– Está oscureciendo. Te acompañaré a casa.
Leonora frunció el cejo para sí misma y su mirada se deslizó más allá del hombro de Trentham, hacia la ventana; había anochecido. Parpadeó y retrocedió cuando él la soltó.
– No me había dado cuenta de que era tan tarde.
Naturalmente que no; su mente se había convertido en un torbellino. Un torbellino agradable, uno que le había abierto los ojos de un modo considerable. Ignoró su camisola abierta mientras se negaba obstinadamente a dejar que su mente pensara en lo que acababa de suceder. Se lo permitiría más tarde, cuando él no estuviera allí para ver cómo se ruborizaba. Se colocó bien el corpiño y se lo abrochó, haciendo luego lo mismo con la pelliza.
La mirada de Trentham, tan aguda como siempre, no la había abandonado. Leonora alzó la cabeza y lo miró directamente. Él contempló sus ojos y después arqueó una ceja.
– Por lo que veo -su mirada se apartó de ella para recorrer la estancia-, ¿apruebas la decoración?
Leonora arqueó una altiva ceja.
– Me atrevería a decir que es muy adecuada para vuestro propósito. -Fuera ése cual fuese.
Con la cabeza alta, se volvió hacia la puerta. Sintió la mirada de Trentham en la espalda mientras atravesaba la estancia; finalmente, él se movió y la siguió.
Leonora tenía muy poca experiencia con los hombres. Sobre todo con hombres como aquél. Sentía que ésa era su mayor debilidad, una que la dejaba en injusta desventaja siempre que estaba con él.
Conteniendo un gruñido, cogió la manta de seda y se acurrucó en el viejo sofá, frente al fuego que resplandecía en su habitación. Fuera, hacía mucho frío, demasiado incluso para sentarse en el invernadero a pensar. Por otro lado, una manta y un sillón delante del fuego parecían algo mucho más adecuado, dados los temas sobre los que estaba decidida a reflexionar.
Trentham la había acompañado a casa y había solicitado una entrevista con su tío y con Jeremy. Leonora lo había llevado hasta la biblioteca y se había quedado allí mientras él les preguntaba si habían pensado en algo que pudiera ser el objetivo del ladrón. Ella misma podría haberle dicho que ninguno de los dos hombres había dedicado un solo pensamiento al ladrón, y mucho menos al objetivo que éste podía perseguir, desde que él mencionó por última vez el asunto. Ni su hermano ni su tío tenían ninguna idea o sugerencia; su confusa mirada dejaba claro que los sorprendió que aún estuviera interesado en el tema.
Trentham lo vio tan claro como ella y apretó la mandíbula, pero les dio las gracias y se marchó de un modo bastante cortés.
Sólo Leonora percibió su disgusto; Humphrey y Jeremy permanecieron, como siempre, totalmente ajenos.
Con Henrietta caminando a su lado y mostrando un claro aprecio canino por Trentham, lo acompañó al vestíbulo. Despidió a Castor y se quedaron solos bajo la luz de la lámpara, en un lugar donde siempre se había sentido segura, pero entonces Trentham la miró y ya no se sintió en absoluto así. Una sensación de calidez se extendió bajo su piel; un leve rubor le ascendió por las mejillas. Todo ello en respuesta a la mirada en sus ojos, a los pensamientos que podía ver tras ellos.
Estaban el uno cerca del otro y Trentham le recorrió la mejilla con la mano, luego le deslizó un dedo por debajo de la barbilla haciéndole alzar el rostro. Apoyó entonces los labios en los suyos en un rápido y frustrante beso. Luego se apartó y le sostuvo la mirada durante un instante, antes de murmurar:
– Ten cuidado.
La soltó justo cuando Castor surgía apresuradamente de las tinieblas. Trentham se marchó sin mirar atrás y la dejó allí para que le diera vueltas a todo, para que especulara. Para que hiciera planes. Si se atrevía. Ésa, decidió mientras se acurrucaba en la calidez de la manta, era la pregunta crucial. ¿Se atrevería a satisfacer su curiosidad? En realidad, era más que curiosidad; tenía un ardiente deseo de saber, de experimentar todo lo que pudiera haber entre un hombre y una mujer física y emocionalmente.
Siempre había esperado descubrir esos hechos en algún momento de su vida. En cambio, el destino y la sociedad habían conspirado para mantenerla en la ignorancia, porque la norma comúnmente aceptada afirmaba que sólo las damas casadas podían participar, experimentar y, por lo tanto, saber.
Todo muy correcto si una era una chica joven, pero a los veintiséis años ya no encajaba en esa descripción. En su opinión, la prohibición ya no se le aplicaba. Por otra parte, nadie había dado una explicación de la moral que había tras la aceptación de la sociedad de que las damas casadas, una vez proporcionaban a sus esposos un heredero, podían permitirse tener romances, siempre que fueran discretas. Leonora pretendía ser la personificación de la discreción y, además, no tenía ningún voto que romper.
Si deseaba aprovechar la oferta de Trentham de introducirla en los placeres que hasta entonces se le habían negado, desde su punto de vista no había ninguna convención social que tuviera que considerar. En cuanto al pequeño detalle de que se quedara encinta, debía de haber un modo de evitar esas cosas, o Londres estaría inundado de hijos concebidos fuera del matrimonio y la mitad de las grandes damas de la buena sociedad estarían perpetuamente embarazadas. Estaba segura de que Trentham sabría cómo actuar.
De hecho, en parte era su experiencia, ese aire de competencia y pericia, lo que la atraía, lo que hacía posible que esa tarde hubiera aceptado su invitación.
Sin duda, Leonora había interpretado correctamente su propósito; el sutil avance paso a paso de su relación, desde el contacto al beso y a la caricia sensual lo confirmaban. Aunque era ella la que había dado el primer paso en sus brazos, él le había mostrado lo suficiente como para que tuviera alguna idea de lo que se había perdido, de lo que había por delante. La había introducido en un grado de intimidad que era claramente el preludio de todo lo que deseaba saber. Estaba dispuesto a ser su compañero en la aventura, su mentor en ese campo. Para guiarla, enseñarle, mostrarle. Con contrapartida, por supuesto… pero Leonora lo comprendía y, después de todo, ¿para quién se estaba reservando ella?
El matrimonio y la dependencia que conllevaba ese compromiso eran un yugo que no encajaba con su carácter. Lo había aceptado así hacía años y su único lamento real, un lamento silencioso y de algún modo reprimido, había sido que nunca experimentaría la intimidad física o ese tipo de placer sensual en particular.
Y ahora había aparecido Trentham, tentándola. Con los ojos fijos en las llamas que resplandecían ardientes en el hogar, consideró dejarse llevar por esa tentación. Si no actuaba ya y aprovechaba la oportunidad que el destino había consentido en darle finalmente, ¿quién sabía durante cuánto tiempo duraría el interés de él y, por lo tanto, su oferta? Los militares no eran conocidos por su constancia; eso lo había experimentado en su propia piel.
Su mente se alejó, valorando las posibilidades, distraída por ellas. El fuego se redujo lentamente a brasas incandescentes. Y cuando finalmente fue consciente del frío a pesar de su ensimismamiento, se dio cuenta de que había tomado una decisión. Su mente había estado totalmente concentrada, lo había estado durante algún tiempo, en dos cuestiones:
¿Cómo iba a transmitirle su decisión a Trentham?
¿Y cómo manejaría la relación entre ellos para mantener el control?
Tristan recibió la carta con el primer correo de la mañana siguiente. Tras los saludos de rigor, Leonora había escrito:
Respecto al objeto que el ladrón busca, he decidido que sería prudente registrar el taller de mi difunto primo Cedric. La estancia es bastante amplia, pero ha permanecido cerrada durante algunos años. De hecho, desde antes de que tomáramos posesión de la casa. Quizá un exhaustivo registro descubra algún objeto con un valor verdadero, pero esotérico. Empezaré con la búsqueda después del almuerzo; si descubro algo digno de mención, te informaré.
Tuya,
Leonora Carling
Leyó la carta tres veces. Su instinto, bien afinado, le aseguró que había algo más que el significado superficial de las palabras. Sin embargo, no conseguía descifrar su plan oculto. Tras decidir que había sido un agente encubierto demasiado tiempo y que ahora veía conspiraciones donde era evidente que no las había, dejó la carta a un lado y se concentró en otros asuntos, sus asuntos. Suyos y de ella.
Primero, empezó con el de Leonora. Hizo una lista de las diversas posibilidades para identificar al hombre que se escondía tras Montgomery Mountford. Después de considerar la lista, escribió una carta concertando una cita y envió a un sirviente para que la entregara, a continuación, se dispuso a escribir una serie de cartas cuyos destinatarios preferirían no recibirlas. No obstante, las deudas eran las deudas y se las reclamaba por una buena causa.
Una hora después, Havers acompañó a un individuo anodino y más bien desharrapado a su estudio. Tristan se recostó y le señaló la silla con una mano.
– Buenos días, Colby. Gracias por venir.
El hombre se mostró cauto, pero no servil. Agachó la cabeza y se sentó en la silla. Estudió rápidamente lo que le rodeaba mientras Havers cerraba la puerta, luego volvió a mirar a Tristan.
– Buenos días, señor… Perdón, es milord, ¿no?
Él sonrió levemente.
El nerviosismo de Colby aumentó.
– ¿En qué puedo ayudarle?
Tristan se lo explicó. A pesar de su aspecto, Colby era el reconocido cabecilla de los bajos fondos del territorio de Londres, incluido Montrose Place. Tristan lo había conocido, o más bien se había asegurado de que Colby supiera de él, cuando instaló el club en el número 12.
Al escuchar los extraños acontecimientos en Montrose Place, Colby apretó los dientes y adoptó un aspecto severo. Tristan nunca había creído que los robos frustrados fueran trabajo de los delincuentes locales y la reacción de Colby y su subsiguiente afirmación se lo confirmaron.
El hombre entornó los ojos. Ahora se parecía más al tipo potencialmente peligroso que era.
– Me gustaría encontrarme con ese elegante caballero.
– Es mío. -Tristan lo afirmó con suavidad.
Colby lo miró, valorándolo, y luego asintió.
– Haré correr la voz de que quiere tener unas palabras con él. Si alguno de los chicos oye hablar del tipo, me aseguraré de informarle.
Tristan inclinó la cabeza.
– Una vez le ponga las manos encima, no lo volverá a ver.
Colby asintió una vez y aceptó el trato. Información a cambio de la eliminación de un competidor. Tristan llamó a Havers, que acompañó a su invitado hasta la puerta.
Entretanto, acabó la última de sus solicitudes de información, luego se las entregó al mayordomo con instrucciones estrictas para su entrega.
– Nada de librea. Y usa a los sirvientes más fornidos.
– Por supuesto, milord. Deduzco que desea hacer una demostración de fuerza. Collisons será el mejor a ese respecto.
Tristan asintió y reprimió una sonrisa cuando Havers se retiró. Aquel hombre era una bendición. Se encargaba de la miríada de demandas de las ancianas y, sin embargo, con igual aplomo, se adaptaba al lado más duro de los asuntos de Tristan.
Tras hacer todo lo que estuvo en su mano en relación con Montgomery Mountford, Tristan centró su atención en el deber diario de mantenerse a flote con los detalles y exigencias del título nobiliario. Mientras, el reloj avanzaba y el tiempo pasaba sin que hubiera hecho ningún progreso en ese terreno.
Para una persona de su temperamento, eso último era muy irritante.
Le pidió a Havers que le llevase el almuerzo en una bandeja y continuó haciendo disminuir el montón de cartas de negocios. Tras garabatear una nota para su administrador, suspiró, apartó a un lado la pila ya completada y centró su mente en el tema del matrimonio. En su futura esposa. Era revelador que no pensara en ella como en una novia, sino como en su esposa. Su asociación no estaba basada en superficialidades sociales, sino en interacciones del día a día, prácticas y sin adornos. Podía imaginársela fácilmente a su lado como su condesa, encargándose de las demandas de su futura vida.
Suponía que, a esas alturas, debería haber considerado ya a una serie de candidatas. De hecho, si se lo pedía, sus chismosas parientes estarían encantadas de proporcionarle una lista. Había coqueteado con la idea, o al menos se había dicho a sí mismo que lo había hecho. Sin embargo, recurrir a otros para una decisión tan personal y crucial en su vida no era su estilo. Además era superfluo, una pérdida de tiempo.
A la derecha del secante estaba la carta de Leonora. Con la mirada fija en ella, con su delicada escritura que le recordaba a su autora, se quedó allí sentado y meditó mientras le daba vueltas a la pluma entre los dedos.
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