Leonora la miró con los ojos entornados.
– Chantajista. -Su susurro se perdió en el fuerte viento-. Pero recuerda -continuó, más para reforzar su propio coraje que por Henrietta-, estamos aquí sólo para ver qué hace el ladrón. No debes hacer ningún ruido.
El animal miró la puerta y luego la acarició con el hocico. Leonora giró la llave, complacida al comprobar que se deslizaba sin problemas. La sacó, se la guardó en el bolsillo y luego se pegó la capa más al cuerpo. Cogió la perra por el collar y giró el pomo de la puerta. La abrió lo suficiente como para que el animal y ella pudieran entrar. El viento soplaba con fuerza, así que tuvo que soltar a Henrietta para poder cerrar con las dos manos en silencio.
Lo logró. Soltó un suspiro de alivio y se volvió.
El vestíbulo principal estaba sumido en la oscuridad. Se quedó inmóvil hasta que se le adaptó la vista, mientras la sensación de vacío, la extrañeza de un lugar conocido desprovisto de cualquier mobiliario la llenaba.
Oyó un débil chasquido.
A su lado, Henrietta se sentó, erguida, y reprimió un gemido, no de alarma sino de excitación.
Leonora se quedó mirándola. El aire a su alrededor se movió. Se le erizó el vello de la nuca; los nervios se le crisparon. Instintivamente, tomó aire…
Una dura palma le tapó la boca, un férreo brazo le rodeó la cintura y la pegó a un cuerpo que parecía esculpido en roca. Su fuerza la envolvió, atrapándola, sometiéndola sin el más mínimo esfuerzo. Una oscura cabeza se inclinó para acercarse a ella y una voz en la cual la furia apenas estaba contenida le siseó al oído.
– ¿Qué diablos hace aquí?
Tristan apenas podía creer lo que veía.
A pesar de la oscuridad, pudo ver los ojos de Leonora, abiertos como platos por la conmoción. Pudo sentir cómo se le aceleraba el pulso, cómo la dominaba el pánico.
Estaba convencido de que esa reacción se debía sólo en parte a la sorpresa y percibió su propia respuesta a ese hecho, pero la refrenó sin piedad.
Alzó la mirada y estudió el entorno con los sentidos. No pudo detectar ningún otro movimiento en la casa. Pero, así y todo, tampoco podía hablar con Leonora, ni siquiera en susurros, en el vestíbulo principal, porque en aquella estancia desprovista de cualquier mobiliario, con sus superficies pulidas y limpias, cualquier sonido resonaría.
La cogió con más fuerza de la cintura, la levantó en el aire y se la llevó hasta la salita que habían dispuesto para entrevistar a las mujeres. Se tomó un momento para asombrarse por lo previsores que habían sido. Tuvo que quitarle la mano de la cara para girar el pomo, entró y cerró la puerta tras ellos.
Aún la tenía sujeta por la cintura en volandas, manteniéndole la espalda pegada a él.
Leonora se removió y siseó:
– ¡Bájeme!
Tristan vaciló, pero al final lo hizo. Sería más fácil hablar con ella cara a cara, porque tenerla revolviéndose contra él era una absurda tortura.
En el instante en que sus pies tocaron el suelo, se volvió y chocó con el dedo que Tristan había levantado para apuntarle a la nariz.
– ¡No le hablé del incidente que se produjo aquí para que pudiera entrar tan fresca y meterse en medio de todo esto!
Sorprendida, parpadeó con los ojos fijos en su rostro. Estaba estupefacta porque ningún hombre le había hablado nunca en ese tono. Tristan aprovechó la circunstancia y tomó la iniciativa.
– Le dije que me dejara esto a mí. -Hablaba con un profundo aunque furioso susurro que sólo ella podía oír.
Entornó los ojos.
– Recuerdo lo que dijo, pero esa persona, quienquiera que sea, es mi problema.
– Es a mi casa donde va a entrar sin permiso. Y, de todos modos…
– Además -continuó ella como si no lo hubiera oído con la cabeza alta, pero manteniendo la voz baja, igual que él-, usted es un conde. He dado por supuesto que estaría por ahí, haciendo vida social.
El comentario aumentó la frustración de Tristan, que habló con los dientes apretados.
– No soy un conde por elección y evito la vida social tanto como puedo. Pero eso no viene al caso. Usted es una mujer. Una señorita. No tiene nada que hacer aquí. Sobre todo, teniendo en cuenta que estoy yo.
Leonora se quedó boquiabierta cuando la cogió del codo y la hizo volverse hacia la puerta.
– ¡Yo no…!
– Baje la voz. -La hizo avanzar-. Y por supuesto que sí. ¡Voy a acompañarla hasta la entrada y luego se irá directa a casa y se quedará allí pase lo que pase!
Ella se resistió.
– Pero ¿y si está ahí fuera?
Tristan se detuvo y la miró. Se dio cuenta de que Leonora estaba mirando más allá de la puerta principal, hacia el oscuro jardín delantero, repleto de árboles. Sus pensamientos siguieron los suyos.
– ¡Maldita sea! -La soltó y murmuró una maldición más explícita.
Ella lo miró; él la miró a ella.
Tristan no había comprobado la puerta principal; el supuesto intruso podía haber hecho un molde de esa llave también. En ese momento no podía comprobarlo sin encender una cerilla y no podía arriesgarse a hacerlo. Por otro lado, era muy posible que el «ladrón» comprobara la parte delantera de la casa antes de entrar por el camino posterior. Ya era bastante malo que Leonora hubiera entrado, corriendo el riesgo de asustar al ladrón o, peor aún, de encontrárselo, pero enviarla fuera ahora sería una locura, porque el intruso ya había demostrado que era violento.
Hizo una profunda inspiración y asintió lacónicamente.
– Tendrá que quedarse aquí hasta que todo acabe.
Le pareció que se sentía aliviada, aunque en la penumbra no podía estar seguro.
Ella inclinó la cabeza con gesto altivo.
– Como ya le he dicho, puede que ésta sea su casa, pero el ladrón es mi problema.
Tristan no pudo reprimir un gruñido.
– Eso es discutible. -En su léxico, los ladrones no eran problema de una mujer. Ella tenía un tío y un hermano…
– Es a mi casa, como mínimo a la de mi tío, a la que está intentando acceder. Lo sabe tan bien como yo.
Eso era indiscutible.
Un leve sonido de arañazos les llegó desde la puerta que daba al vestíbulo. Soltar de nuevo «¡Maldita sea!» parecería redundante, así que le lanzó una elocuente mirada, abrió y volvió a cerrar tras el peludo bulto que entró.
– ¿Tenía que traer a su perra?
– No tuve alternativa.
El animal se volvió para mirarlo, luego se sentó y levantó la cabeza con actitud inocente, como si diera a entender que él más que nadie debería comprender su presencia.
Tristan reprimió un disgustado gruñido.
– Siéntese. -Le indicó el banco bajo la ventana, el único lugar donde se podía tomar asiento en aquella estancia vacía; por suerte, la ventana contaba con postigos que estaban oportunamente cerrados. Cuando la joven se movió para obedecerlo, él añadió-: Voy a dejar la puerta abierta para que podamos oír.
Podía prever que surgirían problemas si la dejaba sola y regresaba a su puesto en el vestíbulo. La perspectiva que más lo preocupaba era qué pasaría cuando el ladrón llegara; ¿se quedaría Leonora quieta o saldría corriendo? Al menos, de ese modo sabría dónde estaba y podría controlarla.
Abrió sin hacer ruido y dejó la puerta entornada. La perra se tumbó en el suelo, a los pies de su dueña, con un ojo clavado en la entrada. Tristan se colocó junto a la misma con los hombros pegados a la pared y la cabeza vuelta hacia el oscuro vacío del vestíbulo.
Retomó, entonces, el hilo de sus pensamientos anteriores, los que ella había interrumpido. Todos sus instintos insistían en que las mujeres, sobre todo las damas de la clase de Leonora, no debían exponerse a ningún peligro, no debían participar en ninguna empresa peligrosa. Y aunque reconocía que esos instintos procedían de la época en que la mujer de un hombre representaba el futuro de su linaje, su mente aún aplicaba los mismos argumentos. Se sentía verdaderamente irritado por que estuviera allí, por que hubiera ido, no tanto desafiando como negando a su tío y a su hermano su papel legítimo, pasando por delante de ellos…
La miró y sintió que la mandíbula se le tensaba. Lo más probable era que actuase así constantemente.
Él no tenía ningún derecho a juzgarlos, ni a ella, ni a sir Humphrey ni a Jeremy, pero si no se equivocaba en su análisis, ni sir Humphrey ni Jeremy poseían capacidad para controlar a Leonora. Ni tampoco lo intentaban. Lo que Tristan no sabía era si se debía a que ella se había resistido a su control y los había intimidado para que cedieran, si no les importaba lo suficiente como para insistir, o si eran demasiado conscientes de su terca independencia como para refrenarla.
Fuera como fuese, en su opinión, la situación no era la correcta, estaba desequilibrada. Las cosas no debían ser así. Los minutos pasaron convirtiéndose en media hora. Debía de ser casi medianoche cuando oyó un roce metálico, una llave girando en la vieja cerradura del sótano, donde estaba la cocina.
Henrietta alzó la cabeza y Leonora se irguió, alertada por la repentina atención de la perra y la creciente tensión que emanaba de Trentham, hasta que lo vio aparentemente relajarse de nuevo contra la pared. Había sido consciente de sus miradas, de su irritación, de sus fruncimientos de cejo, pero se había propuesto ignorarlos. Su objetivo era averiguar qué quería el ladrón y con Trentham allí incluso tal vez lograran atrapar al villano. La excitación la dominó y aumentó cuando, por señas, él le indicó que se quedara donde estaba y sujetara a Henrietta. Luego, desapareció por la puerta como si fuera un fantasma.
Se movía de un modo tan silencioso que, si no hubiera estado observándolo, le habría parecido que simplemente se esfumaba.
Al instante, Leonora se levantó y lo siguió, igual de silenciosa, agradecida de que los trabajadores hubieran cubierto todo con sábanas, que amortiguaban por completo el ruido de las pezuñas de Henrietta cuando ésta la siguió.
Llegó a la puerta y se asomó. Desde allí, espió a Trentham, que se fundió con las densas sombras de la escalera que daba a la cocina. Entrecerró los ojos mientras se cubría con la capa. Al parecer la puerta de servicio estaba abierta.
– ¡Ah! ¡Uf!
Le siguió una retahíla de maldiciones.
– ¡Eh! ¡Aparta!
– ¿Qué diablos haces aquí, viejo loco?
Las voces venían del piso inferior. Trentham había bajado la escalera hasta la cocina antes de que Leonora pudiera siquiera pestañear. Se cogió las faldas y descendió detrás de él a toda prisa.
La escalera era como un agujero negro, pero se lanzó a bajarla sin pensar. Sus tacones repiquetearon en los peldaños de piedra. Detrás de ella, Henrietta ladró y luego gruñó.
En el rellano, a medio camino, Leonora se cogió de la baranda y miró hacia la cocina. Vio a dos hombres luchando en el suelo donde solía estar la mesa de la cocina. Uno era alto e iba cubierto con una capa, el otro era grande pero rechoncho y mucho mayor.
Se quedaron paralizados al oír el gruñido de Henrietta. El más alto alzó la mirada y vio a Trentham acercándose en el mismo instante en que Leonora también lo vio. Con gran esfuerzo, el más alto hizo girar al otro y lo empujó contra el conde. El viejo perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Trentham tenía dos opciones: esquivarlo y dejar que cayera al suelo de piedra o cogerlo. Desde arriba, Leonora vio qué decisión tomaba, observó cómo se quedaba donde estaba y dejaba que el viejo cayera sobre él. Lo sujetó y habría ido detrás del más alto, que ya corría hacia el estrecho pasillo, de no ser porque el viejo empezó a forcejear, resistiéndose.
– ¡Estese quieto!
La orden fue firme y surtió efecto. El hombre se puso rígido y obedeció. Trentham lo dejó balanceándose sobre los pies y se fue tras el alto.
Demasiado tarde.
Una puerta se cerró de golpe cuando Trentham desapareció por el pasillo. Un instante después, lo oyó maldecir.
Leonora bajó corriendo la escalera, empujó al viejo a un lado y corrió hacia el fondo de la cocina, hacia las ventanas que daban al camino de la entrada posterior. El hombre alto tenía que ser su «ladrón», lo vio correr desde el lateral de la casa y avanzar por el camino. Durante un instante, la leve luz de la luna lo iluminó; con los ojos muy abiertos, Leonora intentó captar el máximo de detalles posible, luego él desapareció más allá de los setos que bordeaban el jardín de la cocina. La verja que daba a la calle estaba más adelante. Con un suspiro, retrocedió, volvió a repasar todo lo que había visto mentalmente y lo memorizó.
Se oyó un portazo, luego Trentham apareció fuera. Examinó el jardín con los brazos en jarras.
Leonora dio unos golpecitos con los dedos en el cristal; cuando él se volvió, le señaló el camino. Trentham se volvió, bajó la escalera y fue hacia la verja. Ya no corría. Su «ladrón» había escapado.
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