Entonces, Leonora se volvió hacia el viejo, que se había sentado al pie de la escalera aún resoplando e intentando recuperar el resuello. Ella frunció el cejo.

– ¿Qué hace usted aquí?

El hombre habló, pero sin responder. Masculló una gran cantidad de pomposos disparates como excusa sin lograr aclarar el punto esencial. Vestido con un viejo abrigo, unas botas igual de viejas y gastadas, y unos deshilachados mitones en las manos, despedía un olor a suciedad y a moho muy fácil de detectar en la cocina recién pintada.

Leonora cruzó los brazos y dio unos golpecitos en el suelo con la punta del pie mientras lo miraba.

– ¿Por qué ha entrado sin permiso?

Él se revolvió, farfulló y masculló algo más. Ella estaba al límite de su paciencia cuando Trentham regresó. Parecía disgustado.

– Ha tenido la precaución de coger las dos llaves.

El comentario no iba dirigido a nadie en particular; Leonora comprendió que el ladrón le había cerrado la puerta lateral con llave y, mientras Trentham contemplaba al viejo con las manos en los bolsillos, ella se preguntó cómo había logrado abrir sin tener la llave.

Henrietta se había sentado a cierta distancia del hombre y lo vigilaba con cautela.

Entonces, Trentham inició su interrogatorio. Con unas pocas preguntas bien formuladas, descubrió que era un mendigo que normalmente dormía en el parque. La noche se había vuelto tan fría que había buscado refugio. Sabía que la casa estaba vacía, así que había ido allí. Probó con las ventanas traseras y descubrió que una tenía el cierre flojo.

Con Trentham allí de pie, como una vengativa deidad, y Henrietta con la boca abierta, mostrándole los afilados dientes, era evidente que el viejo sintió que no tenía más remedio que confesar. Leonora reprimió un indignado bufido. Al parecer, ella no le había parecido lo bastante intimidadora.

– No pretendía hacerle daño a nadie, sir. Sólo quería protegerme del frío.

Trentham le sostuvo la mirada y luego asintió.

– Muy bien. Una pregunta más. ¿Dónde estaba cuando el otro hombre ha tropezado con usted?

– Allí. -Señaló al otro lado de la cocina-. Lejos de las ventanas se está más caliente. El c… sinvergüenza me ha sacado de allí. Creo que pretendía echarme.

Había señalado una pequeña despensa.

Leonora miró a Trentham.

– Los trasteros que hay más allá comparten pared con el sótano del número catorce -dijo.

Él asintió y se volvió de nuevo hacia el viejo.

– Tengo una propuesta para usted. Estamos a mediados de febrero, las noches serán muy frías las próximas semanas. -Miró a su alrededor-. Aquí hay sábanas para el polvo y otras piezas para cubrirse esta noche. Puede buscar un lugar donde dormir. -Volvió a mirar al viejo-. Gasthorpe, que será el mayordomo de esta casa, se instalará mañana. Traerá mantas y empezará a hacer habitable este lugar. Sin embargo, los dormitorios de todos los sirvientes están en la buhardilla. -Tristan hizo una pausa y luego continuó-: En vista del desagradable interés de nuestro amigo por este lugar, quiero que alguien esté aquí abajo. Si está dispuesto a trabajar como nuestro vigilante nocturno, puede dormir aquí todas las noches. Daré orden de que se le trate como a uno más del personal doméstico. Puede quedarse dentro y protegerse del frío. Pondremos una campanilla para que lo único que tenga que hacer si alguien intenta entrar es hacerla sonar y Gasthorpe y los demás sirvientes se encargarán de cualquier intruso.

El viejo parpadeó como si no pudiera hacerse a la idea de lo que le sugería, como si no estuviera seguro de si estaba soñando.

Sin permitirse mostrar ni rastro de compasión, Tristan preguntó:

– ¿En qué regimiento sirvió?

Observó cómo los viejos hombros se erguían y el anciano alzaba la cabeza.

– En el noveno. Me dieron de baja tras Corunna.

Tristan asintió.

– Como a muchos otros. No fue una de nuestras mejores campañas, tuvimos suerte de poder salir de allí.

Los legañosos ojos del anciano se abrieron como platos.

– ¿Estuvo allí?

– Sí.

– Sí -repitió el hombre y asintió-. Entonces, lo sabrá.

Tristan aguardó un momento, luego preguntó:

– Así pues, ¿lo hará?

– ¿Vigilar por usted todas las noches? -El viejo lo miró, luego volvió a asentir-. Sí, lo haré. -Miró a su alrededor-. Será extraño, después de todos estos años, pero… -Se encogió de hombros y se levantó con dificultad.

Inclinó la cabeza hacia Leonora con gesto deferente, luego pasó por su lado mientras observaba la cocina con unos ojos nuevos.

– ¿Cómo se llama?

– Biggs, señor. Joshua Biggs.

Tristan cogió a Leonora del brazo y la hizo avanzar hacia la escalera.

– Le dejaremos de guardia, Biggs, pero dudo que haya ningún incidente más esta noche.

El viejo alzó la vista y levantó una mano para despedirse.

– Sí, señor. Pero aquí estaré si lo hay.

Fascinada por la conversación, Leonora dirigió su atención de nuevo a la situación actual cuando llegaron al vestíbulo de arriba.

– ¿Cree que el hombre que ha huido era nuestro ladrón?

– Dudo mucho que tengamos a más de un hombre, o grupo de hombres, intentando acceder a su casa.

– ¿Un grupo de hombres? -Miró a Trentham y maldijo la oscuridad que ocultaba su rostro-. ¿Realmente cree que podrían ser un grupo de hombres?

Él no respondió inmediatamente. A pesar de que no podía verlo, Leonora estaba segura de que fruncía el cejo. Llegaron a la puerta principal. Sin soltarla, Trentham la abrió y la miró a los ojos cuando salieron al porche delantero, con Henrietta tras ellos. La leve luz de la luna los alcanzó.

– Usted estaba en la ventana, ¿qué ha visto?

Cuando Leonora vaciló e intentó organizar sus pensamientos, él insistió:

– Descríbamelo.

Soltó el codo y le ofreció el brazo. Ella, distraída, apoyó la mano en él y bajaron los escalones. Con el cejo fruncido por la concentración, caminó a su lado hacia la verja delantera.

– Era alto, eso usted ya lo ha visto. Pero me ha dado la impresión de que era joven. -Le lanzó una mirada de soslayo-. Más joven que usted.

Tristan asintió.

– Continúe.

– Era tan alto como Jeremy, pero no mucho más, y delgado más que robusto. Se movía con esa especie de desgarbada gracilidad que los hombres jóvenes tienen a veces y corría bien.

– ¿Rasgos?

– Pelo oscuro. -Vaciló-. Diría que incluso más oscuro que el suyo, posiblemente negro. En cuanto a su rostro… -Miró al frente, recordando la fugaz imagen que había captado-. Buenos rasgos. No aristocráticos, pero tampoco comunes.

Miró a Trentham a los ojos.

– Estoy segura de que era un caballero.

Al salir a la acera y exponerse a las ráfagas de fuerte viento que azotaban la calle, el conde la atrajo hacia él, hacia el cobijo de sus hombros. Bajaron la cabeza y recorrieron rápido los pocos metros que los separaban de la puerta principal del número 14.

Leonora debería haberse resistido y haberse despedido allí de él, pero Trentham abrió la verja y la hizo avanzar antes de que ella pudiera pensar en todas las dificultades que le supondría el hecho de que le permitiera acompañarla hasta la puerta principal.

Pero el jardín, como siempre, la tranquilizó, la convenció de que no habría ningún problema. Como plumeros invertidos, una profusión de hojas bordeaba el camino, aquí y allá una flor de aspecto exótico surgía de un largo y fino tallo. Los arbustos daban forma a los macizos; los árboles acentuaban el diseño elegante. Incluso en esa estación del año, unas pocas flores blancas asomaban por debajo del cobijo de las tupidas hojas verde oscuro.

Aunque la noche era gélida, el viento que azotaba las ramas más altas de los árboles no los alcanzaba gracias a la protección del alto muro de piedra. En el suelo, todo permanecía inmóvil, tranquilo. Cuando doblaron el último recodo del camino, Leonora miró más allá y vio una luz a través de los arbustos y las ramas, que procedía de las ventanas de la biblioteca. Por suerte, dicha estancia estaba lo bastante lejos del otro extremo de la casa, lindando con el número 16, para que no hubiera peligro de que Jeremy o Humphrey oyeran sus pasos sobre la gravilla y se asomaran.

Sin embargo, sí podían oír si se producía un altercado en el porche delantero.

Cuando miró a Trentham, vio que sus ojos también se habían visto atraídos por las ventanas iluminadas. Leonora se detuvo, apartó la mano de su brazo y se colocó frente a él.

– Me despido aquí.

Tristan bajó la mirada hacia ella, pero no le respondió in mediatamente. Por lo que podía ver, tenía tres opciones: podía aceptar su despedida, dar media vuelta y alejarse; o bien, podía cogerla del brazo, llevarla hasta la puerta principal y, con las explicaciones pertinentes y detalladas, dejarla en manos de su tío y de su hermano.

Ambas alternativas le parecían cobardes. La primera por doblegarse ante su negativa a aceptar la protección que necesitaba y salir corriendo, algo que nunca en su vida había hecho. La segunda, porque sabía que ni su tío ni su hermano, por mucho que la joven lograra enfurecerlos, serían capaces de controlarla, no durante más de un día. Todo ello no le dejaba otra salida que la tercera.

Mirándola a los ojos, dejó que lo que sentía endureciera su tono.

– Ir a esperar al ladrón esta noche ha sido increíblemente imprudente.

Ella alzó la cabeza; sus ojos centellearon.

– Sea como fuere, si no lo hubiera hecho, ni siquiera sabríamos qué aspecto tiene. Usted no lo ha visto, yo sí.

– ¿Y qué…? -Su voz había adquirido un tono glacial muy similar al que habría usado para increpar a un subalterno que se hubiera comportado de un modo temerario-. ¿Qué cree que habría pasado si yo no hubiera estado allí?

Una reacción, repentina y aguda, lo atravesó; hasta ese momento no se había permitido imaginar esa posibilidad. Cuando esa furia lo dominó, entornó los ojos y dio un paso hacia ella para intimidarla.

– Déjeme que le plantee una hipótesis y corríjame si me equivoco. Al oír la pelea en el sótano, usted habría bajado corriendo para meterse directamente en la boca del lobo, en medio de la refriega. Y entonces, ¿qué? -Dio otro paso y Leonora retrocedió, pero sólo un poco. Luego, tensó la espalda y levantó aún más la cabeza, mirándolo desafiante.

Tristan, a su vez, bajó la cabeza, acercó más la cara a la de ella y gruñó.

– Dejando aparte lo que le ha sucedido a Biggs, tras haber visto todas las molestias que el ladrón se tomó con Stolemore, puedo asegurarle que no habría sido agradable. ¿Qué… qué imagina que le habría pasado?

Su voz no se había elevado, sino que se había hecho más profunda, más áspera. Ganó poder cuando sus palabras le transmitieron la realidad del peligro que había corrido.

Con la espalda rígida y la mirada tan fría como la noche, Leonora dijo:

– Nada.

Tristan parpadeó.

– ¿Nada?

– Habría hecho que Henrietta lo atacara.

Él bajó la mirada hacia la perra, que suspiró pesadamente y luego se sentó.

– Como he dicho, esos supuestos intrusos son mi problema. Soy perfectamente capaz de encargarme por mí misma de cualquier cosa que surja.

Tristan apartó la mirada de la perra para dirigirla hacia ella.

– No tenía intención de llevarse a Henrietta con usted.

Leonora no sucumbió a la tentación de apartar la vista.

– No obstante, tal como han ido las cosas, lo he hecho. Así que no he corrido ningún peligro.

Algo cambió en el rostro de Trentham, en sus ojos.

– ¿Por el simple hecho de que Henrietta esté con usted, ya no corre ningún peligro?

Su voz había vuelto a sonar fría y dura, pero inexpresiva, como si toda la pasión que había habido en ella un momento antes hubiera desaparecido, se hubiera consumido.

Leonora pensó sus palabras, vaciló, pero no encontró ningún motivo para no asentir.

– Exacto.

– Piénselo de nuevo.

Ella había olvidado lo rápido que podía moverse. Lo impotente que podía hacerla sentirse.

Lo total y completamente impotente que estaba, atrapada entre sus brazos, pegada a él que la besaba sin piedad.

El impulso de resistirse surgió, pero se extinguió antes de que pudiera reaccionar. Sintió que se ahogaba bajo una gran oleada de sentimientos. Los de ella y los de él.

Algo entre ellos se encendió; no ira, ni conmoción, sino algo más próximo a la ávida curiosidad.

Cerró las manos sobre su abrigo, agarrándolo con fuerza y sujetándose a él cuando una fuerte oleada de sensaciones la elevó, la dominó y la atrapó, no sólo con sus brazos sino con una miríada de hebras de fascinación, con el movimiento de sus labios, fríos y duros sobre los suyos, con la inquieta flexión de sus dedos sobre los antebrazos, como si anhelara ir más allá, explorar y acariciar, como si anhelara atraerla aún más cerca.