Él la observó.

– ¿Qué opino?

Leonora entornó los ojos y apretó los labios; la mirada que le lanzó le advertía que no la tratara como si fuera una niña.

– ¿De qué nacionalidad cree que es? Está claro que tiene alguna idea.

Aquella mujer era irritantemente aguda. Aun así, tampoco pasaría nada si se lo decía.

– Alemán, austríaco o prusiano. Esa pose especialmente rígida, además de la dicción, sugiere una de esas tres.

Ella frunció el cejo, pero no dijo nada más. Tristan llamó a un coche de alquiler y la ayudó a subir. Regresaban ya a Belgravia cuando Leonora preguntó:

– ¿Cree que el caballero extranjero podría estar detrás de los robos? -Cuando él no le respondió, continuó-: ¿Qué podría atraer a un alemán, austríaco o prusiano al número catorce de Montrose Place?

– Eso es algo que me encantaría saber -reconoció en voz baja.

Lo observó con atención, pero cuando no dijo nada más, Leonora lo sorprendió mirando al frente en silencio.

Le tendió la mano para ayudarla a bajar ante la puerta del número 14; ella aguardó mientras le pagaba al cochero, luego lo cogió del brazo y se dirigieron a la verja de entrada. Mantuvo la mirada baja mientras él la abría y entraban.

– Vamos a dar una pequeña cena esta noche, sólo unos pocos amigos de Humphrey y Jeremy. -Lo estudió brevemente con un leve rubor en las mejillas-. Me preguntaba si querría acompañarnos. Eso le permitiría hacerse una idea del tipo de secretos con los que Humphrey o Jeremy podrían haberse topado.

Tristan ocultó una cínica sonrisa y alzó las cejas en un inocente gesto de reflexión.

– No es mala idea.

– Si está libre…

Habían alcanzado la escalera del porche. Él le cogió la mano y se inclinó.

– Estaría encantado. ¿A las ocho?

Leonora inclinó la cabeza.

– A las ocho. -Cuando se dio la vuelta, sus ojos se encontraron-. Estaré impaciente por verle entonces.

Tristan la observó subir, esperó hasta que, sin mirar atrás, desapareció por la puerta, luego se volvió y se permitió sonreír.

Aquella mujer era tan transparente como el cristal. Deseaba interrogarlo sobre sus sospechas respecto al caballero extranjero…

Su sonrisa se desvaneció y su rostro volvió a adoptar la acostumbrada expresión impasible.

Alemán, austríaco o prusiano. Sabía lo suficiente como para que esas posibilidades hicieran dispararse sus alarmas, pero aún no tenía demasiada información como para hacer algo decisivo, aparte de indagar más.

¿Quién sabía? Quizá la relación de Mountford con el extranjero fuera pura coincidencia.

Cuando abrió la verja del jardín, notó una sensación familiar en la espalda. Tenía demasiada experiencia para creer en las coincidencias.


Leonora pasó el resto del día nerviosa e impaciente. Una vez dio las instrucciones para la cena e informó, sin darle mayor importancia, a Humphrey y a Jeremy del nuevo invitado, se refugió en el invernadero para serenar su mente y decidir cuál sería la mejor táctica, y también para repasar todo lo que había averiguado esa mañana, como que a Trentham le gustaba besarla y a ella responderle. Eso, sin duda, era un cambio, porque nunca antes le había encontrado a ese acto nada particularmente irresistible. Sin embargo, con él…

Se recostó en los cojines de la butaca de hierro forjado y tuvo que admitir que lo habría seguido feliz adondequiera que la hubiera llevado, al menos dentro de lo razonable. Besarlo había resultado ser bastante agradable. No obstante, él se había detenido y no había intentado ir más allá.

Con los ojos entornados y fijos en una blanca orquídea que se mecía delicadamente con el aire, repasó todo lo que había sucedido, todo lo que había sentido. Todo lo que había percibido.

Trentham se había detenido no porque deseara hacerlo, sino porque había planeado hacerlo. Su apetito deseaba más, pero su voluntad le había ordenado que pusiera fin al beso. Había visto ese breve conflicto en sus ojos y había captado el duro brillo color avellana cuando su voluntad había triunfado.

Pero ¿por qué? Leonora era muy consciente del modo en que el breve intervalo se había convertido en una persistente obsesión en su mente. Quizá la respuesta estaba ahí, la interrupción del beso la había dejado… insatisfecha. Hasta ese momento, no había sido consciente de ello, pero sí, se sentía frustrada. Deseaba más.

Frunció el cejo, mientras, distraída, tamborileaba en la mesa con los dedos. Con sus besos, Trentham le había abierto los ojos y atraído sus sentidos. Los había provocado con la promesa de lo que podría ser y luego lo había dejado ahí. A propósito. Después de decirle a ella que deberían dejarse llevar.

Leonora era una dama; él un caballero. En teoría, no sería correcto por su parte presionarla más allá, no a menos que ella buscara esas atenciones.

Sus labios se curvaron con gesto cínico; reprimió un suave bufido. Puede que no tuviera experiencia, pero no era una estúpida. Trentham no había interrumpido sus besos para obedecer a alguna convención social. Lo había hecho a propósito para seducir, para aumentar su conciencia de él, para provocar su curiosidad, para hacerla sentir deseo. De ese modo, la próxima vez que él deseara, y deseara más, la próxima vez que quisiera dar el siguiente paso, ella estaría ansiosa de acceder.

«Seducción.» La palabra se deslizó en su mente, tras la promesa de fascinación y excitación ilícita.

¿Acaso Trentham la estaba seduciendo?

Leonora sabía que era bastante guapa; nunca le había resultado difícil hacer que los hombres la miraran. Sin embargo, nunca había estado lo bastante interesada como para prestarle atención a nadie, como para jugar a cualquiera de los juegos aceptados. Nunca había visto a nadie que la entusiasmara.

Así que ahora que tenía veintiséis años, era la desesperación de su tía Mildred y sin duda se le había pasado la edad de casarse, Trentham había llegado y había despertado sus sentidos. Los había dejado alerta y hambrientos de más. Una anticipación de un tipo que nunca antes había conocido la dominó, pero no estaba segura de lo que deseaba, de cómo deseaba que fuera su relación.

Tomó aire y exhaló lentamente. Calma, aún no tenía que tomar ninguna decisión. Podía permitirse esperar, observar y aprender, dejarse llevar y luego decidir si le gustaba adónde la llevaba aquello. De hecho, no lo había desanimado, ni le había hecho creer que no estuviera interesada. Porque lo estaba. Y mucho.

Pensaba que ese aspecto de la vida ya se le había escapado de las manos, que las circunstancias habían dejado esas emociones fuera de su alcance.

Para ella, el matrimonio ya no era una opción, quizá el destino le había enviado a Trentham como premio de consolación.


Cuando Leonora se volvió y lo vio atravesar el salón en dirección a ella, sus propias palabras resonaron en su mente.

Si aquél era el premio de consolación, ¿cuál sería el premio de verdad?

Sus amplios hombros estaban envueltos por un frac; la chaqueta era una obra maestra de sobria elegancia, el chaleco, de seda gris brillaba suavemente a la luz de las velas, un alfiler de diamantes titilaba desde el pañuelo de cuello. Como estaba aprendiendo a esperar, había evitado cualquier exceso; incluso el pañuelo estaba atado de un modo sencillo. Su pelo oscuro, pulcramente cepillado y brillante, enmarcaba sus duras facciones. Cada elemento de su aspecto, tanto su atuendo, como la seguridad y los modales de que hacía gala, lo proclamaban como un caballero de clase alta, acostumbrado a mandar, acostumbrado a la obediencia, acostumbrado a hacer las cosas a su manera.

Leonora le hizo una reverencia y le tendió la mano. Él se la tomó y se inclinó para besársela, arqueando una ceja hacia ella cuando se irguió y la hizo levantarse.

Sus ojos brillaban desafiantes.

Leonora sonrió, encantada de hacerle frente al desafío y consciente de que le sentaba muy bien su vestido de seda color albaricoque.

– Permítame que le presente, milord.

Tristan inclinó la cabeza y le llevó la mano al brazo para cubrírsela con la suya con gesto posesivo.

Serena, como si nada, lo guió hasta donde Humphrey y sus amigos, el señor Morecote y el señor Cunningham, estaban ya enfrascados en una discusión. Hicieron una pausa para saludar a Trentham e intercambiar algunas palabras. Luego lo acompañó hasta donde se encontraba Jeremy con el señor Filmore y a Horace Wright.

Leonora había tenido la intención de quedarse allí para dejar que Horace, el más alegre de sus amigos en el campo académico, los entretuviera mientras ella representaba el papel de recatada dama, pero Trentham tenía otros planes. Como ya era habitual en él, asumió el mando, la alejó de la conversación y la llevó a su lugar inicial, junto al hogar.

Ninguno de los demás, absortos en sus discusiones, se dio cuenta del movimiento.

Por precaución, Leonora apartó la mano de su manga y se volvió para colocarse frente a él. Trentham la miró a los ojos. Sus labios se curvaron en una sonrisa, una confirmación de que su gesto no le había pasado desapercibido, como tampoco sus hombros descubiertos por el amplio escote del vestido y su pelo, peinado con unos rizos que le caían sobre las orejas y la nuca.

Al sentir cómo la observaba, los pulmones se le tensaron y se esforzó por reprimir un estremecimiento, que no era de frío. De hecho, cuando el calor surgió en sus mejillas, albergó la esperanza de que Trentham imaginara que se debía al fuego.

Sin prisa, él alzó la vista y regresó hasta sus ojos. La expresión de los mismos la sacudió, dejándola sin respiración.

– ¿Hace mucho que se encarga de llevar la casa de sir Humphrey?

Su tono era lánguido y aparentemente aburrido. Ella logró tomar aire, inclinó la cabeza y respondió.

Aprovechó la oportunidad para desviar la conversación hacia una descripción de la zona de Kent en la que había vivido; las alabanzas de los placeres del campo parecían mucho más seguras que exponerse a sumergirse profundamente en aquella mirada.

Él respondió mencionando su propiedad en Surrey; sin embargo, sus ojos le decían que estaba jugando con ella. Como un gran felino con un ratón especialmente suculento.

Leonora mantuvo la cabeza alta y se negó a darse por aludida con el más leve de los gestos. Exhaló un suspiro de alivio cuando Castor apareció y anunció que la cena estaba lista, sólo para darse cuenta de que, como única dama presente, Trentham la acompañaría a la mesa. Así que lo miró directamente a los ojos, apoyó la mano en el brazo que le ofrecía y le permitió guiarla a través de las puertas que daban al comedor.

La acomodó en el extremo de la mesa, luego tomó asiento a su derecha. Al abrigo de los jocosos comentarios; mientras los demás caballeros se sentaban, la miró a los ojos y arqueó una ceja.

– Estoy impresionado.

– ¿De verdad? -Leonora miró a su alrededor como si comprobara que todo estuviera en orden, como si fuera la mesa lo que hubiera motivado su comentario.

Los labios de Trentham se curvaron peligrosamente. Se inclinó más cerca y murmuró:

– Esperaba que se desmoronara antes.

Ella lo miró.

– ¿Desmoronarme?

Él abrió los ojos como platos.

– Estaba seguro de que se mostraría decidida a arrancarme cuál será nuestro siguiente paso.

Su expresión seguía siendo inocente, pero su mirada no lo era en absoluto. Cada afirmación tenía un doble sentido y Leonora no estaba segura de a cuál se refería exactamente.

Tras un momento, murmuró:

– Había pensado contenerme hasta más tarde.

Con la mirada baja, sacudió la servilleta mientras Castor le colocaba un plato de sopa delante. Cogió la cuchara y, con frialdad, con mucha más frialdad de la que sentía, observó a Trentham, que le sostuvo la mirada mientras le servían, luego sonrió.

– Sin duda, eso sería lo prudente.

– Mi querida señorita Carling, quisiera preguntarle…

Horace, al otro lado de Leonora, reclamó su atención, y Trentham se volvió hacia Jeremy con alguna pregunta. Como habitualmente sucedía en esas reuniones, la conversación se centró en seguida en escritos antiguos. Leonora comió, bebió y observó. La sorprendió que el conde se uniera a la discusión, hasta que se dio cuenta de que, sutilmente, estaba investigando cualquier comentario que sugiriera la existencia de un descubrimiento secreto entre aquel grupo de eruditos.

Leonora aguzó el oído y, cuando se presentó la oportunidad, lanzó una pregunta y abrió otra vía de investigación entre las ruinas de la antigua Persia. Pero no importaba hacia qué dirección los guiaran Trentham o ella, los seis académicos no eran conscientes de ningún descubrimiento potencialmente valioso.

Finalmente, acabaron de cenar y Leonora se levantó. Los caballeros hicieron lo mismo. Como era su costumbre, su tío y Jeremy pretendían llevarse a sus amigos a la biblioteca, para beber oporto y brandy mientras comentaban detenidamente sus últimos hallazgos. Normalmente, era entonces cuando ella se retiraba.