– En realidad, tenía un motivo para visitarla más allá del placer de conocerla, señorita. -Miró a la anciana a los ojos-. Últimamente se han producido una serie de incidentes en esta calle, ladrones que han intentado acceder a las casas.
– ¡Oh, válgame Dios! -La taza de la señorita Timmins vibró sobre el platillo-. Debo pedirle a Daisy que se asegure bien de cerrar con llave todas las puertas.
– Me pregunto si me permitiría examinar la planta baja y el sótano para comprobar que no hay ningún acceso fácil. Dormiría mucho más tranquilo si supiera que su casa, con sólo usted y Daisy viviendo aquí, es un lugar seguro.
La señorita Timmins parpadeó y luego le dedicó una amplia sonrisa.
– Vaya, por supuesto, querido. Qué considerado por su parte.
Tras otros comentarios de carácter más general, Trentham se levantó. Leonora también se puso de pie y se marcharon después de que la señorita Timmins informara a Daisy de que su señoría el conde examinaría la casa para asegurarse de que todo estaba bien.
La doncella sonrió también.
Al despedirse, Trentham le aseguró a la señorita Timmins que si descubría alguna cerradura que no fuera adecuada, él mismo se encargaría de su sustitución, para que ella no tuviera que preocuparse por nada.
Por la expresión en los ojos de la anciana cuando le estrechó la mano, su señoría había hecho una conquista, y Leonora, preocupada, cuando llegaron a la escalera y Daisy se adelantó, se detuvo y lo miró a los ojos.
– Espero que tenga previsto cumplir esa promesa.
La mirada de él era firme y finalmente respondió:
– La cumpliré. -Estudió el semblante de ella y luego asintió-. Lo que he dicho es cierto. -A continuación, siguió bajando la escalera-. Dormiré más tranquilo sabiendo que este lugar es seguro.
Leonora frunció el cejo. Aquel hombre era un completo enigma. Lo siguió por la escalera y lo acompañó mientras él comprobaba sistemáticamente todas las puertas y ventanas de la planta baja y del sótano. Fue meticuloso y, al parecer de Leonora, fríamente profesional. Como si asegurar un lugar contra intrusos hubiera sido una tarea habitual en su antigua ocupación. Cada vez le resultaba más difícil descartarlo como «otro militar más».
Finalmente, Trentham le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza a Daisy.
– Está mejor de lo que esperaba. ¿Siempre la han preocupado los intrusos?
– Oh, sí, señor, milord. Desde que vine a trabajar para ella, y de eso hace ya seis años.
– Bien, si cierra todo con llave y pasa todos los pestillos, estarán lo más seguras posible.
Tras dejar a la doncella agradecida y más que tranquila, recorrieron el camino de entrada. Cuando llegaron a la verja, Leonora, que había estado sumida en sus propios pensamientos, miró a Trentham.
– ¿La casa es verdaderamente segura?
Él la miró y luego abrió la verja.
– Lo más segura que puede serlo, pero es imposible detener a un intruso decidido. -Caminó a su lado por la acera-. Si usa la fuerza para romper una ventana o forzar una cerradura, entrará, pero no creo que nuestro hombre sea tan directo. Si estamos en lo cierto y es al número catorce adonde quiere acceder, necesitará disponer de varias noches para abrirse paso a través de las paredes del sótano. Debería pasar desapercibido y no lo logrará si su entrada en la casa es demasiado obvia.
– Entonces, mientras Daisy esté alerta, todo debería ir bien.
Cuando él no le respondió, lo observó. Tristan notó su mirada y se volvió hacia ella. Hizo una mueca.
– He estado pensando cómo podría introducir a un hombre en esa casa, al menos hasta que apresemos al ladrón, pero a la señorita Timmins la asustan los hombres, ¿no es cierto?
– Sí. -A ella le asombró que hubiera sido tan perspicaz-. Es usted uno de los pocos que he conocido que han hablado con ella más allá de las más estrictas banalidades.
Tristan asintió y bajó la mirada.
– Estaría demasiado incómoda con un hombre bajo su techo, así que es una suerte que esas cerraduras sean tan sólidas. Tendremos que confiar en ellas.
– Y hacer todo lo que esté en nuestra mano para atrapar pronto a ese ladrón.
Su voz reflejaba determinación. Habían llegado a la verja del número 14. Tristan se detuvo y la miró a los ojos.
– Supongo que no servirá de nada que insista en que deje el asunto en mis manos, ¿verdad?
Sus ojos azul índigo se endurecieron.
– De nada.
Tristan soltó el aire y dirigió la mirada hacia la calle. Él era muy capaz de mentir por una buena causa. Muy capaz también de usar distracciones a pesar del peligro que suponían.
Antes de que Leonora pudiera alejarse, le cogió la mano y la obligó a mirarlo a los ojos. Le sostuvo la mirada mientras buscaba y abría la abertura en su guante, luego le levantó la muñeca y se acercó a los labios la parte interna de ésta.
Sintió el estremecimiento que la atravesó, observó cómo alzaba la cabeza y los ojos se le oscurecían.
Tristan sonrió, despacio, con intensidad. Luego afirmó:
– Lo que hay entre usted y yo queda entre usted y yo, pero no ha desaparecido.
Ella apretó los dientes y tiró de su mano, pero él no la soltó. En lugar de eso, le acarició con el pulgar el punto donde la había besado, lánguidamente.
Leonora se quedó sin respiración, luego siseó:
– No estoy interesada en ningún devaneo.
Con los ojos clavados en los suyos, Tristan arqueó una ceja.
– Yo tampoco. -Estaba interesado en distraerla. A los dos les iría mejor si ella se concentraba en él en lugar de en el ladrón-. En interés de nuestra relación -y en interés de su cordura-, estoy dispuesto a hacer un trato.
El recelo brilló en sus ojos.
– ¿Qué trato?
Tristan eligió las palabras con cuidado.
– Si promete que no hará nada más que mantener los ojos y los oídos bien abiertos, que sólo observará, escuchará y que me informará de todo la próxima vez que la visite, aceptaré contarle todo lo que descubra.
La expresión de ella se volvió altanera y desdeñosa.
– ¿Y si no descubre nada?
Los labios de Tristan siguieron curvados, sonriendo, pero dejó que la máscara cayera y que su verdadero yo surgiera brevemente.
– Oh, lo haré. -Su voz sonó suave, levemente amenazadora, y su tono la cautivó.
De nuevo, despacio, deliberadamente, se llevó su muñeca a los labios y, mirándola a los ojos, se la besó.
– ¿Tenemos un trato?
Leonora parpadeó, volvió a centrarse en su mirada, luego su pecho se hinchó al tomar una profunda inspiración y asintió.
– Muy bien.
Le soltó la muñeca; Leonora prácticamente se la arrebató de la mano.
– Pero con una condición.
Tristan arqueó las cejas, ahora tan altanero como ella.
– ¿Qué?
– Observaré y escucharé y no haré nada más si usted promete venir a verme y contarme lo que haya descubierto en cuanto lo descubra.
Él la miró a los ojos, reflexionó, luego relajó los labios e inclinó la cabeza.
– En cuanto sea posible, le contaré cualquier descubrimiento que haga.
Leonora se sintió más tranquila y se sorprendió por ello. Tristan ocultó una sonrisa y se inclinó.
– Que tenga buen día, señorita Carling.
Ella le sostuvo la mirada un momento más y luego inclinó la cabeza.
– Que tenga un buen día usted también, milord.
Pasaron los días.
Leonora observó y escuchó, pero no sucedió nada. Estaba satisfecha con su acuerdo; en realidad, había poco más que pudiera hacer, aparte de observar y escuchar, y el hecho de saber que si sucedía algo, Trentham esperaba que lo hiciera partícipe del mismo le pareció inesperadamente alentador. Había crecido acostumbrada a actuar sola. De hecho, evitaba que los demás la ayudaran, porque lo más probable era que la estorbaran. Sin embargo, al conde lo consideraba, sin lugar a dudas, muy capaz, y con él implicado, estaba convencida de que solucionarían el tema de los robos.
En el número 12 empezó a aparecer personal y, de vez en cuando Trentham se acercaba a la casa, según la informaba Toby, pero no se aventuró a llamar a la puerta de los Carling.
Lo único que la preocupaba eran los recuerdos del beso de aquella noche. Había intentado olvidarlo, borrarlo de su mente, había sido una aberración por parte de ambos. Sin embargo, olvidar cómo se aceleraba su pulso cada vez que él se acercaba fue mucho más difícil. Y no tenía ni idea de cómo interpretar su comentario sobre que lo que había entre ellos no había desaparecido.
¿Se refería a que pretendía seguir adelante con eso?
No obstante, había afirmado que no estaba interesado en devaneos y, a pesar de su antigua ocupación, Leonora estaba aprendiendo a tomarse sus palabras en serio.
La verdad era que el tacto con que había tratado al viejo soldado Biggs, su discreción al no hablar sobre sus aventuras nocturnas y el encanto sin igual que había mostrado con la señorita Timmins, esforzándose por tranquilizar a la anciana y velar por la seguridad de las dos mujeres, había mejorado en gran medida la opinión que tenía de él.
Quizá Trentham fuese verdaderamente una de esas excepciones que confirman la regla, un militar digno de confianza, uno del que se podía fiar, al menos en ciertos asuntos.
A pesar de eso, no estaba del todo segura de si él realmente le contaría todo lo que descubriera. Aun así, de no ser por aquel hombre, le habría concedido unos cuantos días más de gracia.
Al principio, fue simplemente una sensación, un cosquilleo en la piel, una extraña impresión de ser observada. No sólo en la calle, sino también en el jardín trasero, y esto último la puso nerviosa, porque el primero de los ataques había sucedido en la puerta del jardín delantero; desde entonces, ya no paseaba por allí, había empezado a llevar a Henrietta adondequiera que fuera o, si eso no era posible, a un lacayo.
Con el tiempo, se había calmado. Pero entonces, mientras paseaba por el jardín trasero a última hora de una fría tarde del mes de febrero, atisbó a un hombre casi al fondo del jardín, más allá del seto que dividía el largo terreno. Enmarcada por el arco central del mismo, una figura oscura y esbelta cubierta con una capa oscura la observaba entre las parcelas del huerto.
Leonora se quedó paralizada. No era el mismo hombre que la había abordado en enero, la primera vez junto a la puerta del jardín delantero y la segunda en la calle. Ése era más pequeño, más delgado, por eso pudo resistirse y soltarse.
El que la observaba en ese momento parecía infinitamente más amenazador. Permanecía en silencio y, aunque estaba inmóvil, se trataba de la inmovilidad propia de un depredador que aguardaba su momento. Sólo los separaba una pequeña extensión de césped y Leonora tuvo que resistir al impulso de llevarse una mano a la garganta, luchar contra el instinto de salir corriendo, contra la convicción de que, si lo hacía, él se abalanzaría sobre ella.
Henrietta se acercó sin prisa, vio al hombre y gruñó. La vibrante advertencia continuó aumentando de manera sutil. Finalmente, el animal se enfureció y se colocó entre ella y el intruso, que continuó inmóvil un instante más, luego se dio la vuelta y desapareció de la vista.
Leonora miró a Henrietta. El corazón le martilleaba incómodamente. El animal continuó alerta hasta que un lejano ruido sordo llegó a sus oídos. Un instante después, la perra ladró, se relajó y se volvió con calma en dirección a las puertas de la salita.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Leonora y, con los ojos muy abiertos, escrutando cada sombra, entró a toda prisa en la casa.
A la mañana siguiente, a las once, la hora más temprana a la que era aceptable ir de visita, llamó al timbre de la elegante casa de Green Street que, según le había dicho el muchacho que barría en la esquina, pertenecía al conde de Trentham.
Un mayordomo imponente aunque de aspecto amable abrió la puerta.
– ¿Sí, señora?
Leonora se irguió.
– Buenos días. Soy la señorita Carling, de Montrose Place. Deseo hablar con lord Trentham, por favor.
El mayordomo pareció verdaderamente apesadumbrado.
– Por desgracia, ahora mismo su señoría no está.
– Oh. -Había supuesto que estaría en casa, que, como muchos hombres modernos, era improbable que pusiera un pie en la calle antes del mediodía. Tras un momento de duda durante el cual no se le ocurrió nada, ninguna otra vía de acción, miró al mayordomo-. ¿Sabe si tiene previsto regresar pronto?
– Me aventuraría a decir que su señoría estará de vuelta en menos de una hora, señorita. -Debió de ver su determinación, porque abrió más la puerta-. ¿Desea esperarle?
– Gracias. -Leonora permitió que un deje de aprobación tiñera sus palabras. El mayordomo tenía un rostro de lo más amable. Cruzó el umbral y, al instante, la impresionó lo espacioso y luminoso que era el vestíbulo, todo ello subrayado por el elegante mobiliario.
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