El hombre cerró la puerta y le dedicó una alentadora sonrisa.
– Si me acompaña, señorita.
Ella inclinó la cabeza y lo siguió por el pasillo. De repente, se dio cuenta de que se sentía más calmada.
Tristan regresó a Green Street poco después del mediodía, no había adelantado mucho y cada vez estaba más preocupado. Subió la escalera, sacó su llave y entró. Aún no se había acostumbrado a esperar a que Havers le abriera la puerta y lo liberara del bastón y el abrigo, todo cosas que él era perfectamente capaz de hacer por sí mismo.
Colocó el bastón en el perchero, dejó el abrigo sobre una silla y se dirigió sin hacer ruido a su estudio, con la esperanza de pasar delante de la salita de estar sin que lo viera ninguna de sus queridas ancianas. Una esperanza demasiado tenue, porque, independientemente de lo que estuvieran haciendo, siempre parecían percibir su presencia y alzaban la vista justo a tiempo para sonreírle y abordarlo.
Por desgracia, no había otro camino para llegar a su estudio y Tristan había llegado a la conclusión de que su tío abuelo, que había hecho reformas en la casa, era un masoquista.
La salita de estar era una estancia llena de luz, construida como una ampliación de la casa principal. Estaba unos cuantos escalones por debajo del nivel del pasillo, separada de éste por tres grandes arcos. Dos albergaban enormes arreglos florales en urnas, que le proporcionaban algo de cobertura, pero el del medio era una despejada entrada.
Tan silencioso como un ladrón, se acercó al primer arco y, oculto a la vista, se detuvo para escuchar. Hasta él llegó un parloteo de voces femeninas, el grupo estaba al fondo de la estancia, donde, a través de un gran ventanal, la luz de la mañana bañaba dos divanes y varios sillones. Le costó un momento adaptar el oído para distinguir las voces. Ethelreda estaba allí, Millie, Flora, Constance, Helen, y sí, Edith también. Charlaban sobre nudos, ¿nudos franceses? ¿Qué era eso? Y el punto de hoja y no entendía qué más…
Hablaban de bordados.
Frunció el cejo. Todas bordaban como mártires, pero era el único campo en el que surgía una verdadera competencia entre las ancianas; nunca las había oído hablar de su interés común antes, y mucho menos con tanto entusiasmo.
Entonces, oyó otra voz y su sorpresa fue absoluta.
– Me temo que nunca he sido capaz de conseguir que los hilos queden así.
Leonora.
– Ah, bueno, querida, lo que tienes que hacer…
No escuchó el resto del consejo de Ethelreda, estaba demasiado ocupado especulando sobre qué podría haber llevado a la joven allí.
La conversación en la salita de estar continuó: Leonora pedía consejo y sus queridas ancianas se lo daban encantadas.
Vívida en su mente estaba la pieza de bordado abandonada en la salita en Montrose Place. Puede que ella no tuviera talento para el bordado, pero él habría jurado que tampoco tenía ningún interés real.
Le picó la curiosidad. El arreglo floral más cercano era lo bastante alto como para ocultarlo. Dos pasos rápidos y se encontró detrás del mismo. Miró entre las lilas y los crisantemos y vio a Leonora sentada en medio de uno de los divanes, rodeada por todas partes por sus queridas tías.
La luz del sol invernal le daba en la espalda, un centelleante haz que se derramaba sobre ella y arrancaba reflejos granates de su pelo oscuro, mientras dejaba el rostro y los delicados rasgos sumidos en tenues y misteriosas sombras. Con aquel vestido rojo oscuro, parecía una madonna medieval, la encarnación de la pasión y la virtud femenina, de la fuerza y la fragilidad de la mujer. Tenía la cabeza gacha y examinaba un tapete bordado que descansaba sobre sus rodillas.
Tristan observó cómo animaba a su anciana audiencia a que le explicara más cosas, a participar. También la vio intervenir, acabando con cualquier repentino brote de rivalidad y calmando a ambas partes con observaciones diplomáticas. Las tenía cautivadas.
«Y no sólo a ellas.»
Tristan se sobresaltó cuando esas palabras resonaron en su mente. Pero así y todo no se dio media vuelta y se marchó, sino que se limitó a quedarse allí, en silencio, observándola a través de las flores.
– ¡Ah, milord!
Con unos reflejos incomparables, Tristan dio un paso hacia adelante y se volvió dando la espalda al salón. Podrían verlo, pero el movimiento haría que pareciera que pasaba por allí en ese momento.
Miró a su mayordomo con cara de resignación.
– ¿Sí, Havers?
– Ha venido una dama, milord. La señorita Carling.
– ¡Ah! ¡Trentham!
Se volvió cuando Ethelreda lo llamó. Millie se levantó y le hizo señas.
– Tenemos aquí a la señorita Carling.
Las seis le dedicaron una amplia sonrisa. Tristan despidió a Havers con un gesto de la cabeza, bajó los escalones y se acercó al grupo no muy seguro de la impresión que se estaba llevando. Parecía como si creyeran que habían mantenido cautiva a Leonora sólo para él, atrapada, acorralada, como si le hubieran estado guardando una sorpresa especial.
La joven se levantó con un ligero rubor en las mejillas.
– Sus tías han sido muy amables al hacerme compañía. -Lo miró a los ojos-. He venido porque se han producido ciertos acontecimientos en Montrose Place que creo que debería conocer.
– Sí, por supuesto. Gracias por venir. Retirémonos a la biblioteca y allí podrá explicármelos. -Le ofreció la mano y ella alargó la suya al tiempo que inclinaba la cabeza.
La alejó de sus ancianas paladinas y se despidió de éstas con un gesto de la cabeza.
– Gracias por entretener a la señorita Carling en mi ausencia.
No tenía ninguna duda de cuáles eran los pensamientos que se escondían tras aquellas alegres sonrisas.
– Oh, ha sido un placer.
– Sí, es tan encantadora…
– Venga a visitarnos de nuevo, querida.
Sonrieron e inclinaron la cabeza; Leonora les devolvió la sonrisa, agradecida, y luego dejó que Trentham le colocara la mano sobre el brazo y la guiara. Juntos subieron los escalones hasta el pasillo y Tristan no necesitó mirar atrás para saber que seis pares de ojos los observaban aún ávidamente. Cuando llegaron al vestíbulo principal, Leonora lo miró.
– No sabía que tuviera una familia tan amplia.
– No la tengo. -Abrió la puerta de la biblioteca y la hizo pasar-. Ése es el problema. Sólo estamos ellas y yo. Y también las otras.
Leonora apartó la mano de su brazo y se volvió para mirarlo.
– ¿Las otras?
Él le señaló con una mano los sillones que se encontraban frente al llameante hogar.
– Hay ocho más en Mallingham Manor, mi casa en Surrey.
Leonora se dio la vuelta y se sentó. La sonrisa de Trentham desapareció cuando se acomodó en el sillón opuesto.
– Ahora, vayamos al grano. ¿Por qué ha venido?
Ella vio en su cara todo lo que había ido a buscar: consuelo, fuerza, aptitud. Tomó aire, se recostó en su asiento y se lo explicó.
Trentham no la interrumpió; cuando acabó, le hizo una serie de preguntas para aclarar dónde y cuándo se había sentido observada. En ningún momento intentó poner en duda sus palabras. Trató todo lo que le dijo como un hecho, no como una fantasía.
– ¿Y está segura de que era el ladrón?
– Sin duda. Sólo lo vi brevemente cuando se movió, pero lo hizo con la misma agilidad. -Lo miró a los ojos-. Estoy segura de que era él.
Trentham asintió.
– ¿Supongo que no le ha contado a su tío o a su hermano nada de esto?
Leonora arqueó las cejas con gesto de fingida altanería.
– Pues resulta que sí.
Cuando no dijo nada más, Trentham insistió:
– ¿Y?
Su sonrisa no fue tan alegre como le habría gustado.
– Cuando les mencioné que me sentía observada, sonrieron y me dijeron que estaba reaccionando de un modo exagerado a los recientes acontecimientos. Humphrey me dio unas palmaditas en el hombro y me dijo que no debería preocuparme por cosas así, que no había necesidad, que todo volvería pronto a la normalidad.
»En cuanto al hombre al fondo del jardín, estaban seguros de que me habría confundido. Un efecto de la luz, el movimiento de las sombras. Una imaginación demasiado activa. Me dijeron que no debería leer tantas novelas de la señora Radcliffe. Además, Jeremy señaló, como si se tratase de una prueba definitiva, que la puerta del jardín trasero siempre está cerrada con llave.
– ¿Es así?
– Sí. -Clavó la mirada en los ojos color avellana de él-. Pero el muro está cubierto de hiedra a ambos lados. Cualquier hombre razonablemente ágil no tendría ninguna dificultad en trepar por ahí.
– Lo que encajaría con el ruido sordo que oyó.
– Exacto.
Trentham se echó hacia atrás, apoyó el codo en un brazo del sillón, se sujetó la barbilla y empezó a darse golpecitos en los labios con un largo dedo. Tenía la vista perdida. Sus ojos brillaban, duros, casi cristalinos bajo los pesados párpados. Sabía que ella estaba allí, no la ignoraba, pero en ese momento estaba absorto.
Nunca antes había tenido una oportunidad así de estudiarlo, de asimilar la realidad de la fuerza que contenía aquel gran cuerpo, de apreciar la amplitud de sus hombros, disimulada por la chaqueta, confeccionada de un modo soberbio, o las largas y fibrosas piernas, con aquellos músculos resaltados por unos ajustados pantalones de gamuza que desaparecían en unas resplandecientes botas altas. Tenía los pies muy grandes.
Siempre vestía con elegancia. Sin embargo, era una elegancia discreta, no necesitaba ni deseaba llamar la atención. De hecho, evitaba hacerlo. Incluso sus manos, que, en opinión de Leonora, quizá eran su mejor rasgo, estaban adornadas sólo por un sencillo sello de oro.
Lo más destacado en aquel hombre, ella lo definiría sin lugar a dudas, como una discreta y elegante fuerza. Era como un aura que emanaba de él, no fruto de su ropa o sus modales, sino algo inherente, innato, que se manifestaba. Esa discreta fuerza le pareció atractiva de repente. Reconfortante también.
Sus labios se curvaron en una dulce sonrisa cuando volvió a dirigir la mirada hacia ella. Arqueó una ceja, pero Leonora negó con la cabeza y permaneció en silencio. Relajados en los sillones, en la quietud de la biblioteca, se estudiaron el uno al otro.
Y algo cambió.
Leonora sintió que la excitación, una insidiosa emoción, la invadía lentamente; un sutil latigazo, la tentación de un placer ilícito. El calor surgió. De repente, sintió que le costaba respirar.
Siguieron mirándose a los ojos. Ninguno se movió.
Finalmente, fue ella quien rompió el hechizo al desviar la vista hacia las llamas de la chimenea. Tomó aire. Se recordó que no debía ponerse en ridículo; estaban en casa de él, en su biblioteca, no la seduciría bajo su propio techo, con sus sirvientes y las ancianas a su cargo allí.
Trentham se movió y se irguió.
– ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
– He cruzado el parque andando. -Lo miró-. Me ha parecido el camino más seguro.
Él asintió y se levantó.
– La llevaré a casa. Tengo que ir a echar un vistazo al número doce.
Observó cómo tiraba de la campanilla y daba órdenes a su amable mayordomo. Cuando se volvió de nuevo hacia ella, Leonora aprovechó para preguntarle:
– ¿Ha averiguado algo?
Trentham negó con la cabeza.
– He estado investigando varias posibilidades. He intentado averiguar si existe algún rumor sobre hombres que busquen algo en Montrose Place.
– ¿Y existe alguno?
– No. -La miró a los ojos-. Tampoco lo esperaba. Hubiera sido demasiado fácil.
Ella hizo una mueca y se levantó cuando Havers regresó para anunciar que el coche de dos caballos estaba preparado.
Mientras Leonora se ponía la pelliza y él el abrigo y ordenaba a un sirviente que fuera a buscarle los guantes para conducir, Tristan se exprimió el cerebro en busca de cualquier posibilidad que no hubiera explorado, cualquier puerta abierta que no hubiera visto. Había hablado con unos cuantos sirvientes antiguos y otros que aún trabajaban allí, en busca de información; estaba seguro de que se enfrentaban a algo concreto relacionado con Montrose Place, porque no había ningún rumor de bandas o individuos que se comportaran de un modo similar en ninguna otra parte de la capital. Lo que daba más fuerza a su suposición de que había algo en el número 14 que el misterioso ladrón deseaba.
Mientras rodeaban el parque en su coche de caballos, le explicó a ella sus deducciones.
Leonora frunció el cejo.
– He preguntado a los sirvientes. -Levantó la cabeza y se sujetó un mechón de pelo suelto que se le agitaba con la brisa-. Nadie tiene ni idea de qué puede haber en la casa especialmente valioso. Más allá de la respuesta obvia, que sería algo de la biblioteca.
Tristan la observó, luego desvió la mirada a los caballos. Al cabo de un momento, le preguntó:
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