– Milord, disculpe la interrupción, pero quería asegurarme de que se pasara por la casa. Los carreteros han traído los muebles para el primer piso. Le agradecería que echara un vistazo a la mercancía y me diera su aprobación.

– Sí, por supuesto. Iré en un momento…

Leonora lo cogió del brazo para atraer su mirada hacia ella.

– La verdad es que me encantaría ver qué le habéis hecho a la casa del señor Morrissey. ¿Puedo entrar contigo? -Sonrió-. Me gustaría ayudar; la visión de una dama a menudo es diferente en asuntos así.

Trentham la miró, luego miró a Gasthorpe.

– Es bastante tarde. Tu tío y tu hermano…

– No se habrán dado cuenta de que no estoy en casa. -Se moría de curiosidad; mantenía los ojos muy abiertos y fijos en la cara de él, que torció la boca y apretó los labios; volvió a mirar a Gasthorpe.

– Si insistes. -Leonora lo cogió del brazo y Tristan se dirigió hacia el camino-. Pero sólo se ha amueblado el primer piso.

Ella se preguntó por qué estaba siendo tan inusitadamente tímido; luego lo achacó a que era un caballero encargado de acondicionar una casa. Algo para lo que sin duda no se sentía preparado.

Ignorando su reticencia, avanzó con él por el camino. Gasthorpe se había adelantado y les sostenía la puerta abierta. Leonora atravesó el umbral y se detuvo para mirar a su alrededor. La última vez que vio el vestíbulo había sido entre las sombras de la noche, cuando las sábanas protectoras de los pintores lo cubrían todo y la estancia se encontraba vacía y desnuda.

La transformación ya se había completado. El lugar se veía sorprendentemente claro y espacioso, no oscuro y sombrío, una impresión que ella asociaba a los clubes de caballeros. Sin embargo, no había ni un solo objeto de cierta delicadeza para suavizar las líneas austeras y elegantes; ningún papel con ramitas en la pared. El sitio le resultaba más bien frío, casi lóbrego en su carencia de cualquier detalle femenino, pero podía ver a hombres, hombres como Trentham, reuniéndose allí.

Y ellos no percibirían esa falta.

Trentham no se ofreció a mostrarle las habitaciones del piso inferior. Con un gesto, le señaló la escalera. Leonora la subió mientras se percataba del brillo en la barandilla y del grosor de la alfombra que cubría los peldaños. Era evidente que no se había reparado en gastos.

En el primer piso, Trentham la adelantó y la guió hasta la habitación de la parte delantera de la casa. En medio de la estancia había una gran mesa de caoba, con ocho butacas tapizadas en terciopelo ocre rodeándola. En una pared se veía un aparador y un largo escritorio en otra.

Tristan miró a su alrededor, revisando rápidamente la sala de reuniones. Todo estaba como lo habían previsto; miró a Gasthorpe y asintió, luego, con un movimiento de la mano, dirigió a Leonora hacia la estancia que había al otro lado del rellano.

El pequeño despacho con su escritorio, el mueble de cajones y dos sillas, no requirió nada más que una breve mirada. Se dirigieron a la habitación del fondo, la biblioteca.

El comerciante al que le habían comprado los muebles, el señor Meecham, estaba supervisando la colocación de una gran estantería. Les lanzó una fugaz mirada, pero en seguida volvió a dirigir la atención hacia sus ayudantes, a los que les indicó con la mano primero hacia un lado, luego hacia el otro, hasta que la pesada estantería estuvo colocada como él deseaba y la apoyaron en el suelo con audibles gruñidos.

Meecham se volvió hacia Tristan con una amplia sonrisa.

– Bueno, milord. -Hizo una reverencia, luego miró a su alrededor con evidente satisfacción-. Creo que usted y sus amigos estarán muy cómodos aquí.

Tristan no vio motivo para contradecirlo; la estancia parecía acogedora, limpia y despejada, aun contando ya con una multitud de cómodos sillones y numerosas mesitas auxiliares a la espera de sostener una copa de buen brandy. Había dos librerías, en ese momento vacías. Aunque era la biblioteca, no era muy probable que se retiraran allí a leer novelas. Hojas informativas, periódicos e informes, y revistas deportivas seguramente sí, pero la función primordial del lugar sería proporcionarles una tranquila relajación, y si allí se pronunciaba alguna palabra, sería entre murmullos.

Miró a su alrededor y pudo imaginárselos a todos allí, en privado, callados, pero amigables en su silencio. Volvió a mirar a Meecham y asintió.

– Buen trabajo.

– Sí, sí. -Satisfecho, el hombre indicó a sus trabajadores que se retiraran-. Les dejaremos para que disfruten de lo que hasta ahora hemos colocado. Haré que le entreguen el resto del mobiliario a lo largo de esta semana.

Hizo una profunda reverencia y Tristan inclinó la cabeza a modo de despedida.

El mayordomo lo miró.

– Acompañaré al señor Meecham, milord.

– Gracias, Gasthorpe. Ya no te necesitaré más. No hará falta que nos acompañes a la puerta.

Con un asentimiento y una mirada elocuente, el sirviente se retiró.

Tristan hizo una mueca para sus adentros, pero ¿qué podía hacer? Explicarle a Leonora que no se permitía la entrada de mujeres en el club, no más allá de la pequeña salita de la parte delantera, inevitablemente daría lugar a preguntas que él y sus compañeros en el club preferirían que no se les plantearan nunca. Responderlas sería demasiado arriesgado, algo similar a tentar a la suerte.

Mejor ceder terreno cuando no importaba realmente y no podía hacer ningún daño que explicar qué había tras la formación del club Bastion.

Leonora se había apartado de él. Tras pasar los dedos por el respaldo de un sillón, se había acercado a la ventana y ahora contemplaba las vistas.

Su propio jardín trasero.

Tristan esperó, pero ella no regresó a su lado. Tras soltar un discreto suspiro un poco resignado, atravesó la estancia. La rica alfombra turca amortiguó sus pasos. Se detuvo junto a la ventana y se apoyó en el marco.

– Solías mirarme desde aquí, ¿verdad?

CAPÍTULO 07

Tristan consideró todas las opciones antes de responder:

– A veces.

Leonora mantuvo los ojos fijos en él, luego volvió a mirar el jardín.

– Por eso sabías quién era cuando me topé contigo aquel día.

A ese comentario él no contestó, luego se quedó preguntándose qué estaría pensando ella.

Tras un largo momento, con la mirada fija más allá del cristal, Leonora murmuró:

– No soy muy buena en esto. -Hizo un breve gesto y movió la mano entre los dos-. No he tenido ninguna experiencia real.

A Tristan lo sorprendió su sinceridad.

– Lo suponía.

Ella volvió la cabeza y lo miró a los ojos.

– Tendrás que enseñarme.

Él se irguió. Cuando Leonora se le acercó, frunció el cejo y le rodeó la cintura con las manos instintivamente.

– No estoy seguro de…

– Yo estoy totalmente dispuesta a aprender. -Bajó la mirada hasta sus labios y sonrió inocentemente sensual-. Incluso ansiosa.

Alzó la vista hacia sus ojos, se puso de puntillas con las palmas apoyadas en su torso y acercó los labios a los de él. Sólo entonces murmuró:

– Pero eso tú ya lo sabes.

Y lo besó.

La invitación fue tan descarada que lo atrapó por completo. Lo dejó temporalmente sin razón, a merced de sus sentidos.

Y sus sentidos no tuvieron piedad. Deseaban más. Más de ella, del suave y exquisito refugio de su boca, de sus labios maleables e inocentemente seductores. De su cuerpo, que se pegó vacilante pero decidido al suyo, mucho más duro.

Eso último lo conmocionó lo suficiente como para recuperar el control. No sabía qué tenía ella en mente, pero con los labios sobre los suyos, su boca entregada, su lengua batiéndose en un duelo cada vez más ardiente con la de él, no pudo prestarle suficiente atención a sus contorsiones. Ya lo haría más tarde, porque en ese momento… lo único que podía hacer, lo único que pudo obligar a hacer a su cuerpo y a sus sentidos fue seguirla. Y enseñarle más.

Dejó que se le pegara más y la abrazó con fuerza. Dejó que sintiera cómo su cuerpo se endurecía contra el suyo, que sintiera lo que le provocaba, la respuesta que su cuerpo le causaba; aquel cuerpo delicado, lleno de curvas y descaradamente tentador, todo él suavidad y calor femenino.

Durante su recorrido por la casa, se había abierto la pelliza. Tristan deslizó entonces la mano por debajo de la gruesa lana y apoyó la palma sobre el pecho. Esa vez no se lo recorrió con suavidad, como había hecho antes, sino que lo reclamó posesivamente. Dándole lo que su anterior intercambio había prometido, lo que había anticipado burlonamente.

Leonora jadeó y se aferró a él, pero no vaciló ni una sola vez. Sus labios fueron fieles a los suyos, exigiendo. No sentía miedo, ni dudas. Estaba decidida, cautivada. Se sentía enganchada, totalmente fascinada. Tristan profundizó el beso, tocó, acarició. Sintió cómo las llamas empezaban a arder, cómo aumentaba el deseo, cómo se extendía lánguidamente y, ávido, intentó ir más allá.

Aunque no supo identificarla, Leonora también sintió esa oleada de vacío caliente en lo más profundo de su ser. La impregnó entera. La intrigó y la llamó. Atrapada, sintió que tenía que acercarse más, que tenía que profundizar de algún modo el intercambio; deslizó las manos hacia arriba y las entrelazó tras la nuca de él. Suspiró cuando el movimiento hizo que su pecho se pegara con firmeza contra la dura palma masculina.

Trentham cerró la mano y sus sentidos se tambalearon. Movió los dedos, buscó, encontró, y toda su mente se paralizó. Luego se quebró, rompiéndole en mil pedazos cuando aquellos dedos expertos se tensaron más y más, hasta hacerla jadear a través del beso. Sólo entonces se relajaron y el calor la inundó: una increíble oleada de sensaciones que no había sentido nunca antes. Se le inflamaron los pechos y sintió el corpiño del vestido demasiado prieto. El fino tejido de la camisola la molestaba y él parecía saberlo, porque le desabrochó los diminutos botones del corpiño con experimentada facilidad y entonces Leonora pudo respirar de nuevo. Aunque sólo para contener el aliento en una oleada de placer, en una punzada de anticipación cuando, descaradamente, él le deslizó la mano por debajo del vestido para acariciarla, tocarla. Ese contacto a través de la fina seda volvió a aumentar su anhelo, porque la hizo ansiar otro contacto más definitivo. Ardió por tener su piel pegada a la de él, desesperada por sentirlo aún más.

Sus labios se mostraban hambrientos, sus demandas eran claras. Tristan no podía resistirse. No lo intentó. Dos rápidos tirones y la camisola quedó suelta; metió un dedo entre los firmes pechos y bajó la fina tela. Luego, tomó posesión del regalo que ella le ofrecía. Sintió en su propia alma el profundo estremecimiento que la atravesó. Cerró la mano, ávidamente posesiva, y cuando a Leonora el corazón le dio un vuelco, el de Tristan lo siguió, sumergiéndose en una caldera de codiciosa y anhelante entrega, de sensual disfrute, de apreciación y de un naciente reconocimiento de mutuo deseo. Las manos y los labios alimentaban ese deseo, ávidos, incitantes. Embelesados.

De repente, se produjo un cambio. Tristan lo percibió y se sorprendió de encontrarse con que ya no estaba dirigiendo el juego. La creciente seguridad de Leonora, su interés y comprensión, daban poder a sus labios, guiaban el modo en que le respondía, las lentas y sensuales caricias de su lengua contra la de él, el seductor roce de sus dedos en el pelo, la abierta confianza, el modo decidido y fascinado en que se pegaba a su cuerpo, toda ella suaves extremidades y suave calor, bañándose en las llamas de una conflagración mutua que Tristan no había imaginado que compartiría nunca con una mujer inocente.

«Lujuria y una mujer virtuosa.»

El pensamiento resonó en su cerebro al mismo tiempo que ella llenaba sus sentidos. Era más de lo que había esperado, aunque también Tristan era distinto de lo que Leonora había pensado. Algo que iba más allá de su experiencia, igual que ella iba más allá de la de él. Las llamas entre los dos eran definitivas, reales, abrasadoras, despertaban pensamientos de pasión, de mayor intimidad, de satisfacción de ese deseo mutuo.

A Tristan no se le había ocurrido pensar que fueran a ir tan lejos tan pronto. No se arrepentía en absoluto, pero… Un instinto profundamente arraigado lo hizo retroceder, soltarla. Ralentizar las caricias, hacerlas más ligeras. Dejar que las llamas se redujeran poco a poco a un fuego lento.

La miró a los ojos. Vio cómo se alzaban las pestañas y luego se encontró con aquella mirada clara y asombrosamente azul. No vio en ella conmoción, ni el más mínimo rastro de retirada o aturullamiento, sino un interés recién despertado. Una pregunta.

Y ahora ¿qué?

Él lo sabía, pero ése todavía no era el momento de explorar semejante posibilidad. Recordó dónde estaban, cuál era su misión. Sintió cómo su rostro se endurecía.