver la situación y hacer desaparecer la amenaza. Haría lo correcto y adecuado. Sin embargo, una vez solucionara el asunto, la dejaría en paz.

El lejano roce del metal sobre la piedra llegó a sus oídos. Sus sentidos se centraron, se agudizaron esforzándose por captar cualquier prueba más que indicara que el ladrón estaba cerca.

Llegaba un poquito más temprano de lo que había esperado, pero quienquiera que fuera probablemente fuera un principiante.

Tristan había regresado a la casa a las ocho, y lo había hecho por el camino trasero, ocultándose entre las sombras del jardín posterior. Cuando entró por la cocina, se fijó en que los trabajadores sólo tenían unas pocas herramientas en un rincón. La puerta lateral estaba tal como él la había dejado, con la llave en la cerradura, pero no girada. Una vez preparada la escena, se retiró a la garita y dejó abierta con un ladrillo la puerta que daba a la escalera de la cocina.

La garita contaba con una vista completa del vestíbulo de la planta baja, la escalera que subía a los pisos superiores y la puerta que daba a la escalera de la cocina. Nadie podía entrar desde la planta baja o desde los otros pisos y acceder al sótano sin que él lo viera.

No es que esperara que alguien llegara por allí, pero le facilitaría la vía libre al ladrón. Estaba dispuesto a apostar a que se dirigiría a algún lugar del sótano y quería dejar que pusiera manos a la obra antes de intervenir, porque deseaba contar con pruebas que confirmaran sus sospechas. Luego pretendía interrogarlo, por supuesto, ya que era difícil imaginar qué esperaría robar un auténtico ladrón en una casa vacía.

De repente, captó el leve sonido de una suela de cuero sobre la piedra. Venía de la puerta principal. Contra todo pronóstico, alguien iba a entrar por allí.

Una fluctuante figura apareció en el vidrio grabado al aguafuerte de los paneles de la puerta. Tristan salió sin hacer ruido y se fundió entre las sombras.


Leonora metió la pesada llave en la cerradura y miró a su fiel compañera.

Se había retirado a su dormitorio supuestamente para dormir. Los sirvientes habían cerrado puertas y ventanas y se habían acostado. Había aguardado hasta que el reloj dio las once, pensando que a esa hora la calle estaría desierta. Después, bajó al piso inferior evitando la biblioteca, donde Humphrey y Jeremy aún estudiaban detenidamente sus libros, cogió la capa y salió por la puerta principal.

Sin embargo, había alguien a quien no podía evitar tan fácilmente. Henrietta la miró parpadeando, con las fauces abiertas, lista para seguirla adondequiera que fuese. Si hubiera intentado dejarla en el vestíbulo principal y salir sola a esa hora, la perra habría aullado.