Sabía que ella había llegado a la misma conclusión.
– Sigo sin ver ningún vínculo real. -Jeremy se inclinó sobre su libro y dirigió a Tristan una mirada firme pero, aun así, desdeñosa-. Me refiero a que los ladrones lo intentan en todas partes, ¿no?
Él asintió.
– Por lo que aún parece más extraño que este «ladrón», y creo que podemos dar por supuesto que todos los intentos han sido obra de la misma persona, continúe tentando la suerte en Montrose Place, a pesar de todos sus fracasos hasta la fecha.
– Mmm, sí, bueno, quizá ahora capte el mensaje y se vaya a otra parte, dado que no ha podido entrar en ninguna de nuestras casas.
Sir Humphrey arqueó las cejas con gesto esperanzado.
Tristan se aferró a su decisión.
– El mero hecho de que lo haya intentado tres veces sugiere que no se irá, que sea lo que sea lo que busca, está dispuesto a conseguirlo.
– Sí, pero se trata precisamente de eso. -Jeremy se recostó y extendió las manos con los dedos separados-. ¿Qué diablos podría buscar aquí?
– Ésa… -replicó Tristan- es la cuestión.
Sin embargo, cualquier sugerencia que hizo de que el «ladrón» pudiera ir detrás de algo relacionado con sus investigaciones, que buscara información, oculta o no, o algún tomo inesperadamente valioso, se topó con negativas e incomprensión. Aparte de especular que el delincuente pudiese ir detrás de las joyas de Leonora, algo que Tristan encontraba difícil de creer y, por la expresión de su rostro, también Leonora, ni sir Humphrey ni Jeremy tuvieron ninguna idea que les ayudara a avanzar.
Quedó totalmente claro que no tenían el menor interés en resolver el misterio del robo y que ambos compartían la opinión de que ignorar el asunto por completo era el modo más seguro de hacer que desapareciera. Al menos para ellos.
Tristan no aprobaba ese comportamiento, y reconocía en él a los de su clase. Eran personas egoístas, absortas en sus propios intereses y centradas única y exclusivamente en sí mismas. A lo largo de los años, habían aprendido a dejarlo todo en manos de Leonora y como ella siempre había respondido, ahora veían los esfuerzos de la joven como un deber para con ellos. Leonora batallaba con el mundo real, mientras sir Humphrey y Jeremy permanecían absortos en su propio mundo académico.
De repente, sintió una admiración por ella que le costó mucho admitir, porque era algo que no deseaba sentir, y esa admiración fue acompañada de una mayor comprensión y una preocupante sensación de que aquella mujer se merecía algo mejor.
No pudo hacer ningún progreso con sir Humphrey ni con Jeremy y, finalmente, tuvo que reconocer la derrota. Aunque sí les arrancó la promesa de que pensarían en el tema y le informarían de inmediato si se les ocurría algo que pudiera ser el objetivo del ladrón.
Clavó los ojos en Leonora y se levantó. Durante todo el rato, había sido consciente de su tensión, de que lo vigilaba como un halcón listo para abalanzarse y desviar o rebatir cualquier comentario que pudiera revelar que ella hubiera participado en los acontecimientos de la noche anterior.
Tristan le sostuvo la mirada; ella captó el mensaje y se levantó también.
– Acompañaré a lord Trentham.
Con agradable sonrisa, Humphrey y Jeremy se despidieron de él. Tristan siguió a Leonora hasta la puerta de la biblioteca, se detuvo allí y se dio la vuelta. Los dos hombres ya tenían la cabeza agachada y habían regresado al pasado. La expresión de la joven le decía que era consciente de lo que había visto y arqueó una ceja con socarronería, como si la divirtiera que hubiera pensado que podía cambiar las cosas.
Él sintió cómo se le endurecían las facciones y le indicó a Leonora que pasara delante de él. Ella cerró la puerta a su espalda y lo guió al vestíbulo delantero, pero Tristan se acercó a la puerta de la salita, le tocó el brazo y la miró a los ojos cuando Leonora se volvió hacia él.
– Demos un paseo por el jardín trasero. -Cuando vio que no accedía de inmediato, añadió-: Quiero hablar con usted.
Ella vaciló pero luego asintió. Atravesaron la salita -Tristan se fijó en que la labor de bordado estaba igual que el día anterior- y salieron al jardín. Leonora caminaba con la cabeza alta. Él se colocó a su lado, pero no dijo nada, esperando que la joven le preguntara de qué quería hablar, mientras aprovechaba el momento para montar una estrategia que le permitiera convencerla de que debía dejar el asunto del misterioso ladrón en sus manos.
El césped se veía exuberante y bien cuidado, los macizos que lo rodeaban estaban llenos de extrañas plantas que Tristan no había visto nunca. El difunto Cedric Carling debía de haber sido un coleccionista, además de una autoridad en horticultura…
– ¿Cuánto hace que falleció su primo Cedric?
Leonora lo miró.
– Hace unos dos años. -Se detuvo, luego continuó-: No puedo creer que haya algo valioso entre sus papeles. Si fuera así, hace tiempo que lo sabríamos.
– Sin duda. -Después de tratar con sir Humphrey y Jeremy, su manifiesta agudeza era reconfortante.
Habían atravesado la extensión de césped y la joven se detuvo ante un reloj de sol colocado en un pedestal, en el interior de un profundo macizo. Tristan se detuvo a su lado un poquito más atrás y observó cómo extendía la mano y recorría con la yema de los dedos el grabado de la esfera de bronce.
– Gracias por no mencionar mi presencia en el número doce anoche. -Su voz sonó baja, pero clara. Mantuvo la mirada fija en el reloj de sol-. O lo que sucedió en el jardín.
Tomó aire y levantó la cabeza, todavía de espaldas.
Antes de que él pudiera decir nada más, de que pudiera decirle que el beso no había significado nada, que había sido un estúpido error, o una tontería semejante que se sentiría obligado a demostrar que era errónea, Tristan alzó la mano, le apoyó la yema de un dedo en la nuca y descendió despacio por su espina dorsal, hasta más allá de la cintura.
Leonora se quedó sin respiración, luego se dio la vuelta para mirarlo con sus ojos azules abiertos como platos.
Tristan la miró a su vez.
– Lo que pasó anoche, sobre todo esos momentos en el jardín, es algo sólo entre usted y yo.
Cuando ella continuó mirándolo, estudiando su expresión, él continuó:
– Besarla y decírselo a alguien son cosas que no están dentro de mi código de honor y, desde luego, no es mi estilo.
Vio la reacción en sus ojos, cómo consideraba, mordaz, la posibilidad de preguntarle cuál era su estilo, pero la prudencia contuvo su lengua y se limitó a levantar la cabeza e inclinarla con gesto altivo mientras apartaba la vista.
Tristan supo que el momento iba a volverse incómodo y aún no había pensado en ningún argumento con el que poder apartarla de los robos. Mientras reflexionaba, miró más allá, hacia la edificación tras el muro del jardín, la casa que, al igual que el número 12, compartía una pared con el número 14.
– ¿Quién vive ahí?
Leonora alzó la vista y siguió la dirección de su mirada.
– Una anciana, la señorita Timmins.
– ¿Vive sola?
– Con una doncella.
La mirada de Leonora ya estaba llena de especulación.
– Me gustaría visitar a la señorita Timmins. ¿Me la presentará?
Leonora se sintió muy feliz de poder hacerlo, de acabar con aquel desconcertante momento en el jardín. El corazón le latía con fuerza y aún no había recuperado su ritmo normal, así que estuvo encantada de continuar con las investigaciones. Junto a Trentham.
La verdad era que no terminaba de ver por qué encontraba su compañía tan estimulante. Ni siquiera estaba segura de si lo aprobaba, o de si su tía Mildred, por no hablar de la tía Gertie, lo harían si lo supieran. Después de todo, el conde era un militar. Puede que a las jovencitas les llamaran la atención los anchos hombros y los magníficos uniformes, pero se suponía que las damas como ella eran demasiado prudentes como para dejarse engañar por sus artimañas. Siempre eran segundos hijos, o hijos de segundos hijos que buscaban abrirse camino en el mundo a través de un matrimonio ventajoso… sólo que Trentham ya era conde.
Para sus adentros, frunció el cejo. Seguramente eso lo convertiría en la excepción que confirma la regla.
Al margen de todo eso, mientras caminaba por la calle de su brazo, con aquella sensación de que su fuerza la envolvía, y con la emoción de la caza vibrando en sus venas, no le cabía ninguna duda de que se sentía mucho más viva cuando estaba con él.
Al enterarse de que estaba en la casa, el pánico la había dominado, porque estaba convencida de que había ido para quejarse de que ella hubiera entrado sin permiso en el número 12 la noche anterior. Y, posiblemente aún peor, para mencionar, de algún modo, la indiscreción de ambos en el camino de entrada. En cambio, él no había hecho ni la más mínima alusión a su participación en las actividades nocturnas. Aunque estaba segura de que había percibido su agitación, no había dicho nada para provocarla. Y la verdad era que Leonora esperaba un comportamiento mucho peor de un militar.
Trentham abrió la puerta del jardín del número 16, entraron y subieron hasta el pequeño porche delantero. Leonora llamó al timbre, que resonó en la casa, mucho más pequeña que el número 14 y de un estilo similar al número 12.
Se oyeron unos pasos que se acercaban, luego el sonido de la llave al girar. La puerta se abrió un poco y una doncella de rostro dulce se asomó.
Leonora sonrió.
– Buenos días, Daisy. Sé que es un poco temprano, pero si la señorita Timmins tiene unos minutos, he venido con el nuevo vecino, el conde de Trentham, a quien le gustaría conocerla.
Los ojos de Daisy se abrieron como platos al ver al hombre que bloqueaba la luz del sol al lado de Leonora.
– Oh, sí, señorita. Estoy segura de que les atenderá. Siempre le gusta estar al día de las novedades del vecindario. -Abrió la puerta aún más y les indicó que entraran-. Si esperan en la salita, le diré que están aquí.
Leonora se dirigió a la salita y se sentó en un sofá.
Trentham permaneció de pie. Paseó, recorrió la estancia, miró por las ventanas y examinó los cierres.
Ella frunció el cejo.
– ¿Qué…?
Pero guardó silencio cuando Daisy regresó.
– Dice que estará encantada de recibirlos. -Le hizo una reverencia a Trentham-. Si me acompañan, los llevaré arriba.
Subieron la escalera detrás de Daisy, y Leonora fue consciente de las miradas que Trentham dirigía aquí y allá. Cualquier otro, podría pensar que él era el ladrón, en busca del mejor modo de entrar…
Se detuvo en el rellano de la escalera y se volvió hacia él para susurrarle:
– ¿Cree que el ladrón intentará entrar por aquí?
Trentham frunció el cejo y le indicó con la mano que siguiera adelante. Leonora tuvo que apresurarse para alcanzar a Daisy, que avanzaba a buen paso. Sin embargo, Trentham apenas necesitó esforzarse. Entraron en el salón de la señorita Timmins.
– Leonora, querida. -La voz de la mujer tembló-. Qué amable por tu parte venir a verme.
La señorita Timmins era una anciana y estaba delicada. Como rara vez se aventuraba a salir, Leonora la visitaba a menudo y, a lo largo del último año, había notado cómo el brillo de los suaves ojos azules se iba apagando como si fuera una llama a punto de extinguirse.
Le devolvió la sonrisa, le estrechó la mano, tan huesuda que parecía una garra, y retrocedió.
– He traído al conde de Trentham. Él y algunos amigos han comprado la casa del otro lado de la nuestra, el número doce.
Con sus rizos grises bien cepillados y recogidos, y un collar de perlas alrededor del cuello, la señorita Timmins ofreció la mano a Trentham con timidez y murmuró nerviosa un saludo.
Él se inclinó.
– ¿Cómo está, señorita Timmins? Espero que haya pasado bien estos fríos meses.
La mujer se puso aún más nerviosa, pero no le soltó la mano.
– Sí, realmente bien. -Parecía cautivada por sus ojos. Tras un momento, la anciana comentó-: Ha sido un invierno espantoso.
– Ha habido más aguanieve de lo habitual, sin duda. -Trentham sonrió con todo su encanto-. ¿Permite que nos sentemos?
– ¡Oh! Sí, por supuesto. Siéntense. -La señorita Timmins se inclinó hacia adelante-. He oído que es usted militar, milord. Dígame, ¿estuvo en Waterloo?
Leonora se sentó y observó, asombrada, cómo Trentham, pese a ser militar, cautivaba a la anciana, una mujer que generalmente no se sentía cómoda con los hombres. Sin embargo, él parecía saber qué debía decir, de qué consideraba adecuado hablarle a una vieja dama, qué cotilleos le gustaría oír.
Daisy trajo el té y, mientras lo tomaba, Leonora se preguntó cínicamente cuál sería el propósito que tenía Trentham.
La respuesta a su pregunta llegó cuando él dejó la taza y adoptó una expresión más grave.
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